sábado, 27 de septiembre de 2008

De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte 1)

Había llegado a una granja a sesenta kilómetros al norte de Calgary, en la provincia de Alberta. Aunque bien podría estar en cualquier otro lugar del mundo donde no hubiera nada. Estoy en medio de una planicie despojada de la frondosidad de los bosques de la Columbia Británica y revestida por un manto cuadriculado de patrones verdes, marrones y negros. Alberta es el granero de Canadá y aquí no hay más que campos de cultivo. Cuando bajo del coche de Andy, ese viernes tarde lluvioso y frío, veo una línea recta que divide el cielo y la tierra y una casa prefabricada vieja y fea que rompe esa línea en dos. Parece el dibujo de un niño pequeño que dibuja sin perspectiva, sin dimensión, con las líneas temblorosas de una casa hecha a trozos y ratos libres por manos aficionadas. Entre los cristales de la casa se distingue la silueta de un hombre alto y corpulento. Abre la puerta y sale a recibirme. Es Kris, el alemán con el que hablé por teléfono, que me extiende la mano y me la estrecha con toda la fuerza de su oficio. Tiene treinta y cinco años. Lleva una barba larguísima que cubre todo su cuello. Sus manos, sus pies, sus brazos, su barriga, todo en él es enorme, como si su cuerpo hubiera absorbido todo el volumen de aquel paisaje vacío y plano. Andy es un amigo de Kris. Tiene cincuenta y siete años, y por el camino me explicaba que estaba divorciado, que tenía dos hijos, una novia y un gato. Ahora vive solo, en Carstairs, el pueblecito que está a ocho kilómetros de la granja, y en sus ratos libres pinta con acuarelas. Me dijo que se divorció porque su mujer se hizo Testigo de Jehová. Eso destruyó mi matrimonio, un matrimonio en el que yo era feliz, me confesó. Su hijo, de veinticinco años, también lo es, pero su hija, de veintiuno, no. Conocí a sus hijos en un bar, antes de dejar Calgary camino de la granja. Andy se reúne con ellos en ese bar cada viernes para hablar un poco. Me invitó a una cerveza y asistí a la reunión como uno más. Hablaron un poco de todo, de lo cotidiano, mientras yo permanecía callado el mayor tiempo. Al cabo de un rato, Andy sacó el tema del acelerador de partículas que hay en Suiza. En un primer momento me sorprendió ese cambio de tema tan radical, pero después lo comprendí. Acelerando las partículas a la velocidad de la luz y chocándolas cuando viajan en sentidos opuestos, podrán recrear el Big Bang y lo que pasó instantes antes de él, dijo Andy. Su hijo, educado y entrenado dominicalmente para hacer frente a estas situaciones, desplegó todo su arsenal teológico y, con citas de la Biblia incluidas, desanimó a su padre a seguir por esa camino. Pobre Andy, pensé, mil veces habrá intentado volver atrás y mil veces se habrá chocado contra las ruinas de lo que fue una vida feliz que nunca recuperará. Cada vez que su hijo predicaba el Edén para el mañana, Andy, con amargura, comprobaba que el suyo desapareció irremediablemente en el ayer.
Con su hija hablaba de ropa y coches caros, que era lo único que al parecer le interesaba a la chica. A Andy no le interesaba esa conversación, pero la seguía porque era su hija y la quería, y porque le relajaba pensar que sólo les separaban gustos y aficiones, pero nada de irreconciliable trascendencia.

