¿Por mucho tiempo?
miércoles, 15 de octubre de 2008
martes, 14 de octubre de 2008
Nueva York
La última vez que escribí unas líneas en este blog, me encontraba en Ottawa, la capital de Canadá. Ahora me encuentro en la capital del mundo, y escribir se hace prácticamente imposible. Imposible porque paso el día literalmente en la calle y caminando, e imposible porque qué puedo decir sobre las glorias de esta ciudad que no se haya dicho ya, sin caer en la cursilería o fracasando en el intento de explicar qué es Nueva York. Intentar definirla o querer transmitir su esencia sería como intentar explicar el mundo. Porque aquí, en Nueva York, es el mundo entero lo que pasa por tus ojos. El mundo concentrado en una isla a la vanguardia de todos los continentes.
Jamás una ciudad me había obligado a jurarle que nos volveríamos a ver. Ayer, cuando caminaba por la Quinta Avenida mientras anochecía, lo hice. He sido, durante toda mi vida, enemigo acérrimo del asfalto, las muchedumbres, los coches, el ruido y, en definitiva, todos los ingredientes de los que se compone una gran ciudad. Pero del mismo modo que hay devociones que acompañan al creyente durante toda su vida, en otras ocasiones es necesario un acontecimiento que desate en el interior ese arrobamiento místico necesario para una conversión instantánea y para siempre. Quizá esta última forma de acercarse a una fe sea la que más honda impronta deje en el alma. ¿Acaso habría escrito San Pablo la Carta a los Romanos si no hubiera caído del caballo ante el resplandor aparecido en el cielo?
No voy a decir más. La devoción es experiencia, y en ésta, a diferencia de otras, morder la Manzana simboliza entrar en el paraíso.
Wall Street
Broadway
Broadway
5th Avenue
Rockefeller Center
Rockefeller Center
Manhattan desde el Empire State
Central Park
El reportero más dicharachero
The Empire State Building
Ella y yo
Jamás una ciudad me había obligado a jurarle que nos volveríamos a ver. Ayer, cuando caminaba por la Quinta Avenida mientras anochecía, lo hice. He sido, durante toda mi vida, enemigo acérrimo del asfalto, las muchedumbres, los coches, el ruido y, en definitiva, todos los ingredientes de los que se compone una gran ciudad. Pero del mismo modo que hay devociones que acompañan al creyente durante toda su vida, en otras ocasiones es necesario un acontecimiento que desate en el interior ese arrobamiento místico necesario para una conversión instantánea y para siempre. Quizá esta última forma de acercarse a una fe sea la que más honda impronta deje en el alma. ¿Acaso habría escrito San Pablo la Carta a los Romanos si no hubiera caído del caballo ante el resplandor aparecido en el cielo?
No voy a decir más. La devoción es experiencia, y en ésta, a diferencia de otras, morder la Manzana simboliza entrar en el paraíso.
Wall Street
Broadway
Broadway
5th Avenue
Rockefeller Center
Rockefeller Center
Manhattan desde el Empire State
Central Park
El reportero más dicharachero
The Empire State Building
Ella y yo
martes, 7 de octubre de 2008
De Ottawa a Estados Unidos
Estoy en Ottawa, la capital de Canadá. Llegué ayer desde Montreal. La ciudad está atravesada por ríos y conectada por varios puentes de hierro. La mitad es francófona (la zona que ocupa territorio quebequés) y la otra mitad anglófono (en suelo de provincia de Ontario). La ciudad no es nada del otro mundo, es simplemente una capital administrativa de funcionarios, militares, estudiantes universitarios y, por supuesto, vagabundos.
Aunque he de decir que una de las mejores maravillas arquitectónicas que he visto en este viaje ha sido en esta ciudad. Me refiero al parlamente canadiense. Un maravilloso conjunto de edificios neogóticos al más puro estilo inglés que deja a todos los visitantes perplejos. Además la visita guiada a su interior es gratis, y tuve la oportunidad de ver la Cámara de los Comunes y el senado. Allí dentro estabas en la Inglaterra victoriana. Pero a pesar de la majestuosidad y belleza de estos dos lugares, hubo otro que, como bien anunció el guía, era el preferido por todo visitante: la biblioteca. Y de hecho, cuando abrió las puertas de madera de la biblioteca para que pudiéramos pasar a verla, se oyó un "oh" coreado por casi todo el grupo de turistas. Una biblioteca circular, bajo una cúpula enorme y presidida por una gran estatua de la reina Victoria en el centro. De detalles pulcros y cuidados, la biblioteca era de un clasicismo y elegancia que hacía que la gente se sintiese más en una iglesia que en un lugar de estudio. El silencio que guardábamos era sacro mientras contemplábamos extasiados las estanterías de madera con los escudos canadienses y los detalles florales grabados en las robustas paredes de cerezo.
Cuando abandonamos las biblioteca, subimos a la Torre de la Paz, una torre muy similar en tamaño y forma al Big Ben de Londres, construida para conmemorar a los soldados canadienses caídos en el servicio del honor en las diferentes guerras del siglo XX. La vista desde allí arriba no podía ser más privilegiada. El parlamente está justo en la orilla del caudaloso río Ottawa, y podíamos ver toda la planicie en la que se extiende la ciudad y sus suburbios, rodeada de bosques frondosos de árboles caducifolios que, en esta época del año, se mezclan en tonos rojos, amarillos y marrones.
La visita al parlamento pone el broche de oro a la visita de este país. Mañana me voy a Estados Unidos, a Buffalo, concretamente. Leah, la chica estadounidense que conocí en el Camino de Santiago, al hablarle de mi intención de ir a Nueva York, se ofreció amablemente a decirle a su tía si yo podía pasar unos días en su casa, en Buffalo, ciudad natal de Leah. Ella aceptó con gusto, de modo que mañana, a las seis de la tarde, tras ocho horas y media de autobús, nos veremos las caras en la estación de autobuses de su ciudad.
Allí permaneceré, como digo, unos cuatros días, para tomarle un poco el pulso al país y a su gente y después me marcharé a Nueva York, destino final. Adelanto mi visita a los Estados Unidos porque, según parece, la temporada de trabajo en granjas, ranchos, albergues y demás pesebres, ha llegado a su fin. Empieza el duro frío invernal y todos los correos que he enviado a diferentes lugares tienen como respuesta unánime una negativa.
No sé todavía exactamente cuándo, pero en breve regresaré a España.
Aunque he de decir que una de las mejores maravillas arquitectónicas que he visto en este viaje ha sido en esta ciudad. Me refiero al parlamente canadiense. Un maravilloso conjunto de edificios neogóticos al más puro estilo inglés que deja a todos los visitantes perplejos. Además la visita guiada a su interior es gratis, y tuve la oportunidad de ver la Cámara de los Comunes y el senado. Allí dentro estabas en la Inglaterra victoriana. Pero a pesar de la majestuosidad y belleza de estos dos lugares, hubo otro que, como bien anunció el guía, era el preferido por todo visitante: la biblioteca. Y de hecho, cuando abrió las puertas de madera de la biblioteca para que pudiéramos pasar a verla, se oyó un "oh" coreado por casi todo el grupo de turistas. Una biblioteca circular, bajo una cúpula enorme y presidida por una gran estatua de la reina Victoria en el centro. De detalles pulcros y cuidados, la biblioteca era de un clasicismo y elegancia que hacía que la gente se sintiese más en una iglesia que en un lugar de estudio. El silencio que guardábamos era sacro mientras contemplábamos extasiados las estanterías de madera con los escudos canadienses y los detalles florales grabados en las robustas paredes de cerezo.
Cuando abandonamos las biblioteca, subimos a la Torre de la Paz, una torre muy similar en tamaño y forma al Big Ben de Londres, construida para conmemorar a los soldados canadienses caídos en el servicio del honor en las diferentes guerras del siglo XX. La vista desde allí arriba no podía ser más privilegiada. El parlamente está justo en la orilla del caudaloso río Ottawa, y podíamos ver toda la planicie en la que se extiende la ciudad y sus suburbios, rodeada de bosques frondosos de árboles caducifolios que, en esta época del año, se mezclan en tonos rojos, amarillos y marrones.
La visita al parlamento pone el broche de oro a la visita de este país. Mañana me voy a Estados Unidos, a Buffalo, concretamente. Leah, la chica estadounidense que conocí en el Camino de Santiago, al hablarle de mi intención de ir a Nueva York, se ofreció amablemente a decirle a su tía si yo podía pasar unos días en su casa, en Buffalo, ciudad natal de Leah. Ella aceptó con gusto, de modo que mañana, a las seis de la tarde, tras ocho horas y media de autobús, nos veremos las caras en la estación de autobuses de su ciudad.
Allí permaneceré, como digo, unos cuatros días, para tomarle un poco el pulso al país y a su gente y después me marcharé a Nueva York, destino final. Adelanto mi visita a los Estados Unidos porque, según parece, la temporada de trabajo en granjas, ranchos, albergues y demás pesebres, ha llegado a su fin. Empieza el duro frío invernal y todos los correos que he enviado a diferentes lugares tienen como respuesta unánime una negativa.
No sé todavía exactamente cuándo, pero en breve regresaré a España.
domingo, 5 de octubre de 2008
Turistas
El asco que uno acaba teniendo por los viajes está estrechamente relacionado con el número de turistas de chancleta sudada, vuelo de bajo coste y mini cámara digital al cuello que se encuentra por el camino. Comienzo con este humor porque hoy he pasado el día en la ciudad de Quebec. Pero empecemos por el principio hasta desembocar en lo grotesco.
Me dirijo a las estación de autobuses de Montreal por la mañana, para coger el primer autobús hacia Quebec. Compro el billete y a la media hora estoy sentado camino de la capital de la provincia. Con tres horas por delante, decido coger mi guía de Canadá y empaparme bien sobre la historia y monumentos de la ciudad en cuestión. Por lo que leo en ella, la ciudad no podría ser más interesante. Quebec es la única ciudad amurallada de Norteamérica, fundada por Samuel de Champlain en 1608. Las continuas batallas contra los británicos propiciaron el amurallamiento de la ciudad en 1693. La ciudad caería finalmente en 1759, en la batalla de los Llanos de Abraham. Como buenos nacionalistas resentidos, aquello daría lugar a un lema que todavía hoy se puede ver en el escudo de la bandera de la provincia y en todas las matrículas de los coches que he visto: Je me souviens (Yo me acuerdo). Ahí se ve hasta donde puede llegar la mezquindad de los nacionalistas. Cada vez que un turista anglosajón se pasee por Quebec, millones de coches le señalarán con sus matrículas diciéndole: ¡Eh, que yo todavía me acuerdo! Esto es convivencia. Especialmente cuando uno recuerda que en las matrículas de todas las provincias de Canadá también tienen lemas, aunque muy diferentes. Los coches matriculados en la Columbia Británica llevan grabado el lema "Beautiful British Columbia" (Bonita Columbia Británica), en los coches de Alberta se puede leer "Wild Rose Country" (Tierra de la rosa salvaje), en Manitoba "Friendly" (Amigable), en Ontario "Yours to Discover" (Tuya para descubrirla), en Saskatchewan "Land of Living Skies" (Tierra de cielos con vida). Y así con todas las matrículas de cada provincia. Pero al llegar a territorio nacionalista, hasta los coches nos advierten del resentimiento pueblerino de la tribu.
El caso es que seguí leyendo mi guía, y decía que a Charles Dickens, cuando estuvo en América, lo que más le impresionó fueron las calles de Quebec. El hotel de lujo Fairmont Le Chateau Frontenac, un hotel con forma de castillo imponente, es famoso entre otras cosas porque en él se alojó Winston Churchill, y se puede hacer una visita guiada por su interior. También en Quebec hay una catedral de Notre Dame, y en ella está enterrado François de Laval, nombrado vicario apostólico de Nueva Inglaterra y beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1980.
Con tanta historia, longevidad, monumentos y fotos de calles medievales que pude encontrar en mi guía sobre la ciudad, empecé a impacientarme por llegar y descubrir aquella maravilla. Pero la realidad es siempre peor de lo que uno imagina o lee en las guías. En cuanto llego a la estación de autobuses, me cargo con todos mis bártulos con la intención de buscar un albergue o cuchitril de cualquier tipo en el que dormir por lo menos una noche. Como buena ciudad fortificada, no hay calle sin pendiente, y para llagar hasta el centro hay que subir y subir hasta acabar empapado de sudor a pesar del frío. Pero cuanto más subo y más me acerco al núcleo de la ciudad medieval, más me va decepcionando todo lo que veo. Aquello parece un parque de atracciones. Las calles principales, aún adoquinadas y con casas de piedra centenarias, servían de decorado del horror. Sobre los adoquines se paseaban manadas enormes de turistas venidos de todas partes, y el interior de las casas de piedra servía exclusivamente para albergar tiendas de souvenirs y restaurantes caros. Por lo que pude comprobar tras un paseo por todo aquello, la ciudad entera se había convertido en pasto de turistas omnívoros que igual le sacaban una foto a una lata de refresco tirada en el suelo que a la fachada de la catedral. Para ambientar un poco más el circo, cada casa tenía tres o cuatro banderas que sobresalían de la segunda planta. Todas las calles tenían treinta o cuarenta banderas multicolor con la flor de lis ondeando. La bandera canadiense, la de la hoja de arce, quedaba relegada a los mástiles de edificios oficiales y al interior de tiendas para turistas sobre la etiqueta de made in China del botijo o camiseta de turno.
