domingo, 24 de agosto de 2008

Kicking Horse River. Rafting en las Rocosas.

I. EL CAMPAMENTO.

Bajo un cielo gris que derramaba con furia el agua de sus nubes, guarecidos en la espesura del bosque a escasos metros del río, nos calentábamos como podíamos alrededor de la inmensa hoguera donde asábamos carne de buey. El fuego nos enrojecía la cara, la carne, gruesa y grasienta, nos oscurecía las manos con su sangre caliente y espesa. Llevábamos todo el equipo puesto, y los chalecos salvavidas ajustados al pecho para guardar el calor que se escapaba por nuestras empapadas extremidades. Allí, en el corazón de las Montañas Rocosas, rodeados de niebla y montañas que clavaban en el cielo sus afiladas cumbres nevadas, esperábamos el momento para medir nuestro valor con la salvaje fuerza con la que la naturaleza había dotado a tan inhóspito lugar. Tuan, el vietnamita, El Resistente, se levantó y se acercó a la orilla del río. Sus ojos permanecieron atentos a la bravura de sus aguas, midiendo el riesgo de la acción que en pocos minutos íbamos a llevar a cabo, tomando conciencia del peligro que suponía tan osada hazaña. Me acerqué a él ¨¿Estás preparado?¨. ¨Yo siempre estoy preparado¨, me contestó con determinación. El cielo se tornó más gris y la lluvia arreciaba con más fuerza. En pocos minutos el campamento se convirtió en un barrizal repleto de charcos bajo unos abetos centenarios incapaces de protegernos de semejante aguacero. Los Cuatro Jefes, que hasta ese momento habían permanecido reunidos y apartados de nosotros, se acercaron a nuestra hoguera con paso enérgico. Los ojos de los treinta hombres y mujeres allí congregados observaron a aquellas cuatro figuras decididas. ¨¡Atención todo el mundo!¨ dijo uno de los jefes ¨El equipo Alpha embarcará el primero, en aquella barca. El equipo Beta lo hará inmediatamente después en aquella otra, y los equipos Delta y Omega deberán ir a aquella zona de arena donde les esperan dos embarcaciones más. ¿Ha quedado claro? ¡En marcha!¨.
Enfundados en trajes de neopreno negro, con los chalecos salvavidas empapados de agua por fuera y de sudor frío en nuestras espaldas, con los cascos incrustados en el cráneo y el remo al hombro, nos dirigimos corriendo a nuestras embarcaciones. Tuan, el que todo lo resiste, y yo, pertenecíamos al equipo Omega, y nuestra barca nos esperaba amarrada a la orilla pedregosa del río a cien metros del campamento. Nuestro jefe, al ver a nuestro grupo formado e impaciente por entrar en acción, se acercó a nosotros y nos habló de este modo: ¨Equipo Omega: Soy uno de los Cuatro Jefes de este río. Mi nombre es Pat, El Indómito, y mi misión es llevaros sanos y salvos hasta Golden, el poblado donde terminará nuestra aventura. Este río, el Kicking Horse River, es, como podéis comprobar, un río caudaloso, de treinta metros de ancho y cinco de profundidad, y de sus entrañas sobresalen rocas del tamaño de bisontes. Para que todos lleguemos con vida debemos formar un equipo compacto y disciplinado. No toleraré iniciativas propias, no toleraré desobediencias y, por supuesto, no toleraré actitudes cobardes. Quien crea que esta empresa va más allá de sus fuerzas, quien tenga alguna duda sobre su valor, su capacidad de sufrimiento, su resistencia o su osadía, que abandone ahora o no tendrá oportunidad de hacerlo más adelante. ¡¿Ha quedado claro, equipo Omega?!¨ De inmediato las montañas repitieron mil veces nuestra rápida y unánime respuesta: ¨¡Sí, señor!¨ Nuestro jefe Pat, El Indómito, nos miró con orgullo, viendo en nuestros ojos la determinación que nos pedía, comprobando que su equipo era digno de merecer el privilegio de su caudillaje. ¨Entonces, ¡todos a sus puestos!¨. Siete éramos los elegidos, siete los sometidos con orgullo a las órdenes de nuestro jefe Pat, catorce los brazos dispuestos a remar hasta el final del río o de nuestras vidas, catorce las compactas piernas que se hundían en el agua y entre las piedras para meter la barca en la profundidad de un río que se iba a convertir en un infierno helado, entre aguas que reflejarían todos nuestros miedos.


II. LAS ROCAS.

Subidos todos en la barca, colocados cada uno de nosotros en nuestro lugar correspondiente, calculando las distancias y asegurándonos de que la posición era la adecuada, comenzamos el descenso por el río. ¨¿Sabes nadar?¨, me preguntó el hombre grande y recio que tenía delante de mí. ¨Sí, sé nadar¨, ¨Bueno, lo comprobaremos en diez minutos¨, contestó riendo. En ese momento el jefe Pat habló: ¨¡Atención todos! Quiero que prestéis total atención a las órdenes que debéis memorizar de ahora en adelante, ¿entendido? Cuando diga Left forward, los que estáis a la izquierda deberéis remar con fuerza, cuando diga Right forward, lo haréis los de la derecha y al grito de All forward remaremos todos a la vez. A la voz de Hold on, todos, absolutamente todos, os agarraréis a las cuerdas que atraviesan la barca por el medio, significa que entramos en una zona de rápidos muy peligrosa. No soltéis jamas los remos y no levantéis los pies del suelo. Cuando oigáis Right back, Left back o All back haréis lo propio pero remando hacia atrás. Significa que estaremos sorteando una roca del tamaño de un bisonte, chocar contra una de ellas sería nuestra perdición, tendréis tiempo de comprobarlo. ¡Y ahora, equipo Omega, remad! Gritamos todos celebrando el ansiado comienzo. Remamos juntos, rítmicamente, como un solo y monstruoso organismo que se adentra temerariamente en unas aguas revueltas y oscuras, por un río que serpentea un cañón de inmensas proporciones, oculto bajo un manto frondoso y oscuro de bosques vírgenes. ¨Dime, compañero, ¿quién eres y de dónde has venido?¨, dijo el hombre recio. ¨Soy Luis, El Errante, y vengo de Hispania. Dime, hombre recio, ¿quién eres tú?¨. ¨Soy Klaus, El Invicto, y vengo de Germania. He venido al Nuevo Mundo, descubierto por el coraje de tus antepasados, para medir mis fuerzas ante la naturaleza salvaje. Dime, Luis, El Errante, ¿qué propósito persigues tú?¨. ¨Yo he venido para atravesar todo el Canadá, tierra de las nieves perpetuas, de oeste a este, por campos, bosques, montañas, ciudades, pueblos, ríos, lagos, mares e islas. Seis meses separarán el inicio del fin de mi odisea, tiempo en el que recorreré una distancia similar a la que separa tierras lusitanas de tierras caucásicas¨. Y Klaus, El Invicto, impresionado ante el aplomo y convicción de mis palabras, dijo: ¨¡Por Tor! ¡Sangre de conquistador aún tus venas portan! Ten por seguro que no permitiré que derrames ni una gota en estas traicioneras aguas¨.