Andy y Kris fumaban un cigarrillo en el porche cerrado y acristalado de la casa, mientras yo bebía una cerveza. Al tiempo que conversaba con ellos, miraba a mi alrededor. Una bañera negra llena de agua y plantas acuáticas en un lado del porche con peces de colores me estremecía de dolor estético. Un sofá viejo, gastado y descolorido me escupía su polvo cada vez que Kris se dejaba caer en él. El suelo estaba sucio, lleno de trozos de barro endurecido, de tierra, de polvo, de trozos de papel y demás restos que el tiempo había hecho irreconocibles. En cada rincón se amontonaban objetos de todo tipo: libros colocados unos encima de otros cubiertos de ese polvo omnívoro, cajas de cartón llenadas por el mero afán de acumular, zapatos viejos, zapatos rotos, zapatos del número cincuenta, el pie que calza el hermano menor de Kris. Las paredes eran de madera, de una madera agrietada y vieja que servían de fondo para este museo del mal gusto. Pedí permiso para ir al servicio, sin otro motivo que el de echar un vistazo al interior de la casa. Al entrar me encuentro con el salón y la cocina, todo de una pieza pero hecho a piezas. La primera sensación que uno tiene al entrar en la casa es de que parece más bien un campamento levantado precipitadamente para un uso temporal. La mesa vieja de madera en el centro del salón está rodeada de cuatro sillas también de madera, cada una de un color, de un tamaño y de un diseño diferentes. Un televisor antiguo y grande puesto directamente en el suelo, semienterrado por carátulas de películas abiertas, mandos a distancia y cajas de cartón puestas a sus lados. El suelo está hecho de planchas de madera, cada una de una tonalidad diferente, y cada pared es de un color también diferente. Del techo cuelgan lámparas de todas las formas, desperdigadas por diferentes puntos: una pequeña alógena allí, una gran lámpara de brazos metálicos allá, un globo de cristal que cuelga de un cable en otra esquina... Llego al cuarto de baño y enciendo la luz. Una bombilla colgada sobre el espejo despide una luz muertecina, haciendo más triste la visión de aquel lavabo de presidio soviético. El suelo era un plástico que llevaba impreso el dibujo en relieve de unas baldosas blancas y negras. Las paredes eran de color verde ceniciento, mitigando aún más la espantosa iluminación que apenas dejaba ver. Una pequeña mesa de madera al lado de la bañera acumulaba un par de docenas de toallas de todos los colores y formas, enrolladas algunas y dobladas otras, pero todas mal colocadas. La toalla que colgaba al lado de la pila para secarse las manos era blanca, o mejor dicho, fue, en un pasado remoto, de ese color. Ahora lucía las manchas negras y marrones de unas manos de uñas negras y piel de lagarto. Pero lo pero fue la visión escalofriante de la bañera, el retrete y la pila. La primogénita blancura de aquellos tres objetos para la higiene había quedado arrasada para siempre por un manto de mugre marrón que cubría especialmente las zonas donde más suele caer el agua. Ese manto marrón había penetrado en la cerámica con la paciencia de años, se había comido el brillo, el lustre y hasta la materia misma, la había digerido y ahora la devolvía transformándola en esa prueba titánica a mi sistema inmunológico y mis escrúpulos. Salí del lavabo y me dirigí a la cocina. También allí campaba a sus anchas la anarquía de formas y colores en cada rincón. La cubertería estaba compuesta de retales de otras cuberterías. Un par de cucharas de mango negro, otras dos más estrechas y de mango rojo, tres tenedores con tres dientes, dos con cuatro dientes, un cuchillo torcido y pequeño, otro alargado y dorado... Así era todo en esta casa, como un álbum de cromos que no admite repetidos. La única nota de uniformidad la ponía la suciedad, esa suciedad que hermanaba a todos los objetos venidos de todas partes y los hacía iguales ante mis ojos.
Kris entró en casa y se dirigió a la cocina. Me dijo que iba a hacer té y me preguntó si yo también quería. Le dije que sí y me dio la tetera para llenarla de agua. La tetera, orgullosa, lucía la bandera negra de la suciedad en su pecho, y al abrirla para llenarla de agua, vi que su base estaba cubierta de una capa espesa y dura de algo blanco que no logré identificar. ¿Y esto? le dije a Kris enseñándole ese poso ectoplasmático. Oh, yes, es cal, el agua aquí tiene mucha cal, me respondió. De modo que lo único que uno podía encontrarse aquí de color blanco era perjudicial para la salud.
Comenzaba a oscurecer cuando nos terminamos el té sentados en el porche acristalado de la casa. Kris se levantó, recogió las tazas y se las llevó a la cocina. Al poco volvió con una bandeja llena de chuletones de cerdo. La cena, vamos a hacerlas a la barbacoa, nos dijo. Salimos afuera, cerca de la pared de la casa había una barbacoa metálica que se encendía con gas. Kris cocinó las chuletas casi a oscuras mientras nos bebíamos otra cerveza. Estábamos apoyados en un coche aparcado a cinco metros de la casa, enfrente de la barbacoa. Me fijé en que ese coche viejo y cubierto de polvo hacía las veces de armario. Miré por la ventanilla del asiento del conductor y vi que su interior estaba lleno de cajas de cartón con libros viejos y descoloridos, de ropa, de juguetes, de papeles por el suelo y otros objetos que no pude identificar por falta de luz. Después miré al otro lado del camino de tierra que cruza la granja y vi otro coche, también viejo y destartalado. Luego vi otro, más grande y sin ruedas, varios metros más allá. Y cuando eché un vistazo general a todo lo que me rodeaba, pude contar ocho coches, cada uno de diferente color, tamaño y estado de descomposición. Me pareció increíble, ocho coches desperdigados por toda la granja y, sin duda alguna, no funcionaba ninguno. Al paso de los días en aquella granja, me di cuenta de que no eran ocho los coches que servían de armario, baúl de los recuerdos y criadero de polillas y ácaros, sino dieciséis. ¡Dieciéseis coches llegué a contar en la granja! Había días que me levantaba de la cama sin otro aliciente que el de descubrir un nuevo coche entre esos pocos acres de terreno. Pero no sólo tenía coches, también tenía varios tractores de varios modelos y dimensiones que se iban enterrando ellos mismos bajo el polvo, el barro, las hojas secas y las balas de heno mohosas que se replegaban a su alrededor.