Lo grotesco de lo grotesco, lo encontré cuando, paseando por una de esas calles, vi una larga cola de turistas esperando para entrar en una de las atracción de aquella feria. Para que la manada no se impacientara, un grupo de payasos contratado por el ayuntamiento iba disfrazado de mosqueteros y se metía con la gente invitándoles a un duelo. Cada vez que un mosquetero de atrezzo desenvainaba su espada, los turistas desenfundaban sus cámaras y disparaban una ráfaga de flashes sobre su cara.
Observar a los turistas aveces produce vergüenza ajena. Los peores son los que van con pareja. La típica parejita joven que todavía está enamorada y, por lo tanto, no deja de hacer tonterías. En medio de la calle me encuentro a una chica con las manos en alto, una pierna encogida y la espalda arqueada. Ante postura tan extraña, yo me la quedo mirando a una distancia prudente. Estática, intentando con esfuerzo aguantar el equilibrio, mira sonriente hacia un punto lejano. De pronto se mueve y recobra una postura natural, y un chico se acerca a ella con una cámara digital. Los dos juntan sus cabezas mientras el chico manipula la máquina y al rato se ríen a la vez. Luego descubrí que desde el lugar donde se disparó la foto, y con la postura de la chica, el efecto óptico creado era que la chica estaba sujetando el mástil de una bandera que quedaba cien metros más atrás.
Lo malo de los turistas es que, al igual que los monos, son capaces de aprender y reproducir patrones de conducta simples vistos en otros primates. A los pocos minutos, varias parejas de turistas se esforzaban por sacarse la misma foto "sujetando" el mástil.
Las cámaras digitales han hecho que lo de viajar sea todavía más doloroso. Al poder hacer miles de fotografías y luego descargarlas en un ordenador para poder seguir haciendo otras mil, el turista chancletero de hoy no discrimina a la hora de hacer fotos. Lo que se fotografía no importa, lo que importa es el acto de hacer clic en si mismo. He visto a gente haciendo fotos a alcantarillas, a palomas callejeras que tendrán, y no harán ni caso, en sus propias ciudades, a la hoja seca de un árbol, a la portada de una revista, al plato que se van a comer en un restaurante, a letreros de prohibido el paso, al perrito que se les cruza en un paso de cebra...
Recuerdo que una vez, cuando fuimos de excursión a caballo en Chilcotin, pasamos por un bosque de abetos centenarios. Éramos un grupo de diez o quince, con el guía delante. La gente iba mirando el paisaje y hablando distraídamente de lo suyo con el de al lado. En esas que el guía dice: mirad, ese árbol de allí tiene quinientos años, estaba aquí cuando se descubrió América. Ese comentario, que sonaba a pedigrí del bueno, con cierto aire histórico por lo del descubrimiento, hizo que todos sacaran sus cámara rápidamente e, intentando parar al caballo para que la foto no saliera movida, apuntaron al ancho tronco del árbol en cuestión y después se lo quedaron mirando como el que ve "algo importante". Pero justo en ese momento, nuestro guía añadió: Ay, no, perdón, ese no era, es el de allá el que tiene quinientos años. Vi cómo inmediatamente todos teclearon su cámara para borrar la foto del árbol impostor, y de nuevo dispararon al auténtico, al importante de verdad.
Ya me imagino la escena cuando los jinetes llegasen a sus países y se pusieran a enseñar las fotos a los amigos en el ordenador. Clic. Este es el estadio olímpico. Clic. Esto las montañas Rocosas. Clic. Esto el tronco de un árbol de cuando Colón. Clic. Esta mi prima, que lloró en el aeropuerto. Clic...
También me imagino al turista que haya leído que a Dickens le gustó las calles de Quebec. Ese turista no parará de hacer fotos a las calles, tan diferentes a las que encontró el escritor. El que sepa que Churchill se alojó en el hotel, querrá hacer la visita guiada. Se aburrirá mucho, y ante las explicaciones del guía, atenderá la llamadita inoportuna de su móvil. Entonces escuchará: en esta, señores, se alojó Winston Churchill. En es momento le dirá al amigo que le llamará luego, colgará el teléfono, sacará la cámara a toda prisa y flasheará la habitación de arriba abajo.
Clic. Aquí yo con la Mari en la puerta de un hotel de lujo. Clic. Aquí montado en una Harley que vi aparcada en la calle. Clic. Esta, esta es la habitación del Churchill, chaval. Clic. Esto es un río. Clic...
Y el turista que no sepa nada sobre Quebec, se limitará a fundir sus cuatro gigas de capacidad de su cámara digital haciendo fotos a papeleras, latas de refresco, palomas comiendo un trozo de pan y algún que otro monumento. De esos importantes.
Ejemplo de foto que no sirve para nada. Docenas de turistas se agolpaban para hacerla en una plaza pública bajo una intensa lluvia.
Me dirijo a las estación de autobuses de Montreal por la mañana, para coger el primer autobús hacia Quebec. Compro el billete y a la media hora estoy sentado camino de la capital de la provincia. Con tres horas por delante, decido coger mi guía de Canadá y empaparme bien sobre la historia y monumentos de la ciudad en cuestión. Por lo que leo en ella, la ciudad no podría ser más interesante. Quebec es la única ciudad amurallada de Norteamérica, fundada por Samuel de Champlain en 1608. Las continuas batallas contra los británicos propiciaron el amurallamiento de la ciudad en 1693. La ciudad caería finalmente en 1759, en la batalla de los Llanos de Abraham. Como buenos nacionalistas resentidos, aquello daría lugar a un lema que todavía hoy se puede ver en el escudo de la bandera de la provincia y en todas las matrículas de los coches que he visto: Je me souviens (Yo me acuerdo). Ahí se ve hasta donde puede llegar la mezquindad de los nacionalistas. Cada vez que un turista anglosajón se pasee por Quebec, millones de coches le señalarán con sus matrículas diciéndole: ¡Eh, que yo todavía me acuerdo! Esto es convivencia. Especialmente cuando uno recuerda que en las matrículas de todas las provincias de Canadá también tienen lemas, aunque muy diferentes. Los coches matriculados en la Columbia Británica llevan grabado el lema "Beautiful British Columbia" (Bonita Columbia Británica), en los coches de Alberta se puede leer "Wild Rose Country" (Tierra de la rosa salvaje), en Manitoba "Friendly" (Amigable), en Ontario "Yours to Discover" (Tuya para descubrirla), en Saskatchewan "Land of Living Skies" (Tierra de cielos con vida). Y así con todas las matrículas de cada provincia. Pero al llegar a territorio nacionalista, hasta los coches nos advierten del resentimiento pueblerino de la tribu.
El caso es que seguí leyendo mi guía, y decía que a Charles Dickens, cuando estuvo en América, lo que más le impresionó fueron las calles de Quebec. El hotel de lujo Fairmont Le Chateau Frontenac, un hotel con forma de castillo imponente, es famoso entre otras cosas porque en él se alojó Winston Churchill, y se puede hacer una visita guiada por su interior. También en Quebec hay una catedral de Notre Dame, y en ella está enterrado François de Laval, nombrado vicario apostólico de Nueva Inglaterra y beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1980.
Con tanta historia, longevidad, monumentos y fotos de calles medievales que pude encontrar en mi guía sobre la ciudad, empecé a impacientarme por llegar y descubrir aquella maravilla. Pero la realidad es siempre peor de lo que uno imagina o lee en las guías. En cuanto llego a la estación de autobuses, me cargo con todos mis bártulos con la intención de buscar un albergue o cuchitril de cualquier tipo en el que dormir por lo menos una noche. Como buena ciudad fortificada, no hay calle sin pendiente, y para llagar hasta el centro hay que subir y subir hasta acabar empapado de sudor a pesar del frío. Pero cuanto más subo y más me acerco al núcleo de la ciudad medieval, más me va decepcionando todo lo que veo. Aquello parece un parque de atracciones. Las calles principales, aún adoquinadas y con casas de piedra centenarias, servían de decorado del horror. Sobre los adoquines se paseaban manadas enormes de turistas venidos de todas partes, y el interior de las casas de piedra servía exclusivamente para albergar tiendas de souvenirs y restaurantes caros. Por lo que pude comprobar tras un paseo por todo aquello, la ciudad entera se había convertido en pasto de turistas omnívoros que igual le sacaban una foto a una lata de refresco tirada en el suelo que a la fachada de la catedral. Para ambientar un poco más el circo, cada casa tenía tres o cuatro banderas que sobresalían de la segunda planta. Todas las calles tenían treinta o cuarenta banderas multicolor con la flor de lis ondeando. La bandera canadiense, la de la hoja de arce, quedaba relegada a los mástiles de edificios oficiales y al interior de tiendas para turistas sobre la etiqueta de made in China del botijo o camiseta de turno.
Lo grotesco de lo grotesco, lo encontré cuando, paseando por una de esas calles, vi una larga cola de turistas esperando para entrar en una de las atracción de aquella feria. Para que la manada no se impacientara, un grupo de payasos contratado por el ayuntamiento iba disfrazado de mosqueteros y se metía con la gente invitándoles a un duelo. Cada vez que un mosquetero de atrezzo desenvainaba su espada, los turistas desenfundaban sus cámaras y disparaban una ráfaga de flashes sobre su cara.
Observar a los turistas aveces produce vergüenza ajena. Los peores son los que van con pareja. La típica parejita joven que todavía está enamorada y, por lo tanto, no deja de hacer tonterías. En medio de la calle me encuentro a una chica con las manos en alto, una pierna encogida y la espalda arqueada. Ante postura tan extraña, yo me la quedo mirando a una distancia prudente. Estática, intentando con esfuerzo aguantar el equilibrio, mira sonriente hacia un punto lejano. De pronto se mueve y recobra una postura natural, y un chico se acerca a ella con una cámara digital. Los dos juntan sus cabezas mientras el chico manipula la máquina y al rato se ríen a la vez. Luego descubrí que desde el lugar donde se disparó la foto, y con la postura de la chica, el efecto óptico creado era que la chica estaba sujetando el mástil de una bandera que quedaba cien metros más atrás.
Lo malo de los turistas es que, al igual que los monos, son capaces de aprender y reproducir patrones de conducta simples vistos en otros primates. A los pocos minutos, varias parejas de turistas se esforzaban por sacarse la misma foto "sujetando" el mástil.
Las cámaras digitales han hecho que lo de viajar sea todavía más doloroso. Al poder hacer miles de fotografías y luego descargarlas en un ordenador para poder seguir haciendo otras mil, el turista chancletero de hoy no discrimina a la hora de hacer fotos. Lo que se fotografía no importa, lo que importa es el acto de hacer clic en si mismo. He visto a gente haciendo fotos a alcantarillas, a palomas callejeras que tendrán, y no harán ni caso, en sus propias ciudades, a la hoja seca de un árbol, a la portada de una revista, al plato que se van a comer en un restaurante, a letreros de prohibido el paso, al perrito que se les cruza en un paso de cebra...
Recuerdo que una vez, cuando fuimos de excursión a caballo en Chilcotin, pasamos por un bosque de abetos centenarios. Éramos un grupo de diez o quince, con el guía delante. La gente iba mirando el paisaje y hablando distraídamente de lo suyo con el de al lado. En esas que el guía dice: mirad, ese árbol de allí tiene quinientos años, estaba aquí cuando se descubrió América. Ese comentario, que sonaba a pedigrí del bueno, con cierto aire histórico por lo del descubrimiento, hizo que todos sacaran sus cámara rápidamente e, intentando parar al caballo para que la foto no saliera movida, apuntaron al ancho tronco del árbol en cuestión y después se lo quedaron mirando como el que ve "algo importante". Pero justo en ese momento, nuestro guía añadió: Ay, no, perdón, ese no era, es el de allá el que tiene quinientos años. Vi cómo inmediatamente todos teclearon su cámara para borrar la foto del árbol impostor, y de nuevo dispararon al auténtico, al importante de verdad.