Remábamos con todas nuestras fuerzas, hundiendo nuestros remos en la turbulencia oscura que nos conducía directos a las primeras rocas. ¨¡Rocas, rocas! ¡All back!¨, gritó nuestro jefe. A su orden siguió un único grito producido por siete gargantas que descargaban así la tensión de unos brazos hinchados de sangre y decisión. A pocos metros de nosotros el primer conjunto de rocas nos barraba el paso. Las rocas, grandes como bisontes, oscuras como sus intenciones, envueltas por las frías olas que se estrellaban contra ellas con violencia, parecía que esperaban impávidas el más mínimo error de cálculo para convertirse en piedras de sacrificio. ¨¡All back, all back!¨, volvió a gritar nuestro jefe al ver que la embarcación se iba aproximando a ellas. ¨¡Estamos muy cerca!¡Sólo un milagro nos desviará lo suficiente para no chocar!¨, gritó Klaus. En ese momento, cuando las rocas se hacían más grandes a nuestros ojos, cuando no faltaba ni un suspiro para chocar frontalmente contra ellas, Pat, nuestro jefe, El Indómito, habló: ¨¡Pasaremos por encima de ellas!¡All forwaaaard!¨. No dábamos crédito a lo que acabábamos de oír. Nuestro jefe pareció haberse vuelto loco, nos conducía hacia una muerte segura, destrozaríamos nuestros cuerpos sobre aquellas rocas del infierno y luego quedaríamos sepultados para siempre bajo aquellas aguas. ¨¡Remad con fuerza!¡Confiad en El Indómito!¨, gritó un hombre que encabezaba la embarcación. Bajo una intensa lluvia, sobre unas aguas marrones por el lodo, con el frío omnipresente que nacía de ese río proveniente de glaciares, plasmamos nuestra ciega confianza en el caudillo con una sola y suicida acción: remar hacia las rocas.


III. LOS DIOSES.

La fuerza de las olas, al acercarnos más a las rocas, nos hizo pensar en una tempestad en alta mar. Rápidamente nuestra barca se elevó impulsada por las olas, y las rocas, aquellas rocas que ansiaban nuestro fin, se preparaban para recibirnos de inmediato. Todos nosotros seguíamos remando, y nuestro jefe, que remaba en la parte trasera de la barca con unos remos de seis metros de longitud, miraba con furia y con los dientes apretados hacia delante, absorto en aquel momento decisivo. Entonces nuestros corazones se encogieron. Nuestro jefe, Pat, El Indómito, remando con un solo remo, giró de repente la barca cuando faltaba un metro para llegar a las rocas y entonces gritó la orden: ¨¡Agarráos a las cuerdas!¡Ahora!¨. La eternidad se condensó en un instante sin rastro de tiempo. Las catorce manos que remaban hacia la muerte, de pronto se cerraron en catorce puños que apresaron las cuerdas que nos juraban la vida. Y la barca, que se dirigía de lado hacia las rocas, se elevó de repente y en casi posición vertical sentimos en nuestros cuerpos la colisión. Una ola enorme, nacida del choque lateral, nos envolvió mientras seguíamos agachados y cogidos a las cuerdas. La ola se derrumbó sobre nuestros cuerpos y por un momento todos nosotros no vimos más que agua gélida y marrón envolviendo una barca que se deformaba por la presión con las rocas. Estábamos empapados, aterrados, sentíamos las rocas bajo nuestros pies y rodillas y rezábamos a nuestros dioses para salir airosos de esa prueba de valor. Pero nuestro jefe Pat mantenía la calma, sabía que ninguna fuerza natural podía escaparse a su férrea determinación. La barca, acumulando agua en su interior, empujada en todas direcciones por un remolino de fuerzas convergentes y aplastada por delante por más rocas, empezó a elevarse por encima de ellas como si tuviera vida propia. Desgarrando su estómago sobre la dura roca, aquella barca dirigida por los dioses pasó por encima de nuestra pesadilla y cayó al agua pesadamente al salvar todas las rocas. ¨¡Equipo Omega!¡Levantáos, ya pasó el peligro!¨, gritó Pat, El Indómito. Al levantar nuestros cuerpos dirigimos nuestras miradas al hombre que profería impasible aquellas palabras. Pat, El Indómito, remaba con sus dos remos de seis metros, empapado de agua, fuerza y gloria, con la mirada siempre fija hacia delante, obstruyendo con su musculatura la visión completa de un enemigo que amenazó con darnos su principal característica: la rigidez eterna.
Cuando estábamos todos incorporados y remando de nuevo, cuando las aguas, aunque turbulentas, evolucionaban en una relativa paz, uno de nosotros llamó la atención al resto de este modo: ¨¡Mirad! ¡Allá arriba, en la montaña! ¡Un cabra montesa!¨. ¨¡Cierto! Allí está, subida a esos peñascos. ¡Es de color blanco reluciente!¨, dijo Tuan, El Resistente. ¨Nos está mirando, ha sido testigo de nuestro peligro¨. Klaus, El Invicto, se puso en pie sobre la barca y habló: ¨¡Por Tor! Es un emisario de los dioses. Ha venido para ayudarnos, ella nos ha salvado del peligro. Es un buen presagio¨. Todos empezamos a hablar los unos con los otros, nerviosos y entusiasmados por lo que creíamos era divina visión y amuleto de los dioses. Entre aquel alboroto de gritos y hurras que se amplificaban entre las montañas, la voz de Pat, nuestro jefe, se hizo oír de nuevo: ¨¡Escuchadme todos! Estas montañas, al igual que las márgenes de este río, están infestadas de lobos, coyotes, pumas, osos, zorros y linces. Bastaría con que uno de nosotros se adentrara unos metros por ese bosque para encontrar una muerte segura entre las mandíbulas de cualquier alimaña o depredador. Si los dioses han tenido a bien bendecirnos con la visión de tan manso y majestuoso animal, podemos estar seguros de que navegamos bajo la protección del cielo. Así que demostremos al cielo que somos merecedores de este privilegio¨. Y nosotros, siguiendo las órdenes de nuestro jefe Pat, El Indómito, y agradeciendo a los dioses su protección, continuamos el descenso por el río sin otro objetivo que el de alcanzar la gloria.