Nos sentamos los tres en la mesa para cenar. Los chuletones de cerdo eran enormes: gruesos, carnosos y largos. Los acompañábamos con arroz hervido que Kris tenía preparado. Y en el tiempo que yo tardé en comerme un chuletón y un poco de arroz, Kris se tragó cuatro y repitió con el arroz. Comía a una velocidad de vértigo y con voracidad. Mientras yo cortaba un pedazo de carne y me lo dirigía a la boca, él ya se había llenado la boca con media chuleta, un generoso trago de cerveza y un eructo seguido de su clásico "excuse me".
Y en medio de la cena oí llegar un coche. Oí apagar el motor, un portazo y la puerta del porche que se abría. Mi hermano, dijo Kris con la boca llena y sin apartar la vista de su plato. Como la casa es prefabricada y se sustenta sobre unos finos pilares a medio metro sobre el nivel del suelo, los pasos siempre provocan un temblor en el suelo que se siente por toda la casa. El hermano de Kris provocó un terremoto al entrar en el porche y un maremoto en mi pequeño vaso de agua con cal que tenía sobre la mesa. Dos golpes secos sobre el suelo me dijeron que acaba de desplomar sus zapatos para entrar descalzo en casa. Abrió la puerta y apareció. Good evening, nos dijo. Si Kris me había parecido grande en el momento en que le vi, su hermano me pareció gigantesco. A un palmo para rozar el techo con su cabeza, el hermano se presentó ante mí y me dijo: Hola, soy Erik. Le estreché el trozo de mano que cupo en la mía e inmediatamente bajé la vista a sus pies. Quería ver cómo era un pie número cincuenta. Pero era tan grande este ejemplar de neanderthal, que el pie, en proporción con el resto de su cuerpo, no parecía tan grande. Me voy a la cama, good night, nos dijo. Y sin decir nada más, desapareció por el pasillo camino de su gruta.

Tras unos minutos de calma, se oyó llegar otro coche. Alguien entró por la puerta del porche. Tamara, dijo Kris. Tamara es la novia de Kris, vive en Calgary y suele venir un par de veces a la semana. Hola, soy Tamara, me dijo. Yo me levanté y le di la mano. Tamara es una chica normal: ni fea ni guapa, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni muy habladora ni muy callada. Por el aspecto debe de ser siete u ocho años menor que Kris y trabaja en el mercado de Calgary vendiendo verdura de cultivo ecológico, probablemente fue allí donde Kris le echó el guante.