Ya me imagino la escena cuando los jinetes llegasen a sus países y se pusieran a enseñar las fotos a los amigos en el ordenador. Clic. Este es el estadio olímpico. Clic. Esto las montañas Rocosas. Clic. Esto el tronco de un árbol de cuando Colón. Clic. Esta mi prima, que lloró en el aeropuerto. Clic...
También me imagino al turista que haya leído que a Dickens le gustó las calles de Quebec. Ese turista no parará de hacer fotos a las calles, tan diferentes a las que encontró el escritor. El que sepa que Churchill se alojó en el hotel, querrá hacer la visita guiada. Se aburrirá mucho, y ante las explicaciones del guía, atenderá la llamadita inoportuna de su móvil. Entonces escuchará: en esta, señores, se alojó Winston Churchill. En es momento le dirá al amigo que le llamará luego, colgará el teléfono, sacará la cámara a toda prisa y flasheará la habitación de arriba abajo.
Clic. Aquí yo con la Mari en la puerta de un hotel de lujo. Clic. Aquí montado en una Harley que vi aparcada en la calle. Clic. Esta, esta es la habitación del Churchill, chaval. Clic. Esto es un río. Clic...
Y el turista que no sepa nada sobre Quebec, se limitará a fundir sus cuatro gigas de capacidad de su cámara digital haciendo fotos a papeleras, latas de refresco, palomas comiendo un trozo de pan y algún que otro monumento. De esos importantes.
Ejemplo de foto que no sirve para nada. Docenas de turistas se agolpaban para hacerla en una plaza pública bajo una intensa lluvia.
viernes, 3 de octubre de 2008
El Demócrata Neoyorquino
Una obra inspirada en hechos reales.
Hablan en ella las personas siguientes:
Mr. Tim, el demócrata neoyorquino.
Don Luis, el polemista.
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En el escenario, dos literas de madera y una puerta al fondo.
La acción se desarrolla en la habitación de un albergue de Toronto. En la habitación está don Luis colocando sus sábanas en la cama. A los pocos minutos aparece Mr. Tim por la puerta.
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Tim (abriendo la puerta) - Buenas tardes, caballero. ¿Cómo está vuestra merced?
Luis (subido a la litera e incorporándose) - De maravilla. ¿Qué otro ánimo puede tener alguien que visita esta espléndida ciudad?
Tim - Bien cierto es. Del mismo humor me halláis a mí.
Luis - Lo celebro. Mi nombre es don Luis, y por mi acento daréis cuenta de mi hispánico ascendente.
Tim - Lo supe al instante, don Luis. Aunque debo reconocer que os manejáis con destreza en lengua inglesa. Yo soy Mr. Tim, vuestro compañero de habitación, y por mi acento quizá intuáis...
Luis (sin dejarle terminar) - Que vos sois vecino de este país. ¿Me equivoco?
Tim - Acertáis.
Luis - Pero mi oído aún es sordo a diferencias entre estados. Del sur no sois, pues vuestro hablar es ágil, ¿sois, por tanto, del norte?
Tim - De la ciudad de Nueva York exactamente. Sin duda mi inglés es neoyorquino, aunque en estos tiempos quizá vuestro acento sea más neoyorquino que el mío.
Luis - Oh, Nueva York, la Babel de nuestros días, el refugio de la Europa de entre guerras, la libertad de tantos nacidos bajo dictaduras fraticidas que asolaron mi continente, que desangraron Asia y que aún laten con fuerza en Latinoamérica.
Tim - Elevada estima nos tenéis. Raro se me hace oír esas palabras de boca de un europeo. Yo, aun siendo americano, no puedo más que concluir que mi país se equivoca.
Luis - ¿Se equivoca? Expresaos con claridad, os lo ruego.
Tim - Hablo de política, de armamento, de guerra.
Luis - Seguid, os lo ruego, no paréis. Ávido estoy por conocer las opiniones de un americano sobre su patria de libertades y madre de democracias. Decidme, ¿cómo es vuestro país?
Tim - Seré claro, como me pedís. Mi país me recuerda a los últimos años de la Unión Soviética. Mi país se está cayendo a pedazos y, en pocos años, seremos nosotros los que emigraremos en busca de un futuro mejor.
Luis (con cara de sorprendido) - ¡Pero qué me decís! ¡Cómo una catástrofe de esas magnitudes podría darse en la primera potencia económica del mundo? Imploro digáis cuál es la causa de tamaño descalabro.
Tim (alzando la voz y ganando seguridad) - ¿La causa pedís? Yo os diré el nombre de la causa: George W. Bush.
Luis - ¡No, por Dios, otro no!
Tim - ¿Otro qué?
Luis - Vuestra merced es la persona número un millón que me viene con la misma monserga. ¿A caso se concentra en Bush todo el mal de este planeta?
Tim - Conduce el país a la ruina, y además... es un asesino.
Luis - De acuerdo, aceptemos que Bush es Lucifer en persona y el causante de todos los males de la Humanidad desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta la última crónica negra del New York Times de esta mañana. Pero ahora ya no tenéis excusa. Bush, gracias al excelente sistema democrático que en vuestra nación impera para evitar la corruptela que azota países como el mío, ya no puede ser reelegido, agotó sus ocho años. ¿Quién será el culpable del Mal en los próximos años?
Tim - Lo será McCain, si gana. Los republicanos, siempre los republicanos. Ellos están destruyendo América. El americano medio trabaja cincuenta horas semanales, en ocasiones más, y no tenemos ni seguridad social, ni jubilación, ni podemos ir a la universidad si no desembolsamos quince mil dólares por años. Yo quiero una América como cualquier país de la Unión Europea. Quiero que el estado se ocupe de lo más básico, que se haga justicia.
Luis - ¿Y cuál es el camino para conseguir tan noble objetivo?
Tim - El camino es Obama.
Luis - ¿ Aseguráis que la solución a todos los males es Obama? Eso mismo dicen muchos musulmanes pero cambiando la B por la S. Pensamientos vuelicortos los que salen de vuestra boca.
Tim - ¡Faltáis al respeto!
Luis - El respeto se gana.
Tim - ¡Y la vida se pierde!
Luis - ¡Calmaos! ¿Acaso no sois vos demócrata convencido? Pues dialoguemos pausadamente y, si oís discrepancias, celebrad la riqueza de la diversidad. Pues no hay una opinión mejor que otra, ni valor más elevado que otro, ni pensamiento superior o inferior a otro. ¿No es esa la religión del nuevo paganismo universal?
Tim (visiblemente enfadado) - Por mi talante demócrata que os cerraré la boca con palabras y no con misiles.
Luis - Comenzad a cerrármela. Hablad.
Tim - Estados Unidos necesita a Obama porque él es el único que trae un mensaje positivo, un mensaje de optimismo para una nación que está en crisis y que está harta de guerras sin sentido. América está pidiendo un cambio, no podemos seguir en esta dirección. Bush nos ha llevado directos al abismo, gastando todo el dinero en armamento, para su guerra. Os digo, don Luis, que si vuestra merced tuviera a bien hacer una visita a los Estados Unidos y hablaseis con la gente, comprobaríais que todo el mundo odia a Bush. ¡Por algo será!
Luis - Todo el mundo le odia pero salió reelegido. ¡Por algo será!
Tim (nervioso) - Bueno... sí... fue reelegido. Pero eso es por culpa del americano iletrado de las zonas rurales, por eso es. Ellos votan a Bush. En sus limitadas cabezas no hay espacio para el razonamiento. Cuando oyes hablar a alguno de ellos en televisión siempre dicen lo mismo: "A mí el estado no me tiene que decir cómo tengo que vivir" "Yo soy libre" "Queremos seguir siendo americanos". Pasean su desgarbado y fofo cuerpo por sus doscientos acres de tierra con su rifle al hombro, y se sienten los amos del mundo. Casi siempre son de algún estado sureño. De Texas, de Nuevo México, de Arizona... Pero, ¿sabéis la realidad? Esos mismos cruzan la frontera con México para hacer sus comprar, para ir de vacaciones. En México tienen algunos segundas residencias y hasta contraen matrimonio con mexicanas, como el hermano de Bush. Y luego son ellos los que quieren cerrar fronteras, no permitir el paso al inmigrante. ¡Hipócritas!
Luis - Disculpad la observación. Tenéis cuarenta millones de latinos en Estados Unidos. No me parece que en la agenda del presidente figure como asunto prioritario el cierre de fronteras y expulsión de inmigrantes. Además, creo recordar... y corregidme si me equivoco, que fueron precisamente los votos de los cubanos exiliados en la Florida, esos que llegan con la espalda mojada tras fugarse de Cuba en una patera, los que decidieron el triunfo de Bush sobre Al Gore en las elecciones de dos mil.
Tim - ¡Golpe bajo! Fue por lo del niño Elián.
Luis - Por lo que fuese. El hecho es que los inmigrantes cubanos votaron a los republicanos. Además, ¿como os explicáis que, la segunda generación de inmigrantes latinos, voten, en su mayoría, al partido republicano?
Tim - Desconocía ese dato.
Luis - Yo lo conocía y lo esgrimo como argumento contra su grito de ¡hipócritas! La razón es simple. La mayoría de ellos son propietarios de pequeños negocios. Tiendas, almacenes, talleres, restaurantes, bares, etc, y les conviene más una política liberal y de recorte de impuestos. Vos no sabéis lo que decís. ¿Queréis que abran las fronteras y aparezcan en dos días cincuenta millones de inmigrantes paseándose por territorio americano como Pedro, que no Peter, por su casa? ¿Qué haréis cuando esa crisis comparable a la caída de la Unión Soviética que vos auguráis llegue y tengáis que ir a recoger naranjas a California para sobrevivir y os digan que no os aceptan porque ya tienen mano de obra inmigrante y barata para los próximos treinta años? ¡Las naranjas de la ira!
Tim - ¡Eso es demagogia! Nadie está diciendo que se abran las fronteras. Sólo digo que el mundo es de todos y que los republicanos inventan enemigos para asustar a la población y conseguir votos. Así se enriquecen con la fabricación de armas y haciendo la guerra. Los republicanos dicen que los inmigrantes son un problema para los Estados Unidos, que los musulmanes son una amenaza, que Europa nos utiliza para hacer el trabajo sucio. Os advierto una cosa. Si pensáis ir algún día a mi país, debéis saber que a los americanos no les gusta los europeos. Os tratarán bien, con cortesía, pero no les gustáis. Piensan que habéis perdido la fe en Dios, que no nos apoyáis en las decisiones trascendentales.
Luis - Deseoso estoy de tropezarme con uno de esos compatriotas de vos, creo que simpatizaré con él. Porque, ¿acaso no es cierto que si vuestro país decidiera mañana eliminar su ejército, Europa no estaría en gravísimo peligro de un ataque de cualquier parte del mundo?
Tim - ¡Alarmista! Utilizáis las mismas tretas que los republicanos.
Luis - Mr. Tim, vos y yo vivimos en una isla de seguridad y libertad en medio de un mundo exento de seguridad y libertad. Y hasta la fecha, los únicos países del mundo que han demostrado un inquebrantable talante democrático han sido los países de tradición anglosajona. Así de claro os lo digo, Mr. Tim.
Tim - ¿Democrático? La democracia, según tengo entendido, es el derecho de todos a decidir el destino de tu país, la igualdad entre todos los ciudadanos y la posibilidad de presidir tu país sin tener en cuenta tu sexo, color o credo.
Luis - Preciso y conciso.
Tim - Y ahí está el problema. En mi país, muchos no van a votar a Obama por ser negro, porque son racistas, porque desconfían de un hombre de color.
Luis - Y sin embargo, es el único país del mundo de mayoría blanca que contempla la posibilidad de ser presidido por un negro.
Tim - Y ojalá así sea. Necesitamos a Obama. Además, él es el ejemplo perfecto de la América moderna, de la América que la gente joven anhelamos. Es como la Coca-Cola y la Pepsi. McCain sería la Coca-Cola, es decir, lo clásico, lo de siempre, y Obama la Pepsi, o sea, la Next Generation, como decía su anuncio en televisión.
Luis - ¡Menuda comparación! También podríamos interpretarla como que todo el mundo prefiere a McCain y que gobierne uno o gobierne otro, la diferencia sería casi imperceptible. ¿Sabéis lo que pienso? Pienso que son los periódicos más importantes los que se oponen clandestinamente a la candidatura de Obama.
Tim - ¿Cómo es eso? ¿Más conspiración? ¡Lo sabía! Explicaos.
Luis - Elemental, si gana Obama los periódicos tendrán más pérdidas porque cada vez que tengan que fotografiar al presidente en una aparición pública gastarán más tinta que con McCain.