IV. LA GLORIA.

De repente un profundo silencio inundó de misterio todo el valle. El agua corría con rapidez pero sin la bravura de antes. Nuestro jefe nos advirtió de este modo:¨¡No os confiéis, Omegas! ¡La zona de rápidos comienza en cuanto pasemos aquella curva! ¿A caso no veis la velocidad que están tomando estas aguas? Bajan apresuradas como soldados voluntarios atendiendo a la llamada del deber, y el deber de este río traicionero es ponérnoslo difícil¨. El agua fría que nos salpicaba la cara y los brazos no era suficiente para templar la adrenalina que hacía hervir nuestras entrañas. Sentados, sin hablar, sin apenas respirar, con los remos sobre las piernas y mirando hipnotizados aquel río, nos dirigíamos a toda prisa hacia una curva flanqueada por montañas de roca viva que ocultaban lo que se avecinaba, en un río que trazaba con su lengua de agua una interrogación perfecta.
Siguiendo adelante y llegando a la curva, el telón granítico se descorrió, y ante nosotros se desplegó un tramo de rápidos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era el momento de que todos nosotros hiciéramos acopio de nuestras fuerzas, era el momento de que nuestro jefe, El Indómito, gobernara la embarcación como sólo los Cuatro Jefes de aquel río podían hacerlo. Tuan, El Resistente, mi compañero vietnamita, clavó sus ojos en los míos, ansiando descubrir la respuesta que esperaba en ellos. ¨Sí, también yo estoy preparado¨, dijeron.
Remamos con furia al grito de All forward, como una jauría salvaje a la captura de una presa imbatible. Descendimos los rápidos resistiendo los choques con las rocas, obedeciendo con disciplina militar las órdenes cada vez más rápidas que nos daba nuestro jefe. Pasamos a través de paredes gigantes de piedra maciza, nos movimos entre cuevas y grutas que, como gargantas sedientas, se tragaban toda el agua que podían. No sabíamos qué clase de monstruos de leyenda habitarían aquellos refugios prohibidos para el hombre, ni si aquellos arroyos que se extendían en casi total verticalidad desde las cumbres de nieve eterna hasta el río, servían de morada cristalina a ninfas, dríadas o nereidas. Vimos restos de vías férreas de tiempos pretéritos, oxidadas y cubiertas de maleza, abandonadas por el hombre temeroso de esas tierras que no han conocido señor. Vimos hombres caer de otras barcas y precipitarse al río con un grito ahogado por el rugir perpetuo de las olas, comprobamos que otras tripulaciones no tuvieron la fortuna de contar con la maestría inigualable de Pat, El Indómito, jefe entre los Jefes. Tuvimos el privilegio de experimentar la sagrada sensación de ser seres diminutos, reducidos infinitesimalmente, en el vasto paraje milenario e inmortal que sobrecogía nuestras almas. Fuimos testigos de los denostados esfuerzos que los equipos Alpha y Delta realizaron en la difícil tarea de rescatar a los hombres que no supieron hacer frente al desafío y que pedían auxilio en el agua. Y después, tras dos horas de frío intenso en todo nuestro cuerpo, de apresar el aliento en una tensión creciente e infinita, alguien gritó las palabras que quedarán rubricadas en oro en nuestras almas para siempre: ¨¡Golden!¡Golden!¨ Los tejados de las primeras casas del poblado aparecieron a lo lejos entre la espesura del bosque. La visión provocó un aullido de júbilo en todas las barcas. Unos alzaron los remos al cielo en señal de victoria, otros abrazaron a sus compañeros con entusiasmo renovado. Habíamos superado cada una de las mortales pruebas que nos puso el río. Atrás quedaba el miedo a las rocas grandes como bisontes, la amenaza de las aguas, la esperanza de los dioses, el silencio de un valle maldito, el estruendo de un río asesino. Nuestras barcas se aproximaron a la orilla de Golden sobre unas aguas mansas, como si hubieran decidido rendirse algunos metros antes de nuestra llegada, sabiendo imposible una revancha. Y fue allí, en las tierra de Golden, donde hablamos de nuestra aventura a todas las gentes que quisieron escucharnos, y con el tiempo, nuestra osadía se convirtió en leyenda.


El valle. El Indómito. La señal de los dioses. El Errante.









viernes, 15 de agosto de 2008

Maddox


Cuando escuché por primera vez el nombre de Maddox me sonó a nombre de ciencia ficción. Un buen nombre para un androide de película futurista, o para un robot bicentenario de novela de Asimov, o algo así. Cuando vi por primera vez a Maddox, yo hacía algo tan terrenal y cotidiano como pasar la aspiradora por el pasillo. El ruido de la máquina me impedía escuchar nada, y el ensimismamiento casi místico que alcanzo mientras busco pelos, motas de polvo, migas y demás pobladores del microcosmos de moqueta me impedía prestar atención a quien me vigilaba con sigilo tras una puerta. Apareció de un salto en medio del pasillo, cansada de esperar a que me diera cuanta de su presencia. Era una niña pequeña, rubia de ojos verdes, descalza, con esa cara alegre y risueña de la edad previa a las vergüenzas.

- Oh, ¿y quién eres tú?- le dije con la voz que se le brinda a los niños.
- Maddox. - me dijo mientras me miraba fijamente. Primero me miró a mí y luego a la aspiradora, después me volvió a mirar a mí y echó a correr riéndose hasta la esquina del pasillo, por la que asomaba la cabeza. La señal era evidente: quería jugar al pilla pilla conmigo y con la aspiradora. Y eso hicimos. Mientras yo aspiraba fingiendo distracción, ella se acercaba sigilosa hacia mí y cuando estaba a un metro le aspiraba los pies en un movimiento rápido. Ella se ponía como loca, empezaba a saltar para esquivar el tubo tragapiés y se iba corriendo a esconderse para repetir la operación de nuevo. Cada vez que le acercaba la aspiradora provocaba un estallido de risas y saltos, hasta que recorrimos toda la casa con el pulcro jueguecito.

- Este es Tiny Winnie. - me dijo pasándome un perrito de peluche por la pierna cuando estaba sentado en el jardín a punto de leer.
- Qué bonito, ¿es tu amigo? - le dije. Asintió con la cabeza.
- Pues yo tengo otro amigo, y es un oso. - Me miró con cara de sorpresa.
- ¿Sí? ¿dónde?
- En mi habitación, ahora está durmiendo, se llama Pitifú y es de color blanco, y es invisible. - A la palabra ¨invisible¨ le di una entonación misteriosa, para crear una atmósfera en la que ella se integró enseguida.
- Oh, ¿y es peligroso? porque yo tengo miedo a los osos, ¿sabes? -me dijo en voz baja para evitar ser oída por Pitifú.
- No, este no es peligroso, es muy bueno. Tiene un amigo ciervo con el que toma té por las tardes, en mi habitación, también. ¿Quieres ver a mi amigo oso?
- ¡No! que me da miedo. -dijo retrocediendo unos pasos, temiendo que me la llevase con el oso.
El caso es que al día siguiente Maddox me dijo que ella también tenía un amigo oso invisible, quizá por envidia, quizá por tener un guardaespaldas a la medida de su miedo. También me dijo su abuela, la propietaria de esta casa, que la niña se había pasado toda la noche hablándole de Pitifú, y que cómo podía ser que Luis tuviera un amigo oso que dormía en su habitación y alternaba con ciervos.

- Esta niña le da vueltas a todo. -me dice Roswitha, la paciente abuela de origen austriaco.

Me contó que dos días antes de su quinto aniversario, Maddox se encontraba tremendamente angustiada.

- ¿Qué te pasa? ¿porqué estás así? -le dijo su abuela.
- Porque voy a cumplir cinco años.
- ¿Y qué?¿no estás contenta?
- No -respondió Maddox con amargo sentimiento -Porque cuando tenía cuatro años, yo sabía lo que tenía que hacer una niña de cuatro años, pero ahora que voy a cumplir cinco no sé qué tienen que hacer las niñas de cinco años.

De modo que la niña tuvo su primera crisis existencial a los cuatro años, todo un prodigio. Lo interesante para mí era que a esta sucesora precoz de Kierkegaard le quedaban dos días para celebrar su sexto aniversario.

- El jueves hago la fiesta de mi cumpleaños, y van a venir todos los invitados. -me dijo.
- ¿Ah, sí? ¿Y estás contenta? -le pregunté yo muy freudianamente.
- Sí, sí. -dijo sonriendo.
- ¿Y yo puedo ir a la fiesta?
- Sí. Y, y, y Pitifú también porque también vendrá mi oso invisible y, y, y...podrán hablar de sus cosas.