Al rato de terminar la cena, cuando ya nos íbamos todos a acostar, Kris me dijo que me iba a enseñar mi habitación. Le acompañé con mi mochila al hombro por el pasillo oscuro por donde había desaparecido Erik hasta que se paró delante de una de las puertas. Aquí, me dijo. Abrió la puerta, encendió la luz y se apartó para dejarme paso. La visión no pudo ser más escalofriante. No hacía ni cuarenta y ocho horas que había dejado el paradisíaco lodge de Roswitha en las Rocosas, de modo que el golpe con la realidad que mis ojos atestiguaban fue todavía más fuerte. La habitación era un cubículo de unos siete metros cuadrados con suelo enmoquetado de color verde. Las paredes estaban empapeladas con un papel blanco con flores de color rosa. Aunque lo cierto es que de blanco le quedaba poco, como todo aquí. El papel tenía ese color amarillento que, junto al diseño kitsch de las flores, la moqueta y el mobiliario compuesto por un armario empotrado y una mesita de noche sucia, rota y llena de revistas viejas, te indicaba sin lugar a dudas que aquella habitación tenía más de treinta años de uso y abuso. Todo estaba roto: El papel de las paredes levantado en las esquinas, la mesita desconchada, el techo con manchas de humedad y grietas, y la cama chirriaba con sólo respirar. Allí permanecí largo rato, tumbado en la cama boca arriba y con las manos en la nuca, contemplando lo que me rodeaba. Se me ocurrió mirar debajo de la cama, y encontré lo que me temía: basura. Cajas de cartón abiertas y llenas de polvo y ropa vieja, una videoconsola de los años ochenta con los cables de los mandos liados a una de las patas de la cama, una tortuga ninja de plástico y no sé cuántas cosas más. A los pies de la cama había dos bolsas de basura blancas atadas con un lazo rojo llenas de objetos. Eché un vistazo y vi que estaban llenas de películas de video, videojuegos y ropa vieja, siempre ropa vieja.
La primera impresión de todo aquello no podía ser peor. Decidí no alargar más ese día fatídico y apagué la luz para no seguir mirando. Cogí mi ordenador portátil para escribir algo y me acordé de que Tuan me había grabado algunas películas de Walt Disney, películas que no pensaba ver nunca, pero en un momento de máxima decadencia y miseria humana, se me antojó apetecible endulzar mis ojos y borrar, con la inocencia de estas películas para niños y vietnamitas raros, las grotescas imágenes que aún se agolpaban en mi retina y me obligaban a permanecer despierto. Así que me puse los auriculares y me calcé El Jorobado de Notre-Dame en dibujos animados y en inglés. Lo cierto es que la película me ayudó a evadirme de la cruda y sucia realidad que me rodeaba. Me identifiqué con el pobre Quasimodo, encerrado de por vida en esa catedral lúgubre, fría y solitaria de la ciudad del Amor, en la que pasaba las horas esperando la oportunidad que le hiciera escapar de allí. Y fue entonces, cuando no llevaba ni media hora de película, cuando sucedió algo del todo inesperado. De repente mi cama comenzó a moverse. Primero de forma muy suave y después más fuerte. Al principio pensé que Erik se había levantado para ir al lavabo, y el temblor del suelo hacía mover la cama. Pero después la cama se movió más bruscamente, como si hubiera un verdadero terremoto sacudiendo todo aquel altiplano canadiense. Yo, que aún estaba con los auriculares puesto y sin oir nada del exterior, me los quité de golpe para averiguar lo que sucedía. Mi cama seguía moviéndose, cada vez con más fuerza, con el sonido chirriante de los muelles oxidados que soportaban mi peso, y no lograba averiguar el por qué, todo permanecía en silencio. Me incorporé lentamente con la intención de levantarme y salir afuera, y fue entonces cuando escuché. Tamara gemía de placer en la habitación de Kris. Entre su habitación y la mía quedaba el mísero labavo de paredes de cartón piedra, y la casa prefabricada, incapaz de resisitir los rítmicos embates del corpachón de Kris, parecía que se iba a desmontar de un momento a otro. Allí estaba yo, en la granja ecológica en medio de la nada, enterrado entre basura, a oscuras, con un primer plano de la cara de Quasimodo en pausa, pensando que la casa se caía, sintiéndome protagonista de la versión porno de los tres cerditos, soportando las sacudidas del ario y escuchando la aria de la soprano de medianoche. Volviéndome a poner los auriculares, deseando más que nunca el despuntar del alba, volví a la película de Walt Disney. Y mientras mis ojos se llenaban de infantil inocencia, mi cama siguió temblando de lujuria. Poco a poco, mecido en esa cuna en que se había convirtido mi cama, mis párpados bajaron el telón de aquella tragicomedia. Y de este modo llegó a su fin mi primer día de lo que iban a ser unas largas dos semanas de trabajo intenso y lucha diaria por la supervivencia.


Continuará...


La granja. (Zona de reeducación de prisioneros)