Tim - ¡De nuevo faltáis al respeto!
Luis - De nuevo os digo que el respeto se ha de ganar.
Tim (enfadado) - Seguiré argumentando a pesar de vuestra insolencia.
Luis - Que así sea.
Tim - Obama es el candidato perfecto, no sólo por el aire de renovación, también porque es el reflejo de la América real, de la América de orígenes diversos, mestiza. Miradme a mí, mi madre es rumana, mi padre irlandés. Esa es la realidad de mi país. Yo he vivido muchos años en un barrio de dominicanos, mulatos emigrados en su mayoría. Jamás tuve ningún problema. Todavía recuerdo los niños jugando en la calle. Imaginaos qué ejemplo para ellos tener un presidente del mismo color. Sería una inspiración para ellos, un ejemplo a seguir.
Luis - ¿Os parece éste un buen motivo para votar a Obama? Os lo pregunto porque, si así lo fuera, estaríais incurriendo en la misma falta de esos que no lo votarían por su color. Vos, al igual que ellos, tenéis en cuenta el color del candidato a la hora de votar. Ellos por un prejuicio negativo, y por lo tanto condenable, y vos por un prejuicio positivo, y por lo tanto igualmente condenable. Vos sois un racista, Mr. Tim.
Tim - ¡Racista yo!
Luis - ¡Sí, racista! No votareis a McCain no sólo porque no compartais sus ideas, sino porque además es blanco, y vos preferís un presidente negro porque os sugiere modernidad, porque os parece, y perdonadme el vulgarismo, un presidente cool.
Tim - ¡Cómo os atrevéis!
Luis - Me atrevo porque estoy harto.
Tim - ¡Harto de qué!
Luis - ¡Harto de visionarios, de charlatanes, de políticos con buena voluntad, de santurrones, de revolucionarios, de gente positiva, de bocazas que sólo hablan de cambio y de nuevo, de telepredicadores que se hacen pasar por políticos, del "yes, we can" y del peinado de la Clinton! Y os diré más, ¿sabéis quién fue la persona que más contribuyó al bienestar y progreso de las clases medias y bajas?¿Sabéis gracias a quién, en mi opinión, el pueblo ha accedido a una vida que hasta hace poco era exclusiva para aristócratas, para hombres ricos y blancos?
Tim (frunciendo el ceño y mirando al suelo) - Dejadme pensar.
Luis - Pensad.
Tim (con un chasquido de dedos) - ¡Lo tengo! ¡Karl Marx!
Luis - Frío, frío como su país natal.
Tim - ¡Lenin!
Luis - Gélido como un Gulag siberiano.
Tim - Trotski.
Luis - -Ídem.
Tim - Nelson Mandela.
Luis - Probad otra vez.
Tim - Bill Clinton.
Luis - Oh, qué ordinariez.
Tim (nervioso y enfadado) - El Che, Gandhi, Al Gore, Buda, Teresa de Calcuta, Rousseau, José Bové...
Luis - Ninguno de ellos.
Tim - ¡Entonces quién! ¡Decid su nombre, desvelad el misterio!
Luis - Henry Ford.
Tim (abriendo los ojos sobresaltado) ¡Blasfemia!
Luis - ¡Escuchad la diversidad de opiniones!
Tim - Explicaos pues.
Luis - Si ha habido alguien en el mundo que puso a disposición de todos los lujos reservados desde siempre a las clases más ricas, ese fue Henry Ford. Con su sistema que revolucionó la producción abaratando costes y, por lo tanto, reduciendo el precio de los productos y poniéndolos al alcance de todos. ¿Acaso vos no llegasteis a Toronto en coche, ese artilugio para aristócratas de hace un siglo? ¿Acaso vos no disfrutáis de un sofá cómodo, un televisor, un ordenador, un equipo de música y comida en abundancia?
Tim - Cierto.
Luis - ¿Y cómo hemos llegado a ese nivel de progreso material?
Tim - ¿Por Ford, decís?
Luis - Por Ford afirmo, por Henry Ford como precursor. Pero cuidado, ¿acaso Ford era un antropófilo, un buen samaritano, un visionario encabezando la Nueva Era? ¡Por supuesto que no! Henry Ford era un hombre de negocios, y su único objetivo era ganar dinero con el mínimo personal trabajando en sus fábricas. Su propósito era reducir costes, no beneficiar al prójimo. Sin embargo, ni todas las ONG's del mundo han conseguido ni la décima parte de lo que consiguió Henry Ford. Y algo así sólo podía desarrollarse en un país como los Estados Unidos. Me decís que sangre rumana tenéis, ¿no vendría vuestra madre a América huyendo de políticas que iban a salvar al mundo? ¿No vendría aquí en busca de comida, casa, coche, televisión y libertad?
Tim - ¡Basta!
Luis - Decidme, ¿os gusta Madonna?
Tim - ¿Qué tiene que ver Madonna con todo esto?
Luis - Responded, os lo ruego.
Tim - Me encanta Madonna. Su música, su vida... estudia la Cábala judía, hace yoga y además adopta niños africanos y es demócrata.
Luis - Entonces, escuchad: I'm a material girl in a material world. ¿Sería posible un estribillo como este antes de Henry Ford? Y lo que es más importante, ¿podríais escucharlo en su CD fabricado en serie, en cadena y tan barato que lo puede comprar cualquiera?
Tim - Me dejáis sin argumentos.
Luis (en tono burlesco)- ¿Vencido o convencido?
Tim (enfadado)- Ni lo uno ni lo otro. Yo votaré a Obama.
Luis (suspirando y pasándose la mano por la cabeza) - Gracias por la lección, Mr. Tim.
Tim - ¿Lección?
Luis - Me habéis hecho ver que discutir de política nunca sirve de nada.
Tim - Pues cambiemos de tema.
Luis - Sea. En breve partiré hacia su país.
Tim - Lo celebro, quizá después del viaje os acercáis más a posturas demócratas. ¿Dónde queréis ir?
Luis - A su tierra, a Nueva York.
Tim - Aún lo celebro más, allí casi todo el mundo es demócrata. Hablad con ellos. La ciudad os encantará.
Luis - Hablaré con ellos. Pero, decidme, ¿es Nueva York una ciudad tan peligrosa como dicen?
Tim - Oh, no, no, ningún peligro os acecha en sus calles, no temáis. Peligrosa fue en los ochenta.
Luis - ¿Qué la hizo segura después?
Tim - Giuliani, el alcalde, hizo un excelente trabajo de limpieza. Por aquel entonces era fiscal del distrito sur de Nueva York y su lucha contra el crimen y el narcotráfico fue ejemplar. Dotó al cuerpo de policía de Nueva York con medios más que eficaces para controlar el crimen. La policía entraba en los barrios más conflictivos, derribaba puertas de domicilios donde se escondían traficantes y delincuentes de toda índole y condición, hasta los que pintaban en las paredes se sentían vigilados. Según el FBI, Nueva York pasó de ser una de las ciudades más peligrosas de América a ser la más segura de todas.
Luis - Valiente ese Giuliani.
Tim - Sin duda.
Luis - Valiente y republicano.
Tim - Oh... sí, sí... republicano era... Pero no hablemos de política, caballero.
Luis - No es costumbre mía perder el tiempo.
(Se cierra el telón.)
--- FIN ---
(aplausos)
Hablan en ella las personas siguientes:
Mr. Tim, el demócrata neoyorquino.
Don Luis, el polemista.
=============================================
En el escenario, dos literas de madera y una puerta al fondo.
La acción se desarrolla en la habitación de un albergue de Toronto. En la habitación está don Luis colocando sus sábanas en la cama. A los pocos minutos aparece Mr. Tim por la puerta.
=============================================
Tim (abriendo la puerta) - Buenas tardes, caballero. ¿Cómo está vuestra merced?
Luis (subido a la litera e incorporándose) - De maravilla. ¿Qué otro ánimo puede tener alguien que visita esta espléndida ciudad?
Tim - Bien cierto es. Del mismo humor me halláis a mí.
Luis - Lo celebro. Mi nombre es don Luis, y por mi acento daréis cuenta de mi hispánico ascendente.
Tim - Lo supe al instante, don Luis. Aunque debo reconocer que os manejáis con destreza en lengua inglesa. Yo soy Mr. Tim, vuestro compañero de habitación, y por mi acento quizá intuáis...
Luis (sin dejarle terminar) - Que vos sois vecino de este país. ¿Me equivoco?
Tim - Acertáis.
Luis - Pero mi oído aún es sordo a diferencias entre estados. Del sur no sois, pues vuestro hablar es ágil, ¿sois, por tanto, del norte?
Tim - De la ciudad de Nueva York exactamente. Sin duda mi inglés es neoyorquino, aunque en estos tiempos quizá vuestro acento sea más neoyorquino que el mío.
Luis - Oh, Nueva York, la Babel de nuestros días, el refugio de la Europa de entre guerras, la libertad de tantos nacidos bajo dictaduras fraticidas que asolaron mi continente, que desangraron Asia y que aún laten con fuerza en Latinoamérica.
Tim - Elevada estima nos tenéis. Raro se me hace oír esas palabras de boca de un europeo. Yo, aun siendo americano, no puedo más que concluir que mi país se equivoca.
Luis - ¿Se equivoca? Expresaos con claridad, os lo ruego.
Tim - Hablo de política, de armamento, de guerra.
Luis - Seguid, os lo ruego, no paréis. Ávido estoy por conocer las opiniones de un americano sobre su patria de libertades y madre de democracias. Decidme, ¿cómo es vuestro país?
Tim - Seré claro, como me pedís. Mi país me recuerda a los últimos años de la Unión Soviética. Mi país se está cayendo a pedazos y, en pocos años, seremos nosotros los que emigraremos en busca de un futuro mejor.
Luis (con cara de sorprendido) - ¡Pero qué me decís! ¡Cómo una catástrofe de esas magnitudes podría darse en la primera potencia económica del mundo? Imploro digáis cuál es la causa de tamaño descalabro.
Tim (alzando la voz y ganando seguridad) - ¿La causa pedís? Yo os diré el nombre de la causa: George W. Bush.
Luis - ¡No, por Dios, otro no!
Tim - ¿Otro qué?
Luis - Vuestra merced es la persona número un millón que me viene con la misma monserga. ¿A caso se concentra en Bush todo el mal de este planeta?
Tim - Conduce el país a la ruina, y además... es un asesino.
Luis - De acuerdo, aceptemos que Bush es Lucifer en persona y el causante de todos los males de la Humanidad desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta la última crónica negra del New York Times de esta mañana. Pero ahora ya no tenéis excusa. Bush, gracias al excelente sistema democrático que en vuestra nación impera para evitar la corruptela que azota países como el mío, ya no puede ser reelegido, agotó sus ocho años. ¿Quién será el culpable del Mal en los próximos años?
Tim - Lo será McCain, si gana. Los republicanos, siempre los republicanos. Ellos están destruyendo América. El americano medio trabaja cincuenta horas semanales, en ocasiones más, y no tenemos ni seguridad social, ni jubilación, ni podemos ir a la universidad si no desembolsamos quince mil dólares por años. Yo quiero una América como cualquier país de la Unión Europea. Quiero que el estado se ocupe de lo más básico, que se haga justicia.
Luis - ¿Y cuál es el camino para conseguir tan noble objetivo?
Tim - El camino es Obama.
Luis - ¿ Aseguráis que la solución a todos los males es Obama? Eso mismo dicen muchos musulmanes pero cambiando la B por la S. Pensamientos vuelicortos los que salen de vuestra boca.
Tim - ¡Faltáis al respeto!
Luis - El respeto se gana.
Tim - ¡Y la vida se pierde!
Luis - ¡Calmaos! ¿Acaso no sois vos demócrata convencido? Pues dialoguemos pausadamente y, si oís discrepancias, celebrad la riqueza de la diversidad. Pues no hay una opinión mejor que otra, ni valor más elevado que otro, ni pensamiento superior o inferior a otro. ¿No es esa la religión del nuevo paganismo universal?
Tim (visiblemente enfadado) - Por mi talante demócrata que os cerraré la boca con palabras y no con misiles.
Luis - Comenzad a cerrármela. Hablad.
Tim - Estados Unidos necesita a Obama porque él es el único que trae un mensaje positivo, un mensaje de optimismo para una nación que está en crisis y que está harta de guerras sin sentido. América está pidiendo un cambio, no podemos seguir en esta dirección. Bush nos ha llevado directos al abismo, gastando todo el dinero en armamento, para su guerra. Os digo, don Luis, que si vuestra merced tuviera a bien hacer una visita a los Estados Unidos y hablaseis con la gente, comprobaríais que todo el mundo odia a Bush. ¡Por algo será!
