sábado, 2 de agosto de 2008

Extraños en la noche.

Abrió la puerta cuando me acababa de tumbar en la cama para leer. No había nadie más en la habitación, pero al verme a mí, con el libro en la mano, sus movimientos se hicieron sigilosos y lentos. Era un hombre que rondaría los cincuenta, vestido con ropa vieja, con el pelo muy corto y rubio, y sus manos eran grandes y fuertes, curtidas, sin duda, por algún trabajo duro y manual. Dejé el libro a un lado y me incorporé ligeramente para saludarlo. El desconocido, enseguida, vino al encuentro de mi mano, y respondió a mi nombre con el suyo: Shawn. Me lo dijo con una sonrisa tímida y amable, y a continuación se dirigió a su cama. Se sentó en ella, o mejor dicho, se dejó caer con un suspiro amortiguado por mi presencia. Yo le seguía de reojo, sin que advirtiera mi curiosidad. Shawn no me cuadraba en aquel albergue de juventud. No sólo por su edad, también porque no parecía un viajero, sino alguien que estaba viviendo allí de forma casi permanente. Dormía en la cama de abajo de la litera que había a mi derecha. Con una sábana que había colgado de punta a punta de la cama de arriba, y que hacía las veces de cortina, Shwan se había construido una especie de jaima en la que estaba a punto de esconderse. Se descalzó y descorrió la cortina, y pude ver su cama y la ventana que quedaba en su cabecera. Yo, como un espía de película, ocultaba mi descaro con el libro que leía, mientras mis ojos escudriñaban la cama de Shawn con avidez. Pude ver en el alféizar una colección importante de libros y revistas, atesorados con descuido entre papeles y hojas de periódico recortadas. Vi también un pequeño y viejo radio cassette en un rincón, de esos que ya nadie quiere. En la cama no había más que un edredón roñoso cortesía de la casa y un par de bolsas de supermercado con algo de comida. Shwan se tumbó en la cama, se puso unas gafas de lectura y sacó un libro de algún lugar perdido de su hogar. Cuando lo tuvo en su mano, encendió la radio, pulsando el botón sin mirar, con la falta de atención que la costumbre permite. Tenía sintonizada una emisora de música clásica. La escuchaba a un volumen casi inaudible, como acompañamiento de fondo a su lectura. En esa postura, y concentrado en su libro, permaneció el resto de la tarde.
Oscureció, y Shwan se levantó de la cama dejando el libro y las gafas en el alféizar. Volvió a calzarse sus zapatos viejos, se puso su chaqueta negra, sacó del bolsillo de su camisa un puro y abandonó la habitación. Se fue con el mismo sigilo y lentitud que cuando entró, dejando tras de si un halo de misterio que azotaba mi curiosidad.
No tardó en volver. Llevaba el mismo puro en la mano, ahora reducido a la mitad. Volvió a sentarse en su cama, inmóvil, pensativo, mirando a un vacío que se habría en el suelo. Entonces le hablé.