lunes, 8 de septiembre de 2008

Maneras de vivir

Tuan es el ejemplo perfecto de mentalidad asiática. Cuando iba a la escuela en Hanoi, se esforzó por sacar buenas notas, su sueño era ir a la universidad para estudiar ingeniería. Y lo quiso hacer en occidente, concretamente en Francia. Cuando llegó el momento, pidió una beca para estudiar en Lyon y se la concedieron. Allí lleva tres años, donde, según me dice, lleva una vida de monje de clausura levantándose a las seis para ir a la universidad y acostándose a las dos después de pasar siete horas en la facultad y cinco horas estudiando y haciendo deberes. Los fines de semana los dedica a recuperar las horas de sueño perdidas. Llegó a Francia unos días antes de empezar las clases, sin tener ni idea de francés. Disciplinado como él solo, iba a clase sin enterarse de nada de lo que decía el profesor y, al llegar a casa, sacaba el libro e iba traduciéndolo palabra por palabra con un diccionario francés-vietnamita. Con el tiempo fue aprendiendo francés, pero francés técnico, el de su especialidad. El de la calle lo conoce poco, es un terreno que no frecuenta. Por lo que se desprende de sus comentarios, su vida social es nula, porque dice que no tiene tiempo. Tuan tiene tres ordenadores portátiles. Como buen asiático, sabe todo sobre informática y juegos de ordenador. Además tiene la vida planificada al milímetro. Acabará su licenciatura dentro de tres años, después irá a hacer un máster en Singapur. Entonces tardará menos de tres meses en encontrar trabajo, según le dicen las estadísticas de los que terminan su carrera. Ese será el momento de realizar su sueño más preciado: entrar al servicio de una compañía importante como ingeniero y trabajar y trabajar hasta que se muera o le jubilen. Dice que en su trabajo es normal trabajar diez horas al día, llevándose algún que otro trabajito a casa los fines de semana, por si uno se desespera ante el panorama desolador de tener 48 horas libres. Y después de trabajar muchos años y haber ganado mucho dinero, me dice que se casará con una mujer joven y vietnamita, preferentemente virgen, y tendrán dos hijos. Tuan decidió venir a Canadá hace cosa de un año, tiempo que empleó para programar su viaje concienzudamente. Ha venido para quedarse dos meses, con la exclusiva intención de mejorar su inglés. Meses antes de venir, contactó con todas las casas en las que pretendía hospedarse, y fue acordando el tiempo que iba a permanecer en cada una de ellas para poder ir enlazando una con otra sin el peligro de caer en el azar de un día sin techo.
Hace unos días fuimos al lago Louise, maravilloso espectáculo natural que sólo se puede ver en América. Yo me senté en un banco para contemplar el lago y el glaciar grandioso que quedaba detrás. Él se sentó a mi lado y le dije que todo esto era espectacular. Cuando le miré, vi que estaba tecleando su iphone, y lo único que me contestó, mientrás miraba la pantallita, fue: "sí, pero no hay cobertura". Después sacó su cámara e hizo un par de fotos al lago que se asomaba por su objetivo.

- ¿Y dónde vas después de aquí? - me preguntó Tuan un día mientras desayunábamos.
- Pues no sé, tengo que enviar e-mails las próximas semanas, a ver dónde hay un sitio. - le contesté.
- Pero, ¿cómo? ¿Es que no has planificado el viaje? - me dijo muy sorprendido.
- No, ¿para qué? Ya encontraré algo.
- Oh, no, no, no. ¿Lo dices en serio? ¿No sabes adónde vas a ir? - Tuan no salía de su asombro.
- No, y además creo que es mejor así. Puedes cambiar de planes cuando quieras.
- Pero no se puede cambiar de planes, hay que tener un programa y seguirlo, si no todo te puede salir mal. Y además te puedes perder algo que quisieras ver.
- Si quiero ver algo voy y lo veo.
- Oh, estás loco. ¿Y cuándo vuelves a España?
- No sé, no he comprado el billete de vuelta.

Esto ya fue demasiado para Tuan y decidió no hacer más preguntas. Tuan siempre me dice que eso de que el tiempo es oro es mentira, que el tiempo vale más que el oro porque con el oro o el dinero no se puede comprar el tiempo. Y yo de broma le digo que para qué quiere tanto tiempo, y él, ajeno siempre a la ironía, me contesta que para hacerse rico. Yo le pregunto que para qué quiere hacerse rico, pero nunca logro sacarle una respuesta clara. Este tipo de preguntas no se suelen hacer, así que supongo que no está dentro de sus planes tener una respuesta a mano. Hacerse rico es un fin en sí mismo, pensará.
Tuan se pasa el día encerrado en la oficina de la casa desde que Roswitha le dijo, dada su habilidad con los ordenadores, que si podía ayudarla a hacer una página web. Se lo ha tomado muy en serio, y desde que se acaba el desayuno hasta que se acuesta, está enfrascado en su tarea. Está preocupado porque no sabe si tendrá tiempo suficiente para terminar la página antes de que se vaya.

- Me voy el día 7 de septiembre, Luis, y si no trabajo más por las noches no voy a terminar. - me decía muy apurado.
- Pero tú estás aquí para trabajar cinco horas al día. Roswitha no nos pide más.
- No, no. Si no lo termino, todo el trabajo habrá sido para nada.
- Pero ella te he dicho que no hay que acabarlo, sólo pedía tu ayuda porque te ibas a quedar aquí un mes, y algo tenías que hacer.
- No, tengo que acabarlo. Me he hecho un horario y si lo sigo, para el día 7 estará todo terminado.

Seguir el horaria consistía en pasarse todo el día tecleando en la oficina y varias noches en vela aporreando su portátil desde la cama. Se pasaba el día hablándome del día 7, el día que todo tenía que estar hecho. El día 7, el día que volvía a Francia, a Lyon, a su vida de monje franciscano. Y deseaba que ese día llegase, quería volver a la facultad, a su día a día. Dos meses de vacaciones era mucho tiempo perdido.