Luis - Todo el mundo le odia pero salió reelegido. ¡Por algo será!
Tim (nervioso) - Bueno... sí... fue reelegido. Pero eso es por culpa del americano iletrado de las zonas rurales, por eso es. Ellos votan a Bush. En sus limitadas cabezas no hay espacio para el razonamiento. Cuando oyes hablar a alguno de ellos en televisión siempre dicen lo mismo: "A mí el estado no me tiene que decir cómo tengo que vivir" "Yo soy libre" "Queremos seguir siendo americanos". Pasean su desgarbado y fofo cuerpo por sus doscientos acres de tierra con su rifle al hombro, y se sienten los amos del mundo. Casi siempre son de algún estado sureño. De Texas, de Nuevo México, de Arizona... Pero, ¿sabéis la realidad? Esos mismos cruzan la frontera con México para hacer sus comprar, para ir de vacaciones. En México tienen algunos segundas residencias y hasta contraen matrimonio con mexicanas, como el hermano de Bush. Y luego son ellos los que quieren cerrar fronteras, no permitir el paso al inmigrante. ¡Hipócritas!
Luis - Disculpad la observación. Tenéis cuarenta millones de latinos en Estados Unidos. No me parece que en la agenda del presidente figure como asunto prioritario el cierre de fronteras y expulsión de inmigrantes. Además, creo recordar... y corregidme si me equivoco, que fueron precisamente los votos de los cubanos exiliados en la Florida, esos que llegan con la espalda mojada tras fugarse de Cuba en una patera, los que decidieron el triunfo de Bush sobre Al Gore en las elecciones de dos mil.
Tim - ¡Golpe bajo! Fue por lo del niño Elián.
Luis - Por lo que fuese. El hecho es que los inmigrantes cubanos votaron a los republicanos. Además, ¿como os explicáis que, la segunda generación de inmigrantes latinos, voten, en su mayoría, al partido republicano?
Tim - Desconocía ese dato.
Luis - Yo lo conocía y lo esgrimo como argumento contra su grito de ¡hipócritas! La razón es simple. La mayoría de ellos son propietarios de pequeños negocios. Tiendas, almacenes, talleres, restaurantes, bares, etc, y les conviene más una política liberal y de recorte de impuestos. Vos no sabéis lo que decís. ¿Queréis que abran las fronteras y aparezcan en dos días cincuenta millones de inmigrantes paseándose por territorio americano como Pedro, que no Peter, por su casa? ¿Qué haréis cuando esa crisis comparable a la caída de la Unión Soviética que vos auguráis llegue y tengáis que ir a recoger naranjas a California para sobrevivir y os digan que no os aceptan porque ya tienen mano de obra inmigrante y barata para los próximos treinta años? ¡Las naranjas de la ira!
Tim - ¡Eso es demagogia! Nadie está diciendo que se abran las fronteras. Sólo digo que el mundo es de todos y que los republicanos inventan enemigos para asustar a la población y conseguir votos. Así se enriquecen con la fabricación de armas y haciendo la guerra. Los republicanos dicen que los inmigrantes son un problema para los Estados Unidos, que los musulmanes son una amenaza, que Europa nos utiliza para hacer el trabajo sucio. Os advierto una cosa. Si pensáis ir algún día a mi país, debéis saber que a los americanos no les gusta los europeos. Os tratarán bien, con cortesía, pero no les gustáis. Piensan que habéis perdido la fe en Dios, que no nos apoyáis en las decisiones trascendentales.
Luis - Deseoso estoy de tropezarme con uno de esos compatriotas de vos, creo que simpatizaré con él. Porque, ¿acaso no es cierto que si vuestro país decidiera mañana eliminar su ejército, Europa no estaría en gravísimo peligro de un ataque de cualquier parte del mundo?
Tim - ¡Alarmista! Utilizáis las mismas tretas que los republicanos.
Luis - Mr. Tim, vos y yo vivimos en una isla de seguridad y libertad en medio de un mundo exento de seguridad y libertad. Y hasta la fecha, los únicos países del mundo que han demostrado un inquebrantable talante democrático han sido los países de tradición anglosajona. Así de claro os lo digo, Mr. Tim.
Tim - ¿Democrático? La democracia, según tengo entendido, es el derecho de todos a decidir el destino de tu país, la igualdad entre todos los ciudadanos y la posibilidad de presidir tu país sin tener en cuenta tu sexo, color o credo.
Luis - Preciso y conciso.
Tim - Y ahí está el problema. En mi país, muchos no van a votar a Obama por ser negro, porque son racistas, porque desconfían de un hombre de color.
Luis - Y sin embargo, es el único país del mundo de mayoría blanca que contempla la posibilidad de ser presidido por un negro.
Tim - Y ojalá así sea. Necesitamos a Obama. Además, él es el ejemplo perfecto de la América moderna, de la América que la gente joven anhelamos. Es como la Coca-Cola y la Pepsi. McCain sería la Coca-Cola, es decir, lo clásico, lo de siempre, y Obama la Pepsi, o sea, la Next Generation, como decía su anuncio en televisión.
Luis - ¡Menuda comparación! También podríamos interpretarla como que todo el mundo prefiere a McCain y que gobierne uno o gobierne otro, la diferencia sería casi imperceptible. ¿Sabéis lo que pienso? Pienso que son los periódicos más importantes los que se oponen clandestinamente a la candidatura de Obama.
Tim - ¿Cómo es eso? ¿Más conspiración? ¡Lo sabía! Explicaos.
Luis - Elemental, si gana Obama los periódicos tendrán más pérdidas porque cada vez que tengan que fotografiar al presidente en una aparición pública gastarán más tinta que con McCain.
Tim - ¡De nuevo faltáis al respeto!
Luis - De nuevo os digo que el respeto se ha de ganar.
Tim (enfadado) - Seguiré argumentando a pesar de vuestra insolencia.
Luis - Que así sea.
Tim - Obama es el candidato perfecto, no sólo por el aire de renovación, también porque es el reflejo de la América real, de la América de orígenes diversos, mestiza. Miradme a mí, mi madre es rumana, mi padre irlandés. Esa es la realidad de mi país. Yo he vivido muchos años en un barrio de dominicanos, mulatos emigrados en su mayoría. Jamás tuve ningún problema. Todavía recuerdo los niños jugando en la calle. Imaginaos qué ejemplo para ellos tener un presidente del mismo color. Sería una inspiración para ellos, un ejemplo a seguir.
Luis - ¿Os parece éste un buen motivo para votar a Obama? Os lo pregunto porque, si así lo fuera, estaríais incurriendo en la misma falta de esos que no lo votarían por su color. Vos, al igual que ellos, tenéis en cuenta el color del candidato a la hora de votar. Ellos por un prejuicio negativo, y por lo tanto condenable, y vos por un prejuicio positivo, y por lo tanto igualmente condenable. Vos sois un racista, Mr. Tim.
Tim - ¡Racista yo!
Luis - ¡Sí, racista! No votareis a McCain no sólo porque no compartais sus ideas, sino porque además es blanco, y vos preferís un presidente negro porque os sugiere modernidad, porque os parece, y perdonadme el vulgarismo, un presidente cool.
Tim - ¡Cómo os atrevéis!
Luis - Me atrevo porque estoy harto.
Tim - ¡Harto de qué!
Luis - ¡Harto de visionarios, de charlatanes, de políticos con buena voluntad, de santurrones, de revolucionarios, de gente positiva, de bocazas que sólo hablan de cambio y de nuevo, de telepredicadores que se hacen pasar por políticos, del "yes, we can" y del peinado de la Clinton! Y os diré más, ¿sabéis quién fue la persona que más contribuyó al bienestar y progreso de las clases medias y bajas?¿Sabéis gracias a quién, en mi opinión, el pueblo ha accedido a una vida que hasta hace poco era exclusiva para aristócratas, para hombres ricos y blancos?
Tim (frunciendo el ceño y mirando al suelo) - Dejadme pensar.
Luis - Pensad.
Tim (con un chasquido de dedos) - ¡Lo tengo! ¡Karl Marx!
Luis - Frío, frío como su país natal.
Tim - ¡Lenin!
Luis - Gélido como un Gulag siberiano.
Tim - Trotski.
Luis - -Ídem.
Tim - Nelson Mandela.
Luis - Probad otra vez.
Tim - Bill Clinton.
Luis - Oh, qué ordinariez.
Tim (nervioso y enfadado) - El Che, Gandhi, Al Gore, Buda, Teresa de Calcuta, Rousseau, José Bové...
Luis - Ninguno de ellos.
Tim - ¡Entonces quién! ¡Decid su nombre, desvelad el misterio!
Luis - Henry Ford.
Tim (abriendo los ojos sobresaltado) ¡Blasfemia!
Luis - ¡Escuchad la diversidad de opiniones!
Tim - Explicaos pues.
Luis - Si ha habido alguien en el mundo que puso a disposición de todos los lujos reservados desde siempre a las clases más ricas, ese fue Henry Ford. Con su sistema que revolucionó la producción abaratando costes y, por lo tanto, reduciendo el precio de los productos y poniéndolos al alcance de todos. ¿Acaso vos no llegasteis a Toronto en coche, ese artilugio para aristócratas de hace un siglo? ¿Acaso vos no disfrutáis de un sofá cómodo, un televisor, un ordenador, un equipo de música y comida en abundancia?
Tim - Cierto.
Luis - ¿Y cómo hemos llegado a ese nivel de progreso material?
Tim - ¿Por Ford, decís?
Luis - Por Ford afirmo, por Henry Ford como precursor. Pero cuidado, ¿acaso Ford era un antropófilo, un buen samaritano, un visionario encabezando la Nueva Era? ¡Por supuesto que no! Henry Ford era un hombre de negocios, y su único objetivo era ganar dinero con el mínimo personal trabajando en sus fábricas. Su propósito era reducir costes, no beneficiar al prójimo. Sin embargo, ni todas las ONG's del mundo han conseguido ni la décima parte de lo que consiguió Henry Ford. Y algo así sólo podía desarrollarse en un país como los Estados Unidos. Me decís que sangre rumana tenéis, ¿no vendría vuestra madre a América huyendo de políticas que iban a salvar al mundo? ¿No vendría aquí en busca de comida, casa, coche, televisión y libertad?
Tim - ¡Basta!
Luis - Decidme, ¿os gusta Madonna?
Tim - ¿Qué tiene que ver Madonna con todo esto?
Luis - Responded, os lo ruego.
Tim - Me encanta Madonna. Su música, su vida... estudia la Cábala judía, hace yoga y además adopta niños africanos y es demócrata.
Luis - Entonces, escuchad: I'm a material girl in a material world. ¿Sería posible un estribillo como este antes de Henry Ford? Y lo que es más importante, ¿podríais escucharlo en su CD fabricado en serie, en cadena y tan barato que lo puede comprar cualquiera?
Tim - Me dejáis sin argumentos.
Luis (en tono burlesco)- ¿Vencido o convencido?
Tim (enfadado)- Ni lo uno ni lo otro. Yo votaré a Obama.
Luis (suspirando y pasándose la mano por la cabeza) - Gracias por la lección, Mr. Tim.
Tim - ¿Lección?
Luis - Me habéis hecho ver que discutir de política nunca sirve de nada.
Tim - Pues cambiemos de tema.
Luis - Sea. En breve partiré hacia su país.
Tim - Lo celebro, quizá después del viaje os acercáis más a posturas demócratas. ¿Dónde queréis ir?
Luis - A su tierra, a Nueva York.
Tim - Aún lo celebro más, allí casi todo el mundo es demócrata. Hablad con ellos. La ciudad os encantará.
Luis - Hablaré con ellos. Pero, decidme, ¿es Nueva York una ciudad tan peligrosa como dicen?
Tim - Oh, no, no, ningún peligro os acecha en sus calles, no temáis. Peligrosa fue en los ochenta.
Luis - ¿Qué la hizo segura después?
Tim - Giuliani, el alcalde, hizo un excelente trabajo de limpieza. Por aquel entonces era fiscal del distrito sur de Nueva York y su lucha contra el crimen y el narcotráfico fue ejemplar. Dotó al cuerpo de policía de Nueva York con medios más que eficaces para controlar el crimen. La policía entraba en los barrios más conflictivos, derribaba puertas de domicilios donde se escondían traficantes y delincuentes de toda índole y condición, hasta los que pintaban en las paredes se sentían vigilados. Según el FBI, Nueva York pasó de ser una de las ciudades más peligrosas de América a ser la más segura de todas.
Luis - Valiente ese Giuliani.
Tim - Sin duda.
Luis - Valiente y republicano.
Tim - Oh... sí, sí... republicano era... Pero no hablemos de política, caballero.
Luis - No es costumbre mía perder el tiempo.