Y el día llegó, jueves trece de agosto. El jardín se decoró con globos de colores atados a las patas de las mesas y de las sillas, y uno en la cola del perro, idea conjunta de Maddox y mía. Había tiras de papel de colores en todas partes con el lema ¨Happy Birthday¨ en letras grandes y brillantes, y matasuegras y demás artilugios de las fiestas de toda la vida.
Los invitados fueron llegando poco a poco, entre las cuatro y las cinco de la tarde. Mi compañero vietnamita y yo preparamos las mesas en la terraza. Roswitha, la abuelita austriaca, había encargado comida china, y nosotros la sacamos de las cajas, pusimos todos los platos en una mesa, las bebidas con los vasos en otra y organizamos una especie de self-service donde cada uno se acercaba a la mesa para llenar su plato.
A la niña la inundaron de regalos, se la comieron a besos, le cebaron a base de repetir pastel, le cegaron con los flashes de las cámaras de fotos, fue rodando de unos brazos a otros, la hicieron sudar con los abrazos y arrechuchos, le pincharon con barbas y bigotes, le obligaron a probarse las zapatillas de regalo, la camiseta de regalo, la faldita de regalo, y fue exhibida con toda la mercancía puesta mientras la vitoreaba un público entusiasta. La niña salió viva de aquel atentado, y posiblemente comprendió que, por mucho que pasen los años, uno siempre tiene que hacer lo mismo: forzar una sonrisa en un foto, dar las gracias por un regalo inútil y aguantar con diplomacia una conversación sobre la nada.
¿Se habrá convertido Maddox en una estoica de seis años? Lo iré averiguando en la placidez de este jardín epicúreo.


Al anochecer, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras las Rocosas, entablé conversación con otro invitado de la fiesta. Se sentó en la silla que estaba al lado de la mía. Su barriga enorme y su espalda cuadrada le impedían sentarse en aquella silla demasiado pequeña para él.

- Ufff...Estoy cansadísimo, ¿tienes un cigarrillo? -me dijo mientras se acababa una cerveza.
- No, lo siento, no fumo. -le contesté.
- Oye, este lugar es maravilloso; mira qué montañas, y qué puesta de sol... Y Maddox, qué adorable, qué imaginación que tiene. He estado un rato hablando con ella y es un encanto.
- Sí, es muy graciosa.
- ¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte aquí?
- Probablemente unas dos semanas, y luego me iré a otro sitio, hacia el este, en Alberta.
- Ah, también será bonito. Aunque allí no hay estas montañas, es más llano, y no hay tanto bosque, aunque también hay osos. ¿No has visto fumar a nadie por aquí?
- No. Y dime, ¿es tan frío el invierno por el centro de Canadá como dicen?
- Oh, Dios mío, y más. Creo que lo mejor es hibernar en una cueva hasta la primavera. - vació la botella de cerveza de un largo trago. -Mmm... qué buena está esta cerveza. Puso la botella sobre la mesa que teníamos delante y se incorporó lentamente, apoyando sus manos sobre los brazos de la silla para ayudarse a enderezar su sobrepeso.
- Bueno, se acabó la fiesta, voy a darme una ducha y luego me voy a la cama, ya nos veremos mañana.
- Muy bien, nos veremos mañana, buenas noches. - le dije, y al alejarse vi que se olvidaba algo.
- ¡Pitifú, que te olvidas la cerveza!
- Coño, siempre igual.

sábado, 9 de agosto de 2008

Muchacha punk

En mi último día en el albergue me ascienden a instructor. Una chica canadiense se incorpora a filas con escoba al hombro y desinfectantes de mano. Me dice el jefe que le haga la instrucción, y yo me la llevo a la cama, para enseñarle cómo se hace. Y se lo enseñé todo, en todas las posturas, porque estas habitaciones son tan estrechas que para hacer las camas nos tenemos que subir en ellas. La chica es de Toronto, se llama Amy, tiene veintidós años y luce, cómo no, un piercing cerca del ojo y un corte de pelo a lo chico, de color negro y con un mechón lateral rubio. Hasta aquí lo que cabría esperar.

- ¿Y de dónde eres?
- De Toronto.
- ¿Has venido en avión o en bus?
- No, nada de eso, he venido haciendo autoestop.
- ¡Caracoles! ¿y cómo te atreves?

Ella se encogió de hombros y me dio una risita por respuesta. Le sigo enseñando el oficio, me dice que le gusta esto de limpiar. El polvo lo echamos en un rincón del pasillo, y ella se trajo su escoba, yo le dije que no hacía falta, que con la mía era suficiente. Luego cambiamos las sábanas y pusimos las fundas nuevas a las almohadas.
En esas que seguimos hablando, y la chica se iba abriendo más.

- Para, para que me duele.- nos dirigíamos a la siguiente planta, ella llevaba el cubo con los productos de limpieza.
- ¿Qué te pasa? ¿Creía que te gustaba?
- Es que me duele un poco la cadera. La semana pasada hice puenting atada a un amigo, y al caer me hizo daño con su rodilla.
- ¡Recórcholis! ¿De verdad?
- Sí, me encantan los deportes de riesgo. También hago rafting, snowboard y kayak.

Llegamos a la siguiente planta del albergue y nos metimos en la habitación que nos cogía más cerca. La reté a que me enseñara lo que había aprendido de mí. Ella se puso chula.

- Te voy a hacer una limpieza a fondo, ya veras.- acto seguido se puso de rodillas. Yo estaba expectante, quería saber qué era capaz de hacer. Pero vi que cogía los guantes del cubo de la limpieza.
- ¿Con guantes?
- Es que me da asco sin.
- Todas las que he conocido lo hacen sin guantes.
- Porque serán unas guarras.

Con los guantes puestos cogió los papeles y demás porquerías que habían esparcidas por el suelo de la habitación. Después barrió a conciencia y pasó el mocho con elegancia, como bailando un tango.

- Qué bien te mueves.

Luego continuamos con el resto de habitaciones, yo tuve una idea para ser más eficientes.

- Luis, para, por favor.
- ¿Qué te ocurre ahora?
- Creo que...vas muy rápido.
- ¿Cómo?
- No lo sé, quizá sea culpa mía, pero terminas demasiado rápido para mí. No puedo seguirte, ¿comprendes?
- Es la primera vez que se quejan de mi velocidad.
- Lo siento, también es la primera vez para mí, aquí, contigo. Hace tiempo que no...
- Shhhhh...No digas nada, no necesitas explicarte, no es culpa de nadie ¿vale?
- Lo sé, pero es que hace tiempo que no hago camas y barro suelos. Prefiero que sigas ayudándome.

Mi idea había sido dividirnos ahora que ya sabía, pero yo terminaba las habitaciones antes que ella, y eso le ponía más nerviosa. De modo que seguimos juntos y llegamos a la habitación en la que ella dormía.

- Oh, mira, esta es mi habitación. Pasa, no hay nadie, quiero que veas una cosa.

Nos sentamos en su cama, uno al lado del otro. Después abrió la cremallera de un lugar muy íntimo.

- Mira.
- ¡Canastos!
- ¿Qué te parece mi...amiguito?- dijo entre risitas.
- Bueno...muy peludo, y muy negro.
- Puedes tocarlo ¿eh? que no muerde.
- Guau... está caliente...
- Gigi siempre está calentito.
- ¿Le has puesto nombre?
- Claro, ¿es que vosotros no lo hacéis?
- No sé, en España no conozco a nadie que tenga una rata como mascota.

El dueño de Gigi se quiso deshacer de ella hace unas semanas, a la chica le dio pena y se la llevó consigo. Ahora viaja con ella, en su bolso, y pernocta en el albergue de forma clandestina. Me contó que le había puesto el nombre de Gigi por G.G. Allin, un cantante punk que murió al meterse un micrófono por el culo. Me dijo que no es que le gustara mucho su música, pero las letras eran divertidas.
Amy parecía encantada de aprender, así que seguí enseñándole más cosas.