- Luis, ¿sabes qué día es hoy?
- No sé... ¿martes?
- No, no, hoy es sábado, pero digo qué día del mes es hoy.
- Pues no tengo ni idea, Tuan.
- Uno de septiembre, me quedan seis días para irme.
- Te vas a ir y no habrás terminado tu trabajo, y Roswitha se enfadará contigo y con razón. - le dije.
- No, no, el día 7 tiene que estar todo listo.

Y así transcurrió la que iba a ser la última semana aquí, con la obsesión del día 7 en todo momento y conversación. A Roswitha le dijo que el siguiente lunes era el día de su partida, y Roswitha, tan amable como siempre, se ofreció a llevarnos hasta Golden para coger el autobús. A mí, que me daba igual irme un día que otro, decidí que lo más cómodo sería irme el mismo día, así aprovechaba el viaje a Golden. Dos días antes, había contactado con una granja cerca de Calgary, ciudad en la que Tuan tomaría el avión y donde Leslie vivía. Aprovechando que Leslie se había ofrecido para dejarme dormir en su casa si tenía que pasar por allí, le envié un e-mail diciéndole que sí, y que al día siguiente alguien me llevaría a la granja.

El domingo por la noche Tuan estaba muy excitado.

- ¿Has hecho ya la maleta? - me preguntó.
- No, la haré mañana por la mañana, que ahora no tengo ganas, quiero dormir.
- ¿Mañana? Tienes que hacerla ahora, mañana es el día de irnos.
- Pero nos vamos tarde, a las once y pico.
- No, no, no. Así luego se olvidan las cosas. Yo la voy a hacer ahora, porque además no podría dormir. Nunca puedo dormir la noche antes de un viaje.

El lunes por la mañana, Tuan apareció por el comedor ojeroso y con cara de preocupado, mirando a todas partes.

-¿Qué te pasa, Tuan?
- No encuentro mi cartera. - me dijo mientras seguía escrutando todo los rincones de la casa con sus ojos miopes enmarcados en cristal. Miró por toda la casa, revolvió todos los papeles de la oficina de Roswitha por si la había dejado allí la noche anterior. Deshizo su maleta para comprobar que no estuviera en algún bolsillo o entre la ropa y volvió a hacerla de nuevo y al final, tras una hora buscando, vio que estaba en su mesita de noche.
Fue entonces cuando empezamos a desayunar en la mesa del comedor con Roswitha. Willy se había despedido de nosotros antes porque se iba al bosque a cortar unos árboles. Nuestras maletas ya estaban en la puerta de entrada para salir en cuanto terminásemos, habíamos cambiado las sábanas de nuestras camas por otras limpias para cuando llegara la siguiente tanda de viajeros, le estábamos diciendo a Roswitha lo bien que habíamos estado en su casa mientras ella escribía una carta a no sé quién cuando...

- Hoy es lunes ¿día? - preguntó con el bolígrafo en la mano cuando estaba a punto de terminar la carta.
- Siete. - dijo Tuan, - Lunes siete de septiembre.
- ¿Seguro? - dijo Roswitha, que esperaba para escribir la fecha en su carta.
- Sí, sí, seguro.
Pero en ese momento pasó por mi cabeza lo siguiente: "Prisión para cuatro de los seis mariscadores por la venta de vieiras ilegales". Era la noticia que había leído en el diario El Mundo esa misma mañana, y recordé que la fecha que llevaba era la del 8 de septiembre, información que en aquel momento me pasó inadvertida.
- ¡Hoy es ocho, Tuan! - grité.
- No, no, no. Hoy es siete. - me decía.
- Que no, que no. Ve a por tu móvil.
Se fue a su habitación a por el móvil y, cuando a los pocos segundos escuché que volvía corriendo, supe que no me había equivocado.
- ¡Es ocho, es ocho! ¡Mierda! - decía Tuan mirando a Roswitha desesperado, con la voz temblorosa y sin saber qué hacer.
- ¡Oh, my God! - repetía Roswitha.
El cuerpo de Tuan, literalmente, temblaba, y con él su voz.
- ¿Estás preocupado, Tuan? - le dijo Roswitha.
- Un...un poco...- dijo Tuan preocupadísimo.
- Bien, entonces toma el teléfono y llama a la compañía aérea con esa voz. Hay que buscar una solución. - le dijo Roswitha poniéndole el teléfono en la mano.
Pero el pobre Tuan no reaccionaba. Además de estar colocado fuera del área de su planificación, estaba avergonzado. ¡Cómo pudo cometer un error tan grande en su planificación! Al cabo de un rato se agarró a su ordenador portátil, en busca de seguridad y del teléfono de su compañía aérea. Encontró el teléfono, llamó con la ayuda de Roswitha, pasaron un buen rato llamando a varios sitios, anotando otros teléfonos, explicando lo sucedido varias veces, recitando el número de vuelo, el número de la Visa, el número del código de reserva de no sé qué. Y después de todo eso, una voz de mujer le dijo que lo sentía, pero que la única solución era comprar otro billete para el día 11 de septiembre. Apesadumbrado, el vietnamita pagó por volver a casa un día que difícilmente podría olvidar, un día fuera de sus planes, fuera de los planes de todo el mundo.

