domingo, 1 de junio de 2008

Diez horas

Empieza la cuenta atrás. Día uno de junio, restan tres días para cruzar por primera vez el Atlántico. Diez horas de vuelo donde no se pondrá el sol, diez horas sobre una inmensa masa de agua oscura que desaparece con la curvatura de la Tierra. Allí estaré yo, mirando por la ventanilla, soltando algún pensamiento cada cuarenta kilómetros, o pasando la página de un libro cada cien, cabeceando en mi silla supersónica. Me pregunto qué pensaré cuando esté allí, rumbo a no se sabe exactamente dónde, sobre las profundidades marinas, al vuelo metálico de un fondo abisal en medio de la nada, bajo un cielo que tiene sus nubes bajo mis pies, desnudado por el ingenio del hombre. Supongo que repasaré la guía de Canadá, comeré algún insípido bocadillo gentileza de la línea, me reiré de la cara de algún pasajero cuando pasemos por alguna turbulencia, y todo eso. Después haré una cosa que, por alguna extraña razón, me parece muy divertida. Mear en un avión. Me dirigiré al servicio y mearé todo lo que pueda. Mearé a cientos de kilómetros por hora, sobre nubes, peces, tiburones y alguna que otra base extraterrestre subacuática de esas que hay diseminadas por ahí. Luego me dormiré aunque no quiera, y cada vez que me despierte miraré por la ventanilla para ver si ya se avista tierra, o para ver si hay alguna islita emperejilada sin cartografiar a la que pueda bautizar con mi nombre y mi pipí. Me imaginaré a las tres carabelas en miniatura en medio de toda aquella vastedad, y resonarán ecos de epopeya en mis oídos, y me creeré un aventurero, un héroe émulo de Colón y su aguerrida tripulación, y...Después recordaré que en el avión no hay riesgo de escorbuto, ni hay ratas, ni se pasa hambre ni sed, y que hay aire acondicionado y mi compañero huele bien, y que mi mayor preocupación es la manchita de mayonesa que ha caído en el pantalón. Y al despertar, estaré sobrevolando Canadá, temiéndome que los de inmigración puedan conseguir conmigo lo que no consiguieron todas las tribus salvajes con el primer europeo, el capitán Narváez, que pisó esas tierras: mandarme de vuelta a casa sin honor, ni gloria, ni tierras ni mujeres conquistadas.

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