- Amy, ¿qué te parece? dime la verdad.
- ¡Oh, my godness! Luis, es más grande de lo que me imaginaba.
- Esto es lo normal.
- Anda, no exageres.
- De verdad, por las mañanas suele estar así, ya sabes, lo que se va acumulando durante la noche.
- Sí, Luis, lo sé, no soy tan ingenua.
- Ah, conque lo sabes...
- Sí. Tuve un novio con el que compartí piso ocho meses, y por las mañanas siempre decíamos eso, que parece que engorde por las noches.
- Sí, aunque en realidad va llenándose durante todo el día, y por la noche sobre todo de botellas, que es lo que más abulta. Por eso Stefan quiere que tiremos las bolsas de basura de los pasillos lo más temprano posible, porque si no huelen.

Tiramos todas las bolsas de basura en los contenedores que habían en el callejón de atrás. También tuvimos que separar el papel del plástico, porque en este albergue se recicla. Cuando terminamos con las basuras, volvimos a las habitaciones.

- Amy, ahora vamos a probar algo nuevo.
- ¿Nuevo? Me extrañaría que no lo haya probado antes. Ya veo, ahora en la bañera de la habitación suit.
- Sí, ponte ahí, agáchate. Y quiero tu colaboración.
- Veo lo que quieres hacer y pienso que va a ser difícil.
- Puenting, rafting, kayak....te gusta probar cosas nuevas, ¿no?
- Sí, pero...esto me da un poco de...asco.
- Ya estamos, siempre igual. Cállate y ven para acá. ¿Lo estás intentando?
- Sí, ay, sí...pero no puedo, Luis, el agujero es muy estrecho, no me caben ni dos dedos.
- Pues prueba con uno sólo, ya irás cogiendo práctica.
- No puedo.
- Que sí, lo que pasa es que está muy seco, humedécelo con un poco de agua o con lo que sea.
- Ah, pues sí, tienes razón, húmedo va perfecto.
- ¿Lo ves? cuando el desagüe está lleno de pelos lo mejor es quitarlos cuando están húmedos. Y hay que sacarlos todos, que si no luego viene Stefan y nos dice que no hemos limpiado bien la bañera.

Amy me dijo que estaba estudiando psicología y filosofía, pero sólo una rama de la filosofía, la filosofía científica, que era la que le interesaba. Me dijo que Rousseau era mala persona, aunque en los libros se las diera de bueno y que su película favorita era Teléfono rojo, volamos hacia Moscú. A mí todo eso me pilló de sorpresa. ¿Cómo una muchacha punk tenía esas inquietudes? No me la imaginaba leyendo Eros y Tánatos de Freud escuchando a G.G. Allin de fondo.

- Bueno, Amy, espero que te haya gustado pasar estas seis horas conmigo.
- Claro que sí, Luis, me ha gustado mucho.
- A mí también. Espero que mañana te lo pases igual de bien con el que te toque.
- ¿Con el que me toque?
- Sí, yo no estaré, hoy es mi último día, ¿no te lo había dicho?
- Creo que no...¡Bufff! Ahora me siento sucia...
- Sé a qué te refieres, yo me siento igual cada día. Nada más acabar me pego una buena ducha.
- Sí, es lo mejor, después de seis horas dale que te pego acaba una sudada.
- Pues venga, vámonos a la ducha.

Consejos prácticos para el turista y el emigrante.

La verdad es que cuando uno pasea por la España de hoy a veces le entra la risa, cuando no la carcajada. Porque hay que ver la falta de gusto que tienen algunos vistiendo, y sobre todo conjuntando. Y digo algunos porque en general, y visto lo visto, la cosa del mal gusto se mantiene, con dificultades y siempre tendiendo a peor, entre ciertos límites casi razonables. En España basta calzarse unas J.Hayber para dar el cante de desdicha por las calles. Aquí esas pequeñeces son propias de burgués. La moda en Canadá es ser feo, y si tiene la poca decencia de no serlo, al menos hay que arreglarse un poco para parecerlo. Si tiene pensado visitar el país o vivir aquí por una larga temporada, le aconsejo que se mimetice con el entorno de la siguiente manera.

Moda para el hombre: bota militar desgastada color negro combinada con calcetín blanco que se asoma por encima. Si se busca comodidad, cálcese una zapatilla de deporte lo más llamativa por su colorido chillón que encuentre. El calcetín blanco es símbolo de orgullo nacional, llévelo hasta con el calzado más formal. Los pantalones rotos, sucios, roídos por su mascota a poder ser, de talle bajo, caídos de cintura. Recuerde que la cintura del pantalón debe ser el alféizar de la ventana donde sus glúteos se asoman al mundo. Vístalos de un calzoncillo llamativo, no los oculte. La camisa debe ser juvenil, fresca y desenfadada siempre, no importa la edad que usted tenga. Procure que el color no quede en el insípido calificativo de "llamativo", debe usted herir el ojo ajeno. La camiseta puede ser un instrumento de tortura como otro cualquiera, no lo olvide. Si usted es de los clásicos y se atreve con una camisa, llévela como si fuese portador de una rara enfermedad que le va a hacer ganar quince o veinte kilos en las próximas semanas. En su camisa debe poder llevar un cadáver sin que nadie lo note, compre una XL si está delgado o una XXL si se familiarizó con la dieta canadiense hace tiempo. La cabeza cubierta, tanto al aire libre como bajo techo, tanto si habla con un amigo como si le están presentando a alguien. Cúbrasela con la clásica gorra de béisbol. Duerma con ella, ámela, recuerde que si lo que pretende es integrarse en Canadá, la gorra será parte de usted hasta que su familia llore su pérdida vestida de negro y con gorra.
Por último la barba. No se la afeite, luzca usted una barba de Gulag, de mendigo errante, larga, densa, y ordéñesela cuando piense o fume. ¿Que le queda muy mal? ¡Pues eso que tiene ganado!

Moda para la mujer: si su defecto fue nacer mujer, habrá que corregirlo vistiéndola de hombre. Desayúnese testosterona cada mañana, cualquier otro desayuno es hijo del machismo. Diríjase al tatuador más cercano y tatúese algo grotesco, hágase un dibujo bien grande que atraiga la mirada de su futuro exmarido. No caiga en la discreción de una letra china en el tobillo y cosas así, deje ese juego para aristócratas. Tatúese una calavera en la pantorrilla y hiélese de frío con su atemporal pantalón corto. Destruya para siempre la simetría de sus brazos con un par de víboras ascendiendo sobre ellos. ¿Es usted olvidadiza? ¿Se olvida con frecuencia el esprai antiviolación en esas noches solitarias y frías de Canadá? No se preocupe, destrempe a su posible agresor con un esqueleto en la barriga, un dragón llameante en el pubis o la cara de un macho cabrío sobre el bosque que intentan invadir.
Los piercings no son una elección, son obligatorios para convertirse en ciudadana de pleno derecho. Tantos tienes, tanto vales, sería la máxima. Perfore su cara hasta que le duela, a usted y al que le mire. Deje que la tradición milenaria de sus lóbulos colonice territorios vírgenes. Tapice su nariz con acero inoxidable, añada hierro a sus comidas con unos buenos piercings en la lengua, labios e incisivos. Anímese, está usted en un país libre, adopte libremente la estética del esclavo medieval, atraviese su carne con la dureza del metal, revista su cuello con cadenas anchas y robustas, decore sus caderas con un cinturón de chapas de hierro y una placa enorme que oculte la hebilla. Participe de la penitencia del ateo moderno.
La falda es una prenda creada por el imaginario machista, resérvesela, si lleva usted sangre escocesa, para el día que conmemore sus raíces, algo usual aquí. Ese día la falda se llama kilt y es símbolo de paridad. Si de todos modos es usted de las antiguas, lleve la falda en plan hortera. Sin gracia, enseñando medio culo y calzando una bonita bota paramilitar, como aquí se estila. Recuerde, de todos modos, que el pantalón sucio y ancho es más varonil, más paritario y la mejor alternativa a la depilación.
La camiseta debe decir algo sobre usted, y usted es, en apariencia, una chica mala. Estámpese un lema del tipo: ¨Bad Girl¨, ¨Fuck U¨, ¨I hate rules¨ y cosas así, breves pero contundentes, de sobaco a sobaco. Y por supuesto, usted nunca será gente de fiar si no eterniza una gorra en la cabeza o lleva un mechón teñido de verde o encomienda su cuidado capilar a un peluquero con párkinson y cataratas.
El peinado adquiere una dimensión trascendental. Nunca, bajo ningún concepto, debe tener una apariencia natural, deje eso para los Amish o la mujer asiática. Tíñaselo con un color que contraste con su raíz, aféiteselo por completo si lo desea o déjese una cresta en medio o un mechón a lo Crispín Clander. Si lo tiene largo, liso, suave y bonito, no dude en hacerse rastas gruesas y ásperas, y no se las lave demasiado, la buena rasta, como el buen cocido, se aprecia más cuando está bien pochadita en su caldo. No se maquille, y si lo hace, que se note.