- Shwan, ¿estás de viaje? -le pregunté tramposamente. Rescató su mirada del abismo y la llevó a mis ojos. Se lo pensó un poco antes de responder. Quizá porque mi pregunta le pillaba desprevenido, quizá porque medía sus palabras ante un locutor que evidenciaba un dominio escaso de su lengua.
- No, no...Trabajo aquí, en Victoria.- Permanecí en un silencio interrogativo, asintiendo con la cabeza y mirándole a los ojos fijamente.
- Sí, sí...-concluyó después mientras se incorporaba de nuevo. Decidí cambiar de tema.
- Veo que te gusta leer.
- Sí, oh, sí. Leo mucho, sí.-respondió con amabilidad.
- ¿Y qué tipo de libros te gustan?-continué.
- Bueno...en realidad leo de todo...no sé. Sobre todo me gustan los libros de suspense, los de misterio...sí, sí, esos me gustan bastante.-Aquí hizo una pausa y alzó la vista, mirando a ese punto indeterminado donde uno busca las palabras adecuadas, pensativo.- Es que la gente tira los libros, y a mi me sabe mal, ¿sabes? Y yo los recojo y los leo.
La respuesta me dejó desconcertado. ¿La gente los tira? Y él, ¿de dónde los recoge?¿Se los encuentra por casualidad en medio de la calle? Decidí aclarar la respuesta en otro momento. No era cuestión de forzar.
Con estas palabras se dio por concluida la conversación de un modo tácito. Shwan abrió la pequeña taquilla metálica del albergue, que estaba al lado de mi cama, y sacó un neceser. A los pies de su cama colgaba una toalla, la agarró de una punta deslizándola por la barra de metal en la que se apoyaba y salió de la habitación, sigiloso de nuevo, añadiendo más misterio a su persona.
Regresó a los diez minutos. El olor a tabaco que había quedado estancado en los rincones de la habitación, desapareció rápidamente con el desodorante que Shwan llevaba en sus axilas. Volvió a colocar la toalla en el mismo sitio, ahora húmeda y extendida horizontalmente. Pasaban pocos minutos de las nueve, y mi compañero, limpio y aseado, se metió en su cama, se arropó con la sábana y echó la cortina hasta el día siguiente.

Me desperté a eso de las siete. En la habitación dormíamos seis, pero en la cama restábamos cinco. Shwan no estaba, siempre se levantaba muy temprano, para ir a trabajar quién sabe dónde, y era el único que lo hacía sin que perturbase mi delicado sueño. Suele llegar a las cuatro de la tarde, acompañado de un par de bolsas con comida del supermercado Grosery, el mercado más cercano al albergue.

- ¿Conoces algún mercado por aquí?-le pregunté.
- Sí. Coges la calle Moss, allí, y dos manzanas a la derecha. Está muy bien...no es grande, pero hay de todo.
- Entonces voy a acercarme, porque eso de ir de restaurantes sale caro.
De nuevo se quedó con su expresión pensativa, con una mano en la cabeza, queriéndome decir algo pero sin saber exactamente cómo.
- Mira, en ese mismo súper, venden comida preparada, que hacen ellos mismos. Si vas a las seis y media, o sea, media hora antes de que cierren, te venden las sobras del día por cuatro dólares.
Y efectivamente, lo que veía cenar a Shwan casi todas las noches recostado en su cama, eran las sobras del Grosery. Lo supe al ir allí por primera vez; la misma comida, la misma cajita de plástico para llevar, las servilletas con el logotipo. Y Shwan en su casita de papel y sábanas prestadas, comiendo lo que los demás no quieren, leyendo lo que los demás desprecian.

Un día, al llegar del trabajo a las cuatro, nos encontró a mí y a un suizo que comparte habitación con nosotros, sentados en la cama y hablando. Nos saludó y dejó que terminásemos nuestra charla. Después, sacó de su mochila un pequeño libro con muchos colores.

- Mirad,-dijo acercándose a nosotros- he encontrado esto. Quizá os pueda servir para estudiar inglés, utiliza un lenguaje muy sencillo, para niños. Yo lo leía de pequeño. Si lo queréis...- Se trataba de un tebeo que tendría más de veinte años. El tebeo era antiguo y viejo, le faltaba la contraportada, sucio por el lomo, con las hojas cercenadas y mochas, pero aprovechable. Sin duda uno de esos libros que la gente tira en una mudanza o en una limpieza a fondo.

- Oh, muchas gracias.-dijo el suizo comenzándolo a ojear. Shwan emitió un gruñido casi inaudible, que debía ser interpretado como un tímido: no se merecen.