(Se cierra el telón.)
--- FIN ---
(aplausos)
Las cataratas del Niágara
158 millones de litros de agua por minuto caen de la catarata Herradura (la más grande de las dos cataratas). El 15% del agua dulce del planeta pasa por aquí. Las cataratas están compartidas por Canadá y EEUU. El río Niágara hace de frontera entre los dos países, de modo que se puede ver el estado de Nueva York en la otra orilla. En la catarata Horseshoe (Herradura), la catarata del lado canadiense y más espectacular, se contruyó un túnel que llega hasta la catarata atravesando la roca. Me metí en él y pude ver la catarata desde dentro, enfrente de una gigantesca cortina de agua cayendo con fuerza y provocando un estruendo que hacía retumbar el pecho y las paredes del túnel.
Como se pueden imaginar, las cataratas son impresionantes. No defraudan.
Como se pueden imaginar, las cataratas son impresionantes. No defraudan.
jueves, 2 de octubre de 2008
De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte final)
Esta trilogía del esperpento que hoy concluye, bien podría haberse titulado "De cómo sobreviví a la granja de Kris", y no en. Porque ciertamente la granja fue, por si misma, una prueba de resistencia física y mental, una especie de organismo que se nutría de mis desgracias y engordaba con el peso que yo perdía.
Los días pasaban con lentitud exasperante. Se me hacía tan largos, que al principio pensé que en Alberta había más horas de luz que en la Columbia Británica. Pero no era así, la plasticidad temporal que experimentaba obedecía exclusivamente a mi impaciencia. Impaciencia por salir de aquel pozo de mierda donde mis huesos había ido a parar, impaciencia por concluir aquellas dos semanas que me había autoimpuesto en un alarde de disciplina militar.
Todos los días eran iguales. Me levantaba a las siete de la mañana, desayunaba muesly con yogur y un café, me iba a ordeñar las cabras, después Kris me daba la caja de plástico y me iba al huerto a recolectar lechugas, zanahorias, cebollas, escarolas, remolachas o simplemente a arrancar malas hierbas. Después, en el fregadero de la pocilga, con agua helada, lavaba cada una de las verduras hasta enrojecer mis manos de frío.
Cada día, a la hora de mi almuerzo, empezaba la lucha por encontrar algo comestible en la cocina. De los catorce días que pasé en aquella penitenciería, probablemente doce los resolví haciéndome dos huevos fritos. Pero llegó el día en que la huevera que había en la cocina se vació y, por supuesto, Kris no reparó en ello. Así que aveces tenía que ir al gallinero y coger un par de huevos antes de ir a la cocina. En la casa nunca había más de una bolsa de pan de molde (único pan que comen los cabrones estos) al mismo tiempo. Cuando quedaban pocas rebanadas, le advertía a Kris que en breve nos quedaríamos sin pan. Él me decía que ok, que mañana compraría, pero siempre pasaban uno o dos días sin un pedazo de pan que llevarme a la boca hasta que se acordaba de comprar la siguiente bolsa. Lo mismo pasaba con el aceite, la mermelada y el aborrecido yogur.
Un día me cansé de decir don't worry cada vez que a Kris le apetecía tirarse en pedo en mi presencia. El día que me cansé, él me dijo excuse me, como siempre que se lo tiraba, y yo le miré muy serio y no dije nada. Aquel día fue el último que me intentaron gasear.
Un viernes me levanté, como siempre, a las siete, y vi a Kris que iba vestido casi con decencia.
- Luis, me voy a Edmonton. Voy a recoger a mi hijos, porque tengo un hijo, ¿sabes? De siete años. Pasará aquí el fin de semana. Edmonton está a tres horas de aquí, así que tardaré en volver.
- Seis horas como mínimo.
- Sí, bueno, depende de si tengo que ir hasta su casa o si su madre me espera más cerca.
De modo que el niño rubio de la foto de la nevera era su hijo, y la mujer que había a su lado, con su piercing en la nariz, en la boca y en la ceja, era su madre.
Pasaron las horas con la lentitud de siempre y Kris volvió con su hijo y con su novia Tamara, la reina de la noche. Llegaron casi a la hora de cenar, así qué prepararon cualquier cosa y nos sentamos los cuatro a cenar en el salón. La cena no pudo ser más sosa. No sólo por la falta de condimento en la comida, sino porque nadie dijo una palabra. Al cabo de un rato, Niko, que así se llamaba el hijo de Kris, se empezó a poner juguetón. Entonces Kris, por cada tontería, le soltaba una reprimenda.
- Niko, coge el tenedor como se debe coger.
- Pero si lo cojo bien.
- ¡No, no lo coges bien! - y le echaba una mirada que hasta a mí me asustaba.
Volvió el silencio pero, al cabo de un rato...
- ¿Me pasas el ketchup? - me dijo Niko. El ketchup lo tenía a mi lado, yo lo había puesto en la mesa por si la cena era incomestible.
- Sí, claro. - le contesté mientras se lo pasaba.
- ¡¿Qué se dice?! - gritó Kris clavando sus ojos en los del niño. - ¡¿Eh?! ¡¿Qué se dice?!
- Gracias. - contestó tímidamente Niko. Y Niko comenzó a ponerse ketchup en el plato.
- No te pongas más. - ordena Kris con esa voz calmada que aún da más miedo.
- ¿Pero por quéeee?
- ¡Porque eso es basura y te vas a llenar la barriga de eso y luego no te vas a terminar lo que hay en el plato!
- Que sí que me lo voy a...
- ¡Qué no! - explotó Kris.
Es una de esas situaciones tensas en las que uno se siente casi culpable por lo ocurrido. El ketchup lo había puesto yo en la mesa, en teoría, porque me gustaba, y delante de mí el padre de Niko le decía al niño que eso era basura, que lo que yo había escogido en su nevera repleta de caviar iraní y botellas de Moët & Chandon era lo peor que podía haber escogido. Me dieron ganas de decirle que qué íbamos a hacer si lo que nos servía era mierda y que de algún modo tendríamos que disfrazar el sabor. Pero no le dije nada, me mantuve con la boca cerrada. Un alemán de metro noventa, barrigudo y barbudo impone más que su cría de mastodonte. No merecía la pena cambiar de bando.
Al final el niño se terminó la cena como pudo, con alguna que otra bronca y amenaza por medio como la clásica "come como las personas o sino..." o la encabezada por el "¿qué te tengo dicho?". El niño, que, al menos desde mi permisivo punto de vista, no se comportó mal en ningún momento, llevó su plato vacío al fregadero y se fue a su habitación. A los pocos minutos volvió con el pijama puesto, un pijama que le venía pequeño, con el que enseñaba media barriga, los tobillos y la mitad del antebrazo.
- Buenas noches, me voy a acostar.
- Buenas noches. - dijimos todos.
Por supuesto, ni besos al padre ni nada de nada, a la alemana, sin dejar de mirar el plato. Y cuando no hacía ni cinco minutos que el niño se había ido a dormir y el señor Rottenmeyer, la reina de la noche y el caballero errante terminábamos la cena, el anfitrión se tiró un eructo sonoro que a la reina y a mí nos hizo levantar la vista del plato con cierto sobresalto y mirar a Kris.
- I'm sorry. - dijo Kris con una sonrisita.
A Tamara le hizo gracia lo del eructo y yo sonreí educadamente mientras volvía a acordarme de su madre por enésima vez. ¿Y eso monstruo pretendía inculcar educación y buenas maneras a su hijo?
Harto de todo, pasé la última semana sin ducharme. La barbas que llevaba eran de discípulo de Kris y mis uñas larguísimas y totalmente negras de la tierra del huerto y de todo lo demás, me daban el aspecto que quería tener en ese momento. En aquellas dos semanas no me lavé la ropa ni una sola vez. La ropa de trabajo, que era la misma que la ropa de estar por casa, recogió la mierda de cada rincón de aquella granja. La colección de manchas que lucía en mis pantalones y sudadera me recordaban cada una de las batallas que había tenido que librar, como las heridas de un guerrero. Los pantalones los llevaba llenos de manchas de leche de cabra, que me caían al no hacer diana en el cubo. Eran manchas de color parduzco que con el tiempo se endurecían y aislaban bien del frío. También lucía manchas de barro mezcladas con polvo y restos de paja en todos los bolsillos de cuando tuve que quitar, a golpes de pala y rastrillo, el suelo de paja cagado y meado hasta formar una masa compacta y fétida de los establos de las cabras. La sudadera no salía mejor parada. La pechera lucía manchas de fritanga en la cocina, en alguna de aquellas ocasiones en las que me había envalentonado y había intentado salir de la dieta carcelaria a la que me sometían. Las manchas de huevo daban un toque de color más vivo a mis muertecinos colores de granjero sin escrúpulos y, al comer tantos, cada día aumentaba la colección. Debo confesar que ni siquiera me cambié de calcetines en todo ese tiempo. En los últimos días la planta de los calcetines se hizo dura, especialmente en la parte del talón, y era tal la porquería que arrastraban que cuando me los quité la planta de los pies la tenía negra.
Un guarro, lo confieso, un autentico guarro que intentó destronar a Kris y a su hermano y coronarme como Guarro Supremo del Reino. Si un tiempo atrás, en el lodge de Roswitha, mi trabajo consistió básicamente en dejarlo todo como los chorros del oro, ahora, dejándome llevar por la infinita danza de la diosa Shiva, intentaba acumular toda la suciedad que humanamente podía en mi cuerpo, ropa y entorno. ¿Que por qué lo hice? No lo sé bien. Quizá porque pensaba que no tendría muchas oportunidades en mi vida para poder abandonarme hasta esos extremos, y quería sentir en mis carnes la ruindad moral y física que una persona puede llegar a experimentar. Soy de naturaleza curiosa, me gusta experimentar, saber, descubrir y, una vez descubierto y conquistado, a otra cosa.
Y eso fue lo que hice al finalizar las dos semanas. Mi intención era ir a Toronto en autobús, pero 40 horas de trayecto desaniman a cualquiera. Le dije a Kris que cambiaba de planes, que me iba en avión y que me acercara al aeropuerto lo antes posible. Me dijo que no había problema, que mañana venía Andy y él me llevaría.
Me fui con Andy un jueves tarde que no olvidaré. Me despedí de Kris y de Tamara con el placer que da la seguridad de que no los volvería a ver nunca más en mi vida. Le estreché mi mano limpia, recién duchada y enjabonada, con sus uñas cortas y pulcras, con toda mi ropa oliendo a detergente. Y le dije que me alegraba mucho de haberle conocido, porque me había dado la oportunidad de limpiar mi karma y porque me había ahorrado varias vidas de sufrimiento en este mundo.
Salí de allí en el coche de Andy, pasaría esa noche en su casa y por la mañana me llevaría al aeropuerto de Calgary porque le cogía de camino al trabajo. Llegué a casa de Andy, casa de amigo de Kris y divorciado. El desorden total y un gato eran los únicos dueños de la casa. Me enseña sus pinturas en acuarela, le miento diciéndole que están muy logradas. Me acuesto en una habitación con un colchón en el suelo. Me levanto a las cuatro de la mañana, hora a la que Andy se levanta para ir a trabajar. Me ofrece un café repugnante. Nos dirigimos al aeropuerto en noche cerrada y gélida. Llegamos al aeropuerto. Nos despedimos y me voy al primer mostrador de la compañía WestJet. Pido un billete a Toronto para el próximo vuelo que salga. Me lo dan para el de las diez y media. Paso cinco horas en el aeropuerto intentando dormir un poco. No lo consigo y me paseo entre las librerías. Cojo el avión, tres horas y media de vuelo, aterrizo en Toronto, cambio de franja horaria, son las tres y media de la tarde. Compro una tarjeta para llamar desde el aeropuerto a los albergues de la ciudad. Marco un millón de números, códigos, prefijos, identificadores. Vuelvo a marcar otro millón de números, pido auxilio a la dependienta que me vendió la tarjeta. En un pis pas me da línea, yo la miro con cara de bobo. Llamo a tres albergues, ninguno tiene cama para esa noche y reservo para las dos noches siguientes. Paso la noche durmiendo en el aeropuerto. A las seis de la mañana cojo un autobús que me lleva al centro de Toronto. Llego al albergue tras caminar un buen rato con un mochilón que cada día engorda más. Me dan la llave de la habitación, subo las escaleras como puedo y me desplomo sobre la cama. Todo había terminado, lo había conseguido.
La casa de Kris, escenario de toda la tragedia.
Los días pasaban con lentitud exasperante. Se me hacía tan largos, que al principio pensé que en Alberta había más horas de luz que en la Columbia Británica. Pero no era así, la plasticidad temporal que experimentaba obedecía exclusivamente a mi impaciencia. Impaciencia por salir de aquel pozo de mierda donde mis huesos había ido a parar, impaciencia por concluir aquellas dos semanas que me había autoimpuesto en un alarde de disciplina militar.