Nota final: Para una idea más detallada del bien vestir en América, véase el videoclip ¨Thriller¨ de Michael Jackson.

martes, 5 de agosto de 2008

El arte.


El otro día me fui a ver un hombre muy famoso. Homosexual, operado de nariz por aguileña y grande, acomplejado por su calvicie temprana y galopante, dibujante de penes con lacito en sus albores, amigo de Mick Jagger, Schwarzenegger y Liz Taylor en su gloria. Puso a Mao en el supermercado de la moda, a la Marilyn la inmortalizó después de muerta y se aficionó a pintar lo que almorzaba a diario, la lata de sopa Campbell´s. Para el rezagado neuronal y el famélico cultural, aclararé que estoy hablando de Andy Warhol.
La exposición está en la galería de arte de Victoria, y yo, raudo, fui a enterarme de una vez de qué es eso del arte moderno. De modo que me fui a ver Pop Art en mi día libre como Conchita, que ya es popista el apelativo para un hombre.

La exposición empieza con su almuerzo, la lata Campbell´s a todo color y por cuadruplicado en la primera pared que uno se encuentra. Yo no sé si leer las letras, admirar el brillo o dedicarme al trabajo del color. Pero miro, sobre todo miro, como hacen todos, al menos por educación, o por imitación, que en estos casos viene a ser lo mismo. Después hay una caja de cartón con la misma lata pintada muchas veces y en batería. Yo la miro, la miro. Luego hay una pared muy larga con muchos cuadros pintados a lápiz o bolígrafo, con trazo rápido y esquemático. El primero es un pene con lacito, como un pene de regalo de cumpleaños o algo así, luego dos hombres que se besan, luego un pie hecho con recortes de periódicos y colores. Los pies y las manos eran los fetiches de Warhol. Después venía lo más divertido, la zona de audiovisuales. Warhol experimentó con el cine y lo cierto es que innovó. Proyectaban Mario Banana, un corto muy corto del 64. Mario es un drag queen que, mirando fijo a la cámara, se come una banana como si fuese un pene, sin lacito. Se acaba la banana y se acaba la película. Yo miro, miro, por mirar que no quede. Luego me entero, mirando y leyendo, que Andy hizo una película, Vinyl, del 65, inspirada en la novela La Naranja Mecánica de Burgess. Me hubiera gustado verla, pero esa no la proyectaban, quizá porque no llegaba al refinamiento de Mario. Luego proyectaron un fragmento del largometraje de ocho horas hecho con un solo plano, un solo personaje y una sola acción: dormir. Aparecía un poeta amigo suyo durmiendo, y la cámara le enfocaba la cara de cerca. El público miraba, y yo creo que la película debía de ser buena, porque enseguida la gente se metió tanto en el personaje que hasta le imitaron.

Cuando me aburrí de los audiovisuales me fui a la otra sala, a seguir con la exposición. Era la sala del glamour, la de los famosos inmortales que el cine y después Warhol elevaron a la altura de mitos. Vi el famoso cuadro de la Marilyn, el de los colorines, el de toda la vida. Vi a Elvis en duplicado vestido de vaquero de Chilcotin, foto sacada de no sé qué película. Vi a Jagger en su casi mocedad, a algún que otro jugador de jockey canadiense serigrafiado y coloreado por Warhol. Luego vi a Mao de verde, de amarillo, de azul, de rosa, de fuxia, y hasta de rojo. También había un apartado de Polaroids. Me acerqué, allí estaba el patriarca del Pop Art con las celebrities del momento: con el roble austriaco el día de su boda, con Mick Jagger de nuevo, con Liz, con Jane Fonda, Sylvester Stallone y muchos más.
La exposición estaba salpicada, por aquí y por allá, de frases del artista. En medio de las paredes blancas de la sala, se leían cosas como esta: ¨Being good in business is the most fascinating kind of art. Making money is art and working is art and good business is the best art¨. O sea: ¨Ser bueno en los negocios es el más fascinante tipo de arte. Crear dinero es arte y trabajar es arte y un buen negocio es el mejor arte¨. ¿Y porque he cometido el esnobismo de escribir primero la frase en inglés y después en español? Quizá como homenaje a esta frase que leí después: ¨I am a deeply superficial person¨. ¨Soy una persona profundamente superficial¨.

Pero si de algo me puedo vanagloriar de verdad es de haber entendido, después de ver a Warhol, de qué se trata eso del arte moderno, del Pop Art y del vanguardismo post-postconvencional que se nos avecine. Si el mejor arte es hacer un buen negocio, Warhol fue un excelente hombre de negocios, y Rockefeller un artista de la talla de Velázquez.

Los fríos del norte.

Dicen que por estas latitudes lo que molesta es el frío, ese frío húmedo que te seca los labios, y que luego te los abre hasta que sangran. Ese frío castiga al que habita en su territorio, la naturaleza del frío es esa, enfriar, así que no se extrañe nadie ni me llamen lelo por mi observación. Pero luego hay otro frío distinto, un frío que se importa, arraigado en la tradición. Ese es el frío que me inquieta, el frío del rostro pálido. Para ese frío no hay protección ni aislante que valga, todos estamos en pelotas cuando azota.
Resulta que, como el que no quiere la cosa, un servidor lleva ocho semanas entre anglos, sajones, germanos, teutones, arios, vikingos y demás colonos de estirpe nórdica que por aquí se pasean. Yo digo que el trato con estas gentes es un trato de mocasín: suave, agradable al tacto, sin rozaduras, que no oprime. El mocasín es un zapato cómodo, dotado de elegancia, de discreción. En una fiesta no desentona, en un entierro va que ni pintado. Lo mismo da que uno vaya a comprar churros un domingo por la mañana con ellos, o que acuda de noche a un cóctel de la alta sociedad. Y ahí está el problema, en que lo mismo da, o sea, en que te deja frío. El trato de mocasín viene a ser eso. Los primeros pobladores de estas tierras, los indios, también llevaban mocasines. Pero probablemente éstos debían luchar sólo contra un tipo de frío, el que encoge el mercurio, el pene y demás. Y para eso tenían sus hogueras, sus pieles de oso, sus grasas de ballena y esas cosas. El otro frío, el frío de emoción y de mirar azul, el que te acatarra con el trato, se desconocía en ese tiempo.
El otro día, cuando ese frío apretaba, me acerqué a un fuego con el que me topé por casualidad. El fuego me decía:

- ¿Vos qué querés, que me convierta en una maquinita como los gringos? ¡Andate! El otro día iba por el bisicarril en Montreal, con mi bisi, y los truxos estos, que miran dosientas mil veses antes de crusar en un stop que hay. Xo me aserco, miro un poco de reojo sin parar de darle a los pedales, veo que hay un colectivo axá lejos, un auto en la otra punta, pero que no me agarra si paso rápido, y tiro. Hasta me dio tiempo de ver a la mina que pasaba con una faldita por aquí. Ja, ja ja. No, eso último era de joda, ¿eh? Pero un día estaba la polisía por ahí serca y me agarró. ¡Y me metió una multa de 60 dólares! ¡La puta! En Argentina para que te pongan una multa tienes que matar a alguien, y ni así. ¿Terminaste la sevesa xa? Dale, que te invito a otra. ¿Desime, a qué hora sierra este bolixe?

Me lo dijo del tirón, sin respirar, como todo lo que habló. Así que el leño, al arder tan rápido, me duró sólo una noche. Al día siguiente se volvía a Montreal, donde estudia meteorología. Se lo juro a ustedes.

Aquí estoy, como dicen en Francia, de Conchita. O sea, haciendo camas, fregando suelos y quitando el polvo. Y de Conchita estaba cuando entré en una habitación a hacer lo propio de mi oficio. Un señor alto, moreno y criollo me responde en inglés que sí, que le limpie el suelo, mientras los dos pensábamos si el otro no hablaría el idioma con el que Carlos V hablaba con Dios. Resultó que sí. Mexicano del D.F., el hombre se llamaba Guadalupe, como su Virgen, a la que también hablaba y rezaba.
Le dije que era de España. De España, la madre patria, como dicen en mi tierra, me contestó. Me contó que estaba investigando las expediciones de los españoles en el Canadá, y que Juan de Fuca no era español, sino griego, y que Colón era templario. Yo le dije que bien podía ser, porque había que tener temple para enrolarse en tamaña aventura. Le dije que había muchas islas bautizadas con nombre español: isla López, isla Redonda, isla Texana, etc.
Me lo volví a encontrar otro día en los pasillos. ¿Cómo va todo, carnal? me dijo tocándome. Y, después del día frío que llevaba yo, aquella visión de Guadalupe me hizo sentir muy devoto.
Después de esto no le volví a ver más. Y ya no hubieron más fuegos con los que uno se abriga de ese frío con estirpe nórdica, y seguí de Conchita a las órdenes de un alemán, y compartí habitación con un suizo y un holandés, y conocí a un neoyorquino en un museo que llevaba mocasines, que igual sirven para visitar un museo, que para que te entierren con ellos puestos.

sábado, 2 de agosto de 2008

Extraños en la noche.

Abrió la puerta cuando me acababa de tumbar en la cama para leer. No había nadie más en la habitación, pero al verme a mí, con el libro en la mano, sus movimientos se hicieron sigilosos y lentos. Era un hombre que rondaría los cincuenta, vestido con ropa vieja, con el pelo muy corto y rubio, y sus manos eran grandes y fuertes, curtidas, sin duda, por algún trabajo duro y manual. Dejé el libro a un lado y me incorporé ligeramente para saludarlo. El desconocido, enseguida, vino al encuentro de mi mano, y respondió a mi nombre con el suyo: Shawn. Me lo dijo con una sonrisa tímida y amable, y a continuación se dirigió a su cama. Se sentó en ella, o mejor dicho, se dejó caer con un suspiro amortiguado por mi presencia. Yo le seguía de reojo, sin que advirtiera mi curiosidad. Shawn no me cuadraba en aquel albergue de juventud. No sólo por su edad, también porque no parecía un viajero, sino alguien que estaba viviendo allí de forma casi permanente. Dormía en la cama de abajo de la litera que había a mi derecha. Con una sábana que había colgado de punta a punta de la cama de arriba, y que hacía las veces de cortina, Shwan se había construido una especie de jaima en la que estaba a punto de esconderse. Se descalzó y descorrió la cortina, y pude ver su cama y la ventana que quedaba en su cabecera. Yo, como un espía de película, ocultaba mi descaro con el libro que leía, mientras mis ojos escudriñaban la cama de Shawn con avidez. Pude ver en el alféizar una colección importante de libros y revistas, atesorados con descuido entre papeles y hojas de periódico recortadas. Vi también un pequeño y viejo radio cassette en un rincón, de esos que ya nadie quiere. En la cama no había más que un edredón roñoso cortesía de la casa y un par de bolsas de supermercado con algo de comida. Shwan se tumbó en la cama, se puso unas gafas de lectura y sacó un libro de algún lugar perdido de su hogar. Cuando lo tuvo en su mano, encendió la radio, pulsando el botón sin mirar, con la falta de atención que la costumbre permite. Tenía sintonizada una emisora de música clásica. La escuchaba a un volumen casi inaudible, como acompañamiento de fondo a su lectura. En esa postura, y concentrado en su libro, permaneció el resto de la tarde.
Oscureció, y Shwan se levantó de la cama dejando el libro y las gafas en el alféizar. Volvió a calzarse sus zapatos viejos, se puso su chaqueta negra, sacó del bolsillo de su camisa un puro y abandonó la habitación. Se fue con el mismo sigilo y lentitud que cuando entró, dejando tras de si un halo de misterio que azotaba mi curiosidad.
No tardó en volver. Llevaba el mismo puro en la mano, ahora reducido a la mitad. Volvió a sentarse en su cama, inmóvil, pensativo, mirando a un vacío que se habría en el suelo. Entonces le hablé.

- Shwan, ¿estás de viaje? -le pregunté tramposamente. Rescató su mirada del abismo y la llevó a mis ojos. Se lo pensó un poco antes de responder. Quizá porque mi pregunta le pillaba desprevenido, quizá porque medía sus palabras ante un locutor que evidenciaba un dominio escaso de su lengua.
- No, no...Trabajo aquí, en Victoria.- Permanecí en un silencio interrogativo, asintiendo con la cabeza y mirándole a los ojos fijamente.
- Sí, sí...-concluyó después mientras se incorporaba de nuevo. Decidí cambiar de tema.
- Veo que te gusta leer.
- Sí, oh, sí. Leo mucho, sí.-respondió con amabilidad.
- ¿Y qué tipo de libros te gustan?-continué.
- Bueno...en realidad leo de todo...no sé. Sobre todo me gustan los libros de suspense, los de misterio...sí, sí, esos me gustan bastante.-Aquí hizo una pausa y alzó la vista, mirando a ese punto indeterminado donde uno busca las palabras adecuadas, pensativo.- Es que la gente tira los libros, y a mi me sabe mal, ¿sabes? Y yo los recojo y los leo.
La respuesta me dejó desconcertado. ¿La gente los tira? Y él, ¿de dónde los recoge?¿Se los encuentra por casualidad en medio de la calle? Decidí aclarar la respuesta en otro momento. No era cuestión de forzar.
Con estas palabras se dio por concluida la conversación de un modo tácito. Shwan abrió la pequeña taquilla metálica del albergue, que estaba al lado de mi cama, y sacó un neceser. A los pies de su cama colgaba una toalla, la agarró de una punta deslizándola por la barra de metal en la que se apoyaba y salió de la habitación, sigiloso de nuevo, añadiendo más misterio a su persona.
Regresó a los diez minutos. El olor a tabaco que había quedado estancado en los rincones de la habitación, desapareció rápidamente con el desodorante que Shwan llevaba en sus axilas. Volvió a colocar la toalla en el mismo sitio, ahora húmeda y extendida horizontalmente. Pasaban pocos minutos de las nueve, y mi compañero, limpio y aseado, se metió en su cama, se arropó con la sábana y echó la cortina hasta el día siguiente.