- Shwan,-le dije hace unos días- me voy a las Rocosas, ¿sabes cuánto vale el viaje en autobús?
- Mmm...Unos ciento veinte o ciento treinta dólares. La última vez que hice ese recorrido me costó eso, claro que en agosto siempre cambian los precios.
- ¿Has estado en las Rocosas?
- Sí, las cruzo a menudo. Yo soy de Alberta, de Edmonton.
- Pues sí que estás lejos.
- Sí, sí...lejos, sí.- Imposible sacarle más.
- ¿Sabes cuánto dura el viaje?- le pregunté.
- Unas doce horas. Pero fíjate, si vas a Seattle, que son cuatro horas, te sale por mas de doscientos. Sólo por cruzar la frontera.- Ahí encontré una grieta a su compacta resistencia a hablar de si mismo.
- Ah, ¿cómo lo sabes? ¿Has estado en los EEUU?- pregunté con medida ingenuidad.
- Sí, sí.- hizo una pausa, y pensé que mi tentativa había vuelto a fracasar, pero al rato continuó. - Yo he trabajado en Texas. Y en Oklahoma también, y en Louisiana.
A estas alturas yo sabía que era inútil preguntar a quemarropa, así que fui bordeando.
- ¿Y es la gente de EEUU diferente a la de Canadá? Porque la gente dice que sí.
Titubeó.
- Mmm...No. No. La gente es igual en todas partes. Pero allí vive mucha gente, entonces es más peligroso. No es como aquí. Yo en Texas llevaba revolver, y miraba bien cuando aparcaba el coche en un párking. En Oklahoma no, aquello es tranquilo, hay poca gente y las distancias son grandes. Allí llevaba coche.
- ¿Prefieres Canadá?
Volvió a titubear.
- Mmm...Sí, sí. Aquí vivo bien, sí.
Me habló con precisión de muchas ciudades de Canadá conforme yo le preguntaba. Había trabajado en todas ellas en algún momento de su vida. Conocía la distancia entre una y otra, la distribución étnica, la base de su economía. Yo, sin saber a penas nada de él, iba tejiendo, con los pocos mimbres que tacañamente me ofrecía de su vida, una biografía de lo más novelesca.
Yo no dije nada más, y él tampoco. La conversación se dio por concluida. Él se fue a la ducha, al volver se tumbó en la cama, abrió su bolsa del Grosery y se puso a leer el periódico mientras cenaba.

Una noche, Shwan se levantó de la cama pasadas las doce de la noche. Cosa extrañísima. Lo hizo con su habitual sigilo, pero yo me desperté gracias a una bolsa de plástico que alguien dejó en el suelo descuidadamente, y que Shwan pisó sin darse cuenta.
Yo no me moví, simulé que dormía. Él se quitó el pijama lentamente y se puso ropa de calle. Al rato salió de la habitación, cerrando con sumo cuidado la puerta tras él. Inmóvil en la cama, comencé a pensar adónde podía haberse ido, en mitad de esa noche fría de Victoria. No sé lo que tardó en volver, porque me desperté al oír la puerta. Abrí los ojos para asegurarme de que era él. Su silueta, recortada tenuemente por la débil luz que llegaba de la calle a través de la ventana, se movía en dirección a mí. Yo cerré los ojos y escuché sus pasos. Se pararon muy cerca. Al no escuchar nada, volví a abrir los ojos. En medio de la oscuridad, me encontré con su cara a dos palmos de la mía. Entonces me miró a los ojos.

- ¿Te he despertado? -me dijo en un susurro. Su taquilla la tenía al lado de mi cabecera, e intentaba abrirla con cuidado.
- No. Estaba despierto. -mentí.
- Ok.
- ¿Sabes qué hora es?-le pregunté.
- Las...doce y media, creo.
- Ah, es muy tarde...- le dije esperando una explicación.
- Sí, es tarde, sí.

Se dirigió a su cama como una sombra que recorre silenciosa una pared. Su pelo rubio, única señal visible que me permitía situarlo, se perdió en la noche. Escuché cómo corría su cortina, cómo escogía una postura, y cómo daba un último suspiro antes de cerrar los ojos.
En la habitación todos dormían. El silencio era rítmico, acompasado por la respiración de aquellos hombres. Yo permanecí por un tiempo con los ojos abiertos, prestando atención a la respiración sigilosa y lenta que se oía tras aquella cortina que comunicaba con el misterio.

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