Todos los días eran iguales. Me levantaba a las siete de la mañana, desayunaba muesly con yogur y un café, me iba a ordeñar las cabras, después Kris me daba la caja de plástico y me iba al huerto a recolectar lechugas, zanahorias, cebollas, escarolas, remolachas o simplemente a arrancar malas hierbas. Después, en el fregadero de la pocilga, con agua helada, lavaba cada una de las verduras hasta enrojecer mis manos de frío.
Cada día, a la hora de mi almuerzo, empezaba la lucha por encontrar algo comestible en la cocina. De los catorce días que pasé en aquella penitenciería, probablemente doce los resolví haciéndome dos huevos fritos. Pero llegó el día en que la huevera que había en la cocina se vació y, por supuesto, Kris no reparó en ello. Así que aveces tenía que ir al gallinero y coger un par de huevos antes de ir a la cocina. En la casa nunca había más de una bolsa de pan de molde (único pan que comen los cabrones estos) al mismo tiempo. Cuando quedaban pocas rebanadas, le advertía a Kris que en breve nos quedaríamos sin pan. Él me decía que ok, que mañana compraría, pero siempre pasaban uno o dos días sin un pedazo de pan que llevarme a la boca hasta que se acordaba de comprar la siguiente bolsa. Lo mismo pasaba con el aceite, la mermelada y el aborrecido yogur.
Un día me cansé de decir don't worry cada vez que a Kris le apetecía tirarse en pedo en mi presencia. El día que me cansé, él me dijo excuse me, como siempre que se lo tiraba, y yo le miré muy serio y no dije nada. Aquel día fue el último que me intentaron gasear.
Un viernes me levanté, como siempre, a las siete, y vi a Kris que iba vestido casi con decencia.
- Luis, me voy a Edmonton. Voy a recoger a mi hijos, porque tengo un hijo, ¿sabes? De siete años. Pasará aquí el fin de semana. Edmonton está a tres horas de aquí, así que tardaré en volver.
- Seis horas como mínimo.
- Sí, bueno, depende de si tengo que ir hasta su casa o si su madre me espera más cerca.
De modo que el niño rubio de la foto de la nevera era su hijo, y la mujer que había a su lado, con su piercing en la nariz, en la boca y en la ceja, era su madre.
Pasaron las horas con la lentitud de siempre y Kris volvió con su hijo y con su novia Tamara, la reina de la noche. Llegaron casi a la hora de cenar, así qué prepararon cualquier cosa y nos sentamos los cuatro a cenar en el salón. La cena no pudo ser más sosa. No sólo por la falta de condimento en la comida, sino porque nadie dijo una palabra. Al cabo de un rato, Niko, que así se llamaba el hijo de Kris, se empezó a poner juguetón. Entonces Kris, por cada tontería, le soltaba una reprimenda.
- Niko, coge el tenedor como se debe coger.
- Pero si lo cojo bien.
- ¡No, no lo coges bien! - y le echaba una mirada que hasta a mí me asustaba.
Volvió el silencio pero, al cabo de un rato...
- ¿Me pasas el ketchup? - me dijo Niko. El ketchup lo tenía a mi lado, yo lo había puesto en la mesa por si la cena era incomestible.
- Sí, claro. - le contesté mientras se lo pasaba.
- ¡¿Qué se dice?! - gritó Kris clavando sus ojos en los del niño. - ¡¿Eh?! ¡¿Qué se dice?!
- Gracias. - contestó tímidamente Niko. Y Niko comenzó a ponerse ketchup en el plato.
- No te pongas más. - ordena Kris con esa voz calmada que aún da más miedo.
- ¿Pero por quéeee?
- ¡Porque eso es basura y te vas a llenar la barriga de eso y luego no te vas a terminar lo que hay en el plato!
- Que sí que me lo voy a...
- ¡Qué no! - explotó Kris.
Es una de esas situaciones tensas en las que uno se siente casi culpable por lo ocurrido. El ketchup lo había puesto yo en la mesa, en teoría, porque me gustaba, y delante de mí el padre de Niko le decía al niño que eso era basura, que lo que yo había escogido en su nevera repleta de caviar iraní y botellas de Moët & Chandon era lo peor que podía haber escogido. Me dieron ganas de decirle que qué íbamos a hacer si lo que nos servía era mierda y que de algún modo tendríamos que disfrazar el sabor. Pero no le dije nada, me mantuve con la boca cerrada. Un alemán de metro noventa, barrigudo y barbudo impone más que su cría de mastodonte. No merecía la pena cambiar de bando.
Al final el niño se terminó la cena como pudo, con alguna que otra bronca y amenaza por medio como la clásica "come como las personas o sino..." o la encabezada por el "¿qué te tengo dicho?". El niño, que, al menos desde mi permisivo punto de vista, no se comportó mal en ningún momento, llevó su plato vacío al fregadero y se fue a su habitación. A los pocos minutos volvió con el pijama puesto, un pijama que le venía pequeño, con el que enseñaba media barriga, los tobillos y la mitad del antebrazo.
- Buenas noches, me voy a acostar.
- Buenas noches. - dijimos todos.
Por supuesto, ni besos al padre ni nada de nada, a la alemana, sin dejar de mirar el plato. Y cuando no hacía ni cinco minutos que el niño se había ido a dormir y el señor Rottenmeyer, la reina de la noche y el caballero errante terminábamos la cena, el anfitrión se tiró un eructo sonoro que a la reina y a mí nos hizo levantar la vista del plato con cierto sobresalto y mirar a Kris.
- I'm sorry. - dijo Kris con una sonrisita.
A Tamara le hizo gracia lo del eructo y yo sonreí educadamente mientras volvía a acordarme de su madre por enésima vez. ¿Y eso monstruo pretendía inculcar educación y buenas maneras a su hijo?
Harto de todo, pasé la última semana sin ducharme. La barbas que llevaba eran de discípulo de Kris y mis uñas larguísimas y totalmente negras de la tierra del huerto y de todo lo demás, me daban el aspecto que quería tener en ese momento. En aquellas dos semanas no me lavé la ropa ni una sola vez. La ropa de trabajo, que era la misma que la ropa de estar por casa, recogió la mierda de cada rincón de aquella granja. La colección de manchas que lucía en mis pantalones y sudadera me recordaban cada una de las batallas que había tenido que librar, como las heridas de un guerrero. Los pantalones los llevaba llenos de manchas de leche de cabra, que me caían al no hacer diana en el cubo. Eran manchas de color parduzco que con el tiempo se endurecían y aislaban bien del frío. También lucía manchas de barro mezcladas con polvo y restos de paja en todos los bolsillos de cuando tuve que quitar, a golpes de pala y rastrillo, el suelo de paja cagado y meado hasta formar una masa compacta y fétida de los establos de las cabras. La sudadera no salía mejor parada. La pechera lucía manchas de fritanga en la cocina, en alguna de aquellas ocasiones en las que me había envalentonado y había intentado salir de la dieta carcelaria a la que me sometían. Las manchas de huevo daban un toque de color más vivo a mis muertecinos colores de granjero sin escrúpulos y, al comer tantos, cada día aumentaba la colección. Debo confesar que ni siquiera me cambié de calcetines en todo ese tiempo. En los últimos días la planta de los calcetines se hizo dura, especialmente en la parte del talón, y era tal la porquería que arrastraban que cuando me los quité la planta de los pies la tenía negra.
Un guarro, lo confieso, un autentico guarro que intentó destronar a Kris y a su hermano y coronarme como Guarro Supremo del Reino. Si un tiempo atrás, en el lodge de Roswitha, mi trabajo consistió básicamente en dejarlo todo como los chorros del oro, ahora, dejándome llevar por la infinita danza de la diosa Shiva, intentaba acumular toda la suciedad que humanamente podía en mi cuerpo, ropa y entorno. ¿Que por qué lo hice? No lo sé bien. Quizá porque pensaba que no tendría muchas oportunidades en mi vida para poder abandonarme hasta esos extremos, y quería sentir en mis carnes la ruindad moral y física que una persona puede llegar a experimentar. Soy de naturaleza curiosa, me gusta experimentar, saber, descubrir y, una vez descubierto y conquistado, a otra cosa.
Y eso fue lo que hice al finalizar las dos semanas. Mi intención era ir a Toronto en autobús, pero 40 horas de trayecto desaniman a cualquiera. Le dije a Kris que cambiaba de planes, que me iba en avión y que me acercara al aeropuerto lo antes posible. Me dijo que no había problema, que mañana venía Andy y él me llevaría.
Me fui con Andy un jueves tarde que no olvidaré. Me despedí de Kris y de Tamara con el placer que da la seguridad de que no los volvería a ver nunca más en mi vida. Le estreché mi mano limpia, recién duchada y enjabonada, con sus uñas cortas y pulcras, con toda mi ropa oliendo a detergente. Y le dije que me alegraba mucho de haberle conocido, porque me había dado la oportunidad de limpiar mi karma y porque me había ahorrado varias vidas de sufrimiento en este mundo.
Salí de allí en el coche de Andy, pasaría esa noche en su casa y por la mañana me llevaría al aeropuerto de Calgary porque le cogía de camino al trabajo. Llegué a casa de Andy, casa de amigo de Kris y divorciado. El desorden total y un gato eran los únicos dueños de la casa. Me enseña sus pinturas en acuarela, le miento diciéndole que están muy logradas. Me acuesto en una habitación con un colchón en el suelo. Me levanto a las cuatro de la mañana, hora a la que Andy se levanta para ir a trabajar. Me ofrece un café repugnante. Nos dirigimos al aeropuerto en noche cerrada y gélida. Llegamos al aeropuerto. Nos despedimos y me voy al primer mostrador de la compañía WestJet. Pido un billete a Toronto para el próximo vuelo que salga. Me lo dan para el de las diez y media. Paso cinco horas en el aeropuerto intentando dormir un poco. No lo consigo y me paseo entre las librerías. Cojo el avión, tres horas y media de vuelo, aterrizo en Toronto, cambio de franja horaria, son las tres y media de la tarde. Compro una tarjeta para llamar desde el aeropuerto a los albergues de la ciudad. Marco un millón de números, códigos, prefijos, identificadores. Vuelvo a marcar otro millón de números, pido auxilio a la dependienta que me vendió la tarjeta. En un pis pas me da línea, yo la miro con cara de bobo. Llamo a tres albergues, ninguno tiene cama para esa noche y reservo para las dos noches siguientes. Paso la noche durmiendo en el aeropuerto. A las seis de la mañana cojo un autobús que me lleva al centro de Toronto. Llego al albergue tras caminar un buen rato con un mochilón que cada día engorda más. Me dan la llave de la habitación, subo las escaleras como puedo y me desplomo sobre la cama. Todo había terminado, lo había conseguido.
La casa de Kris, escenario de toda la tragedia.
miércoles, 1 de octubre de 2008
De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte 2)
Y el alba despuntó. O al menos empezaba a hacerlo cuando mi despertador sonó a las siete en punto. Descorrí las cortinas del ventanuco con doble cristal que tenía sobre mi cabeza y sólo vi vaho. Un vaho con gotas de agua que se deslizaban por la ventana y que dejaban entrever un cielo de color hipotermia. Me dejé la camiseta de tirantes y la de manga corta que me había puesto bajo el pijama, y me añadí otro camiseta y dos sudaderas de franela. Fui al lavabo a echar la meadita matutina de rigor y a lavarme la cara como los gatos, sin tocar mucho todo aquello. Salí al comedor y allí estaba Kris, preparando café. Hola, Luis, ¿qué tal?, me dijo. No tan bien como tú, pensé. El día antes le pregunté a Kris cuál era el horario de trabajo que iba a seguir. Él se limitó a decirme que me levantara a las siete.
- Por cierto, Luis, respecto a las comidas, así lo hacemos aquí: el desayuno y el almuerzo te lo preparas cuando quieras. Puedes coger todo lo que haya en la cocina. La cena normalmente la haremos juntos. Yo sólo como una vez al día, la cena, así que cuando quieras comer sírvete tú mismo, la nevera está llena.
- Ok, ¿espero a Tamara o sigue durmiendo? - le dije.
- No, no. Ella marchó esta mañana temprano a trabajar a Calgary.