Me desperté a eso de las siete. En la habitación dormíamos seis, pero en la cama restábamos cinco. Shwan no estaba, siempre se levantaba muy temprano, para ir a trabajar quién sabe dónde, y era el único que lo hacía sin que perturbase mi delicado sueño. Suele llegar a las cuatro de la tarde, acompañado de un par de bolsas con comida del supermercado Grosery, el mercado más cercano al albergue.

- ¿Conoces algún mercado por aquí?-le pregunté.
- Sí. Coges la calle Moss, allí, y dos manzanas a la derecha. Está muy bien...no es grande, pero hay de todo.
- Entonces voy a acercarme, porque eso de ir de restaurantes sale caro.
De nuevo se quedó con su expresión pensativa, con una mano en la cabeza, queriéndome decir algo pero sin saber exactamente cómo.
- Mira, en ese mismo súper, venden comida preparada, que hacen ellos mismos. Si vas a las seis y media, o sea, media hora antes de que cierren, te venden las sobras del día por cuatro dólares.
Y efectivamente, lo que veía cenar a Shwan casi todas las noches recostado en su cama, eran las sobras del Grosery. Lo supe al ir allí por primera vez; la misma comida, la misma cajita de plástico para llevar, las servilletas con el logotipo. Y Shwan en su casita de papel y sábanas prestadas, comiendo lo que los demás no quieren, leyendo lo que los demás desprecian.

Un día, al llegar del trabajo a las cuatro, nos encontró a mí y a un suizo que comparte habitación con nosotros, sentados en la cama y hablando. Nos saludó y dejó que terminásemos nuestra charla. Después, sacó de su mochila un pequeño libro con muchos colores.

- Mirad,-dijo acercándose a nosotros- he encontrado esto. Quizá os pueda servir para estudiar inglés, utiliza un lenguaje muy sencillo, para niños. Yo lo leía de pequeño. Si lo queréis...- Se trataba de un tebeo que tendría más de veinte años. El tebeo era antiguo y viejo, le faltaba la contraportada, sucio por el lomo, con las hojas cercenadas y mochas, pero aprovechable. Sin duda uno de esos libros que la gente tira en una mudanza o en una limpieza a fondo.

- Oh, muchas gracias.-dijo el suizo comenzándolo a ojear. Shwan emitió un gruñido casi inaudible, que debía ser interpretado como un tímido: no se merecen.

- Shwan,-le dije hace unos días- me voy a las Rocosas, ¿sabes cuánto vale el viaje en autobús?
- Mmm...Unos ciento veinte o ciento treinta dólares. La última vez que hice ese recorrido me costó eso, claro que en agosto siempre cambian los precios.
- ¿Has estado en las Rocosas?
- Sí, las cruzo a menudo. Yo soy de Alberta, de Edmonton.
- Pues sí que estás lejos.
- Sí, sí...lejos, sí.- Imposible sacarle más.
- ¿Sabes cuánto dura el viaje?- le pregunté.
- Unas doce horas. Pero fíjate, si vas a Seattle, que son cuatro horas, te sale por mas de doscientos. Sólo por cruzar la frontera.- Ahí encontré una grieta a su compacta resistencia a hablar de si mismo.
- Ah, ¿cómo lo sabes? ¿Has estado en los EEUU?- pregunté con medida ingenuidad.
- Sí, sí.- hizo una pausa, y pensé que mi tentativa había vuelto a fracasar, pero al rato continuó. - Yo he trabajado en Texas. Y en Oklahoma también, y en Louisiana.
A estas alturas yo sabía que era inútil preguntar a quemarropa, así que fui bordeando.
- ¿Y es la gente de EEUU diferente a la de Canadá? Porque la gente dice que sí.
Titubeó.
- Mmm...No. No. La gente es igual en todas partes. Pero allí vive mucha gente, entonces es más peligroso. No es como aquí. Yo en Texas llevaba revolver, y miraba bien cuando aparcaba el coche en un párking. En Oklahoma no, aquello es tranquilo, hay poca gente y las distancias son grandes. Allí llevaba coche.
- ¿Prefieres Canadá?
Volvió a titubear.
- Mmm...Sí, sí. Aquí vivo bien, sí.
Me habló con precisión de muchas ciudades de Canadá conforme yo le preguntaba. Había trabajado en todas ellas en algún momento de su vida. Conocía la distancia entre una y otra, la distribución étnica, la base de su economía. Yo, sin saber a penas nada de él, iba tejiendo, con los pocos mimbres que tacañamente me ofrecía de su vida, una biografía de lo más novelesca.
Yo no dije nada más, y él tampoco. La conversación se dio por concluida. Él se fue a la ducha, al volver se tumbó en la cama, abrió su bolsa del Grosery y se puso a leer el periódico mientras cenaba.

Una noche, Shwan se levantó de la cama pasadas las doce de la noche. Cosa extrañísima. Lo hizo con su habitual sigilo, pero yo me desperté gracias a una bolsa de plástico que alguien dejó en el suelo descuidadamente, y que Shwan pisó sin darse cuenta.
Yo no me moví, simulé que dormía. Él se quitó el pijama lentamente y se puso ropa de calle. Al rato salió de la habitación, cerrando con sumo cuidado la puerta tras él. Inmóvil en la cama, comencé a pensar adónde podía haberse ido, en mitad de esa noche fría de Victoria. No sé lo que tardó en volver, porque me desperté al oír la puerta. Abrí los ojos para asegurarme de que era él. Su silueta, recortada tenuemente por la débil luz que llegaba de la calle a través de la ventana, se movía en dirección a mí. Yo cerré los ojos y escuché sus pasos. Se pararon muy cerca. Al no escuchar nada, volví a abrir los ojos. En medio de la oscuridad, me encontré con su cara a dos palmos de la mía. Entonces me miró a los ojos.

- ¿Te he despertado? -me dijo en un susurro. Su taquilla la tenía al lado de mi cabecera, e intentaba abrirla con cuidado.
- No. Estaba despierto. -mentí.
- Ok.
- ¿Sabes qué hora es?-le pregunté.
- Las...doce y media, creo.
- Ah, es muy tarde...- le dije esperando una explicación.
- Sí, es tarde, sí.

Se dirigió a su cama como una sombra que recorre silenciosa una pared. Su pelo rubio, única señal visible que me permitía situarlo, se perdió en la noche. Escuché cómo corría su cortina, cómo escogía una postura, y cómo daba un último suspiro antes de cerrar los ojos.
En la habitación todos dormían. El silencio era rítmico, acompasado por la respiración de aquellos hombres. Yo permanecí por un tiempo con los ojos abiertos, prestando atención a la respiración sigilosa y lenta que se oía tras aquella cortina que comunicaba con el misterio.