martes, 5 de agosto de 2008

Los fríos del norte.

Dicen que por estas latitudes lo que molesta es el frío, ese frío húmedo que te seca los labios, y que luego te los abre hasta que sangran. Ese frío castiga al que habita en su territorio, la naturaleza del frío es esa, enfriar, así que no se extrañe nadie ni me llamen lelo por mi observación. Pero luego hay otro frío distinto, un frío que se importa, arraigado en la tradición. Ese es el frío que me inquieta, el frío del rostro pálido. Para ese frío no hay protección ni aislante que valga, todos estamos en pelotas cuando azota.
Resulta que, como el que no quiere la cosa, un servidor lleva ocho semanas entre anglos, sajones, germanos, teutones, arios, vikingos y demás colonos de estirpe nórdica que por aquí se pasean. Yo digo que el trato con estas gentes es un trato de mocasín: suave, agradable al tacto, sin rozaduras, que no oprime. El mocasín es un zapato cómodo, dotado de elegancia, de discreción. En una fiesta no desentona, en un entierro va que ni pintado. Lo mismo da que uno vaya a comprar churros un domingo por la mañana con ellos, o que acuda de noche a un cóctel de la alta sociedad. Y ahí está el problema, en que lo mismo da, o sea, en que te deja frío. El trato de mocasín viene a ser eso. Los primeros pobladores de estas tierras, los indios, también llevaban mocasines. Pero probablemente éstos debían luchar sólo contra un tipo de frío, el que encoge el mercurio, el pene y demás. Y para eso tenían sus hogueras, sus pieles de oso, sus grasas de ballena y esas cosas. El otro frío, el frío de emoción y de mirar azul, el que te acatarra con el trato, se desconocía en ese tiempo.
El otro día, cuando ese frío apretaba, me acerqué a un fuego con el que me topé por casualidad. El fuego me decía:

- ¿Vos qué querés, que me convierta en una maquinita como los gringos? ¡Andate! El otro día iba por el bisicarril en Montreal, con mi bisi, y los truxos estos, que miran dosientas mil veses antes de crusar en un stop que hay. Xo me aserco, miro un poco de reojo sin parar de darle a los pedales, veo que hay un colectivo axá lejos, un auto en la otra punta, pero que no me agarra si paso rápido, y tiro. Hasta me dio tiempo de ver a la mina que pasaba con una faldita por aquí. Ja, ja ja. No, eso último era de joda, ¿eh? Pero un día estaba la polisía por ahí serca y me agarró. ¡Y me metió una multa de 60 dólares! ¡La puta! En Argentina para que te pongan una multa tienes que matar a alguien, y ni así. ¿Terminaste la sevesa xa? Dale, que te invito a otra. ¿Desime, a qué hora sierra este bolixe?

Me lo dijo del tirón, sin respirar, como todo lo que habló. Así que el leño, al arder tan rápido, me duró sólo una noche. Al día siguiente se volvía a Montreal, donde estudia meteorología. Se lo juro a ustedes.

Aquí estoy, como dicen en Francia, de Conchita. O sea, haciendo camas, fregando suelos y quitando el polvo. Y de Conchita estaba cuando entré en una habitación a hacer lo propio de mi oficio. Un señor alto, moreno y criollo me responde en inglés que sí, que le limpie el suelo, mientras los dos pensábamos si el otro no hablaría el idioma con el que Carlos V hablaba con Dios. Resultó que sí. Mexicano del D.F., el hombre se llamaba Guadalupe, como su Virgen, a la que también hablaba y rezaba.
Le dije que era de España. De España, la madre patria, como dicen en mi tierra, me contestó. Me contó que estaba investigando las expediciones de los españoles en el Canadá, y que Juan de Fuca no era español, sino griego, y que Colón era templario. Yo le dije que bien podía ser, porque había que tener temple para enrolarse en tamaña aventura. Le dije que había muchas islas bautizadas con nombre español: isla López, isla Redonda, isla Texana, etc.
Me lo volví a encontrar otro día en los pasillos. ¿Cómo va todo, carnal? me dijo tocándome. Y, después del día frío que llevaba yo, aquella visión de Guadalupe me hizo sentir muy devoto.
Después de esto no le volví a ver más. Y ya no hubieron más fuegos con los que uno se abriga de ese frío con estirpe nórdica, y seguí de Conchita a las órdenes de un alemán, y compartí habitación con un suizo y un holandés, y conocí a un neoyorquino en un museo que llevaba mocasines, que igual sirven para visitar un museo, que para que te entierren con ellos puestos.

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