- Tuan, mírame. - le dije cuando salía de la oficina tras colgar el teléfono, con su portátil en una mano y los papeles de la reserva de su vuelo en la otra.
- Clic. - hizo mi cámara de fotos.
- A esta la voy a titular: Mister plans loses his plane. (El señor planes pierde su avión)
Y Roswitha se rio conmigo.

Al final, Tuan pagó quinientos euros por el vuelo Calgary-Toronto-París y otros ciento y pico por el de París-Lyon. Yo llamé por teléfono a Kris Vester, el propietario de la granja a la que iré, y le dije que en lugar del martes, que me esperase el viernes. Él me dijo que ok, y yo le dije que vale.



sábado, 6 de septiembre de 2008

La cena.

A las siete de la tarde empezamos una cena que se alargó hasta pasadas las diez y media. No fue por el menú pantagruélico, que no lo era, sino porque habían venido viejos amigos de Roswitha y la sobremesa se hizo reposada. Era una pareja con una hija de veintisiete años. El marido se llamaba Ron y la mujer Louise, que se pronuncia igual que Luis. Cuando el personal se percató de lo problemático del nombre, optaron, por un acuerdo tácito, en afrancesarme, y me empezaron a llamar Luí y le cedieron la ese a la señora. Yo, Conchita entre franceses y con nombre de mujer entre anglosajones, me senté al lado de la veinteañera, quizá para comprobar si aún me quedaba algo de hombría después de tanta coña marinera. El caso es que Leslie, que así se llamaba la muchacha, no paró de hablar en toda la cena con esa voz de pito que tienen muchas chicas anglófonas. En la mesa también había otra pareja que había venido para hospedarse dos días en este caserío. Ella era una cantante canadiense de veintilargos que se llama Christina Martin y él su novio fagotizado por el don de gentes y desenvoltura que la cantante demostraba en el trato con los demás. Al parecer la cantante de pop-folk es relativamente famosa por estas latitudes, digamos que su fama estaría en un punto intermedio entre Estrellita la Moderna y Madonna. Había venido aquí porque actuaba en Golden la noche siguiente. La artista iba vestida de artista, con su camiseta de manga corta y escotada y su bufanda de lana enrollada al cuello, para no perder agudos. Me di cuenta de que estaba compartiendo mesa con un vietnamita, una pareja de austriacos, una cantante de Nueva Escocia, su novio de origen ucraniano y los tres amigos de Alberta. Pero a pesar de lo colorido del grupo, lo cierto es que la conversación se mantuvo en unos tonos de gris muy aburrido. Situación que me obligó a permanecer callado, mientras me acariciaba la barba que me he ido dejando estos días. Para muestra, incluyo un extracto de conversación que se mantuvo allá por el segundo plato:

En un momento de silencio, la cantante se fijó en el vietnamita y le preguntó:

- Tú eres de Vietnam, ¿verdad?.
- Sí. - contestó Tuan.
- Debe de ser muy diferente de esto. Dime, ¿qué animales hay en Vietnam?
Y entonces Tuan se puso a recitar los nombres de todos los animalitos de la selva.
- Pues...tenemos serpientes...eh...escorpiones, ratas, peces, ranas, pájaros exóticos...no sé...
- ¿Tenéis osos? - preguntó la cantante. Para el lector que no lo sepa, en Canadá todo el mundo tiene una fijación extraña por los osos, siempre se acaba hablando de ellos. Incluso te llevan a verlos, como a mí, que me llevaron ayer a ver un grizzly en una montaña.
- No, osos no. - contestó Tuan con su risita oriental.
- ¡Y os coméis las serpientes! - gritó uno desde el otro lado de la mesa alegremente. Tuan se rió con su risita oriental y nerviosa, como siempre que tiene que hacer frente a una situación social.
- Sí, sí...Sobre todo las venenosas, es un plato muy sabroso. - contestó el vietnamita hablando en serio.
- Roswitha, no habrás puesto serpiente en el menú de hoy, ¿eh? - dijo uno de los graciosos de la mesa. Roswitha había estado en Vietnam el verano pasado, ella sola, con la mochila al hombro y sus sesenta y cuatro años de peso a la espalda.
- Sí, ¡la más venenosa! - gritó Leslie. Y todos se rieron.
- Eso se lo tenéis que preguntar a Luí, que ha sido el chef.- dijo Roswitha señalándome con el dedo. Aquel dedo acusador dirigió todas las miradas hacia mí. ¡Mierda! pensé, ahora tendré que torear todas las gracias que me hagan. Yo, que estaba aquí sentado tan tranquilo intentando pasar desapercibido.
- Venga, Luí, dinos la verdad, ¿en qué plato has puesto la serpiente? - Me dijo Willy, el marido de Roswitha. Los ocho comensales se me quedaron mirando, esperando mi respuesta. Y díganme ustedes, queridos lectores, cómo podía yo, que hacía un segundo rumiaba mi planto despreocupadamente, ordenar a todas mis neuronas que se pusieran en marcha y me diesen una chorrada ingeniosa en un instante y en un idioma que no es el mío para deleite del personal. Tras unos microsegundos esperando con agonía el disparo de algún neurotransmisor que encendiera la bombilla, opté por la salida más fácil y cobarde.

- Oh, lo siento, no entiendo, no entiendo. - dije con una sonrisita piadosa.

Pero es sabido que el Maligno se esconde en lo baladí, y la cantante, pensando que me ayudaba, volvió a formular la pregunta con lentitud, vocalizando y gesticulando.

- ¿En-qué-plato-tú-poner-serpiente? - y señaló su plato cuando dijo plato, y me señaló a mí cuando dijo tú y retorció su brazo cuando dijo serpiente. No tenía escapatoria, esto era un inglés muy básico, no podía fingir no entender nada después de haber hablado con Roswitha largo y tendido sobre la ocupación nazi en Austria la semana pasada.

- Ah, ok, ok...entiendo...eh...No, en ninguno, no, en ningún plato...no.

Y durante unos segundos todos se quedaron mirándome, probablemente pensando que yo debía de ser medio retrasado o algo así.
Por suerte, la señorita Leslie no tardó en desviar la atención de todos con una de sus historias, referente a no sé qué cosa que le pasó a una amiga cuando quiso devolver un pantalón que le venía estrecho.
Hay un tema recurrente que me lleva persiguiendo media vida. Me di cuenta en esa cena, cuando uno de los comensales lo sacó sin venir a cuento. Es el tema: "En Alemania no hay límite de velocidad". Yo no sé cuántas veces habré estado en una reunión donde no haya uno que diga esta frase. Es una frase que levanta pasiones. Como si el límite de velocidad fuese una represión del espíritu humano y las autopistas alemanas la catarsis que todo conductor frustrado ansía. Yo, que detesto los coches y mucho más conducir, me mantuve en silencio, observando el transcurso de la conversación, acariciando mi barba y dejando que la asociación libre de ideas se fuese sucediendo entre el grupo. Como casi todos los presentes habíamos estado al menos una vez en Alemania, empezó la tanda de anécdotas. Uno aseguró haber visto un coche en la autopista que iba a más de doscientos, otro afirmó haber sido testigo de una carrera ilegal en las inmediaciones de Berlín, otro, que nunca estuvo en Alemania, dijo que había oído decir que en Italia también había carreras de esas. Las historias se salpicaban con algún ¡Oh, my God! proferidos por el público de vez en cuando, que significa oh, Dios mío. Yo también lancé alguna exclamación de ese tipo sin saber muy bien si era el momento adecuado o no, pero servía para alborotar y para hacer ver que me integraba.

Para cuando llegó el postre - tarta de calabaza -, Willy me dijo que me había buscado una novia. Una viuda de setenta y seis años que le gustaba los jovencitos, y que él y Roswitha conocían de no sé qué. Yo le dije que con señoras de sesenta y siete todavía, pero que de setenta y seis nada. Luego uno dijo que China estaba creciendo mucho, y otro dijo que sí, que eso era bien cierto. Después, casi a las diez y media, la cantante dijo que un día, dando un concierto en un bar, un hombre empezó a gritar y ella tuvo que parar y decirle que por favor se comportara, pero el hombre no hizo caso y le tuvieron que echar. Y luego otro, que miraba callado y se acariciaba la barba, simulo que iba al servicio. Y como uno de esos maridos que un buen día desaparecen al ir a comprar tabaco, ya no volvió.