Después cogió su taza de café y se fue afuera a fumarse un cigarrillo, sentado en una hamaca roñosa que los gatos usan para dormir apelotonados por las noches. Con toda la inocencia que los dibujos animados me habían insuflado la noche anterior, me dirigí a la nevera dispuesto a prepararme un copioso desayuno. Pero al abrir la puerta de la nevera salí despedido de Disneylandia y aterricé de nuevo en la realidad. La nevera estaba abarrotada, sí, pero exclusivamente de tarros de vidrio con mermeladas y líquidos desconocidos y cubos de medio litro de yogur con frutas. Miré sobre la nevera, donde vi unos cestos de mimbre en los que parecía que había algo comestible. Vi que había dos panes de molde y un par de cajas de galletas casi vacías. Me fui directo a Kris y le dije lo que pasaba.
- Oh, don´t worry, tengo muesly en una bolsa. - me dijo. Se levantó, entró en casa y fue a la cocina. De un cajón sacó una bolsa transparente con muesly azucarado y la dejó sobre la mesa.
- Aquí tienes, lo puedes mezclar con leche o con yogur. - me dijo, y se volvió a la hamaca.
Cogí un tazón de una de las estanterías y lo llené de muesly. Volví a abrir la nevera y cogí un yogur. Al abrir el yogur, veo que no es yogur lo que allí había, sino arroz hervido con bolas de carne, sin duda los restos de alguna cena de Kris. Me voy de nuevo a Kris.
- Perdona, Kris, pero este yogur no contiene yogur, tiene arroz.
- Ah, sí...bueno, coge otro. A veces uso los envases vacíos para meter las sobras.
Vuelvo a la cocina y cojo otro yogur de la nevera. Lo abro y me encuentro huesos y pieles de pollo. Me vuelvo para Kris.
- Kris, perdona, ¿sabes que tienes huesos y pieles de pollo en un envase de yogur?
- Ah, sí, sí, eso era para los gatos. Coge otro, coge otro.
Vuelvo a la cocina y vuelvo a abrir la nevera. Destapo el tercer yogur y me encuentro tres salchichas gordas y apretujadas en su interior. Voy a por el cuarto yogur, esta vez salsa refrita con setas. Y después, buscando entre los tarros de mermeladas, salsas, mayonesas, mostazas y demás mierda americana, me encuentro el quinto yogur de medio litro. Lo abro con un sentimiento difuso, con una sensación de esperanza y derrota a la vez. Lo abro lentamente, regocijándome en ese sentimiento casi masoquista, como si las pocas horas de cautiverio en ese Gulag me hubieran trastornado irremediablemente. Y cuando lo abro...¡Aleluya! ¡El envase de yogur contiene yogur! Es cierto que no contenía ni la mitad de su capacidad, pero eso ya me bastaba para poder tener un desayuno medianamente decente. Lo vierto con alegría renovada en mi tazón lleno de muesly y lo mezclo bien con la cuchara haciendo una pasta uniforme que me hizo salivar. Entonces me meto en la boca la primera cucharada y de inmediato lo escupo de nuevo al tazón en una reacción rápida e instintiva. El yogur estaba amargo como mi carácter y caducado como mi paciencia. Me levanto de la mesa cagándome en la madre que parió a Kris y salgo de nuevo en busca de ese germano cabrón.
- Kris, el único yogur que he encontrado en la nevera está pasado.
- Oh, sorry.
Se levantó de la hamaca tirándose un pedo y se fue a otra habitación donde tiene un congelador enorme y buscó en su interior. Al rato me trae un yogur igualito al resto.
- Toma, -éste está sin empezar. Lo que pasa es que tendrás que descongelarlo.
Kris se vuelve a la hamaca, a terminarse el cigarrillo mientras el termómetro marca cero grados. Yo sigo en la cocina, esta vez con un cuchillo grande y acabado en punta dándole golpes al yogur para hacerme el granizado de muesly. Veo que así no consigo nada y se me ocurre poner un cazo con agua a calentar. Meto el yogur dentro del agua que comienza a hervir hasta que consigo que se descongele, apago el fuego, con una cuchara grande hago un mini-trasvase zapateril de yogur hervido a mi tazón con muesly, veo que el envase de plástico del yogur se ha deformado por el calor y amenaza con romperse, vuelvo a acordarme de la madre de Kris, intento sacar el envase con el yogur restante del cazo ardiente, lo cierro y lo meto en la nevera con el cuidado de un cirujano, cierro la puerta de la nevera y vuelvo a respirar. No podía creerlo, tenía mi desayuno en la mano a punto de comérmelo.
Cuando por fin había conseguido engañar un poco las tripas con un desayuno que me reportó menos energías de las que gasté para hacérmelo, me voy a buscar a Kris, que ya hacía rato que se terminó el cigarrillo y había empezado la jornada laboral. Me paseo por la granja buscándolo. Todavía no había tenido oportunidad de ver la granja, así que me entretuve fisgoneando por aquí y por allá. Lo que me llamó la atención es que a pocos metros del cuchitril de Kris, se levantaba una casa de madera blanca, amplia y de buenas condiciones. En ese momento ignoraba para qué o quién estaba erigido ese monumento a la vida humana digna, pero en breve lo sabría. Después de la casa blanca había un montón de barracones de madera con techos a dos aguas que no sabía para qué eran, y que después supe, fisgoneando, siempre fisgoneando, que servían para acumular más mierda dentro de ellos, nada más. Luego estaba la pocilga, donde seis cerdos se pasaban el día durmiendo, comiendo y peleándose entre ellos produciendo unos gritos ensordecedores, como si los estuvieran matando. Luego había tres corrales con gallinas. Muchas de ellas tenían la mitad del cuerpo sin plumas, a causa de las peleas con otras gallinas. A continuación, y para acabar, había tres establos: uno para cinco cabras, otro para cinco cabrones y otro para seis cabritillos de tierna carne y edad. Allí me encontré a Kris, ordeñando a una cabra sentado en un taburete. Con sus enormes manos en las ubres y la práctica de veinte años, conseguía que la cabra despidiese unos chorretones que salían disparados con fuerza al cubo que recogía la leche.
- Anda, Luis, prueba tú.
Y yo probé.
- No sale nada.
- Porque lo haces muy flojo. No tengas miedo que no le vas a hacer daño.
- Tampoco sale.
- Porque aprietas demasiado el agujero de salida. Prueba otra vez.
Entonces recordé las palabras de un maestro de música que Buda escuchó cuando meditaba a orillas de un río. Las palabras iban dirigidas a un discípulo que aprendía a tocar un instrumento de cuerda y en aquel momento discípulo y maestro pasaban por el río en una barca. "Si tensas demasiado la cuerda se romperá, si dejas la cuerda demasiado floja no sonará". Inspiré hondo, cerré los ojos, enderecé mi espalda y me concentré profundamente mientras colocaba mis manos en las ubres de la cabra. Comencé a mover los dedos con templanza, mientras repetía como un mantra las palabras del maestro de música en mi mente. De pronto se oyó el primer chorro de leche cae con fuerza en el cubo.
- Bien, bien. - dijo serenamente Kris.
Yo esbocé una pequeña sonrisa libre de apego a mi éxito mundano.
- Te dejo las siguientes cabras para ti.
- Ok. - le contesté gustosamente. Y después desapareció.
Pero la siguiente cabra no fue tan fácil de ordeñar. Por lo visto, según la forma de las ubres se ordeñan con mayor o menor facilidad. Pero no voy a entrar en detalles. El caso es que ordeñar cinco cabras me costó una hora y diez minutos y acabé con los dedos destrozados por la fuerza que tenía que ejercer. Pero a Kris le daba lo mismo si tardaba una hora como si tardaba cinco. Él cada mañana me daba el cubo y me mandaba a ordeñar y a las seis de la tarde otra vez. Acabé con las manos tan doloridas, que por las noches, si me desvelaba en la cama, sentía cierto dolor si las movía. Para colmo las cabras son animales muy miedosos, y cada vez que me acercaba a cualquiera de ellas para cogerlas y ordeñarlas, me tenía que hacer una buena carrerita a lo Benny Hill por todo el establo hasta que atrapaba una.
- ¡Puta! ¡Ayer comías heno de mi mano y hoy me rehuyes!
Pero era inútil. Si les gritaba todavía se asustaban más. En aquellas dos semanas llegué a jurarles odio a todas ellas hasta el día del Juicio por la tarde.
Al acabar con las cabras (aunque no de la forma que a mí me hubiera gustado acabar con ellas), le pregunté a Kris que qué era lo siguiente. Él me dio una caja de plástico y me dijo que me fuera al huerto y la llenase de lechugas. La caja era de dimensiones considerables, de modo que supuse que me llevaría tiempo.
Y me llevó dos horas. Tiempo que pasé de rodillas y con la espalda encorvada cogiendo lechugas y quitándoles las hojas feas. Cuando le entregué la caja llena a Kris, me dijo que ahora lo que tenía que hacer era llenar el fregadero de agua con la manguera y lavar las lechugas una a una. El fregadero estaba al aire libre, pegado a la pared de la pocilga, bajo el cielo color hipotermia y entre vientos que venían del territorio Yukon. Pensé que, a pesar del frío, el trabajito sería fácil y casi placentero, pero me volvía a equivocar. En cuanto metí las manos en el agua del fregadero, supe que el trabajo albergaba una pequeña tortura más. El agua estaba helada, y tenía que lavar una por una y hoja por hoja todas las lechugas. Me llevó otra interminable hora. Y la mezcla del agua gélida con el viento del Yukon, me mantuvo con una sensación constante de dolor en las manos. Huesos, piel y uñas incluidas. La sensación era como si te estuvieran clavando miles de cuchillos en las manos, y los movimientos de los dedos se relentizaban por el agarrotamiento. Luego me dijo que tenía que hacer grupos de seis onzas, pesarlas en una pequeña báscula y meterlas en bolsas de plástico para venderlas luego en el mercado. Este último paso en la cadena de preparación de lechugas para su venta me llevó otra hora más. Habían pasado cinco horas desde mi penoso desayuno, que más recordaba una tira cómica de Mortadelo y Filemón que un suceso real, y ahora quería almorzar como Obélix. Pero cuando le dije a Kris que iba a hacer una pausa para almorzar y que me dijera qué podía prepararme, él me dijo:
- Oh, there are a lot of leftovers in the fridge. (Oh, hay un montón de sobras en la nevera)
Leftovers. Esa sería la palabra que más oiría de boca del negrero. Cuando le preguntaba si íbamos a hacer algo para cenar, la mayoría de las veces recibía como respuesta esta maldita palabra; leftovers.
Ese día, el primer día que me lo dijo, me fui a la cocina con ese sentimiento difuso que oscila entre la esperanza y la derrota absoluta, ese sentimiento que había desarrollado el primer día que llegué. Y cuando abrí la nevera, efectivamente, no había ni leftovers ni hostias en vinagre. Había, como era lógico, lo mismo que por la mañana: tarritos de mostaza, tarritos de tomate, tarritos de mermelada y tarritos de mermemierda.
- Kris, ¿dónde están los leftovers? - le pregunté al volver a la pocilga.
- En los envases de yogur, los que has visto esta mañana.
Regresé a la cocina. Abrí todos los yogures que vi en la nevera y lo más comestible que encontré en ellos fue unos restos de la chuletada de la noche anterior. Al menos estaba seguro de que eran las sobras más recientes. Cogí una y quise calentármela un poco, pero el sentimiento de derrota era tan intenso que ni siquiera hice eso. La saqué del envase de plástico tiesa y la tiré al plato. Menú Carpanta. Con la cremallera de la chaqueta subida hasta rozarme la barbilla, la barba de tres días y el estómago dando coces, me senté a la mesa con la suela de zapato sazonada con un poco de sal y un chorrito de aceite de oliva Borges que encontré de casualidad. Agua con cal en un vaso de plástico amarillo fue mi único acompañamiento.
Y en esas estaba, tragándome como podía el trozo de carne dura y deshidratada, absorto en mis pensamientos depresivos, cuando oigo un ruidito detrás de mí. Me giro rápidamente para ver de qué se trata, pero no veo nada. Sigo comiendo. Vuelvo a regalarme con una nueva tanda de pensamientos de fatalidad y vuelvo a escuchar el mismo ruidito tras de mí. Me vuelvo a girar y lo veo. En medio del salón, a escasos metros de mí, un ratón paralizado me mira con ojos saltones.
- Hale, y encima ratas.- mascullo sin enfado mientras masco mi zapato de ayer.
El ratón, al oírme hablar, se fue corriendo a esconderse detrás de las cajas de cartón que rodeaban la televisión y ya no lo volví a ver.
Cuando terminé el almuerzo volví en busca de Kris. Me esperaba más trabajo, más frío, más hambre y más suciedad.
Continuará...
La habitación de Erik, hermano de Kris, un día cualquiera.
- Por cierto, Luis, respecto a las comidas, así lo hacemos aquí: el desayuno y el almuerzo te lo preparas cuando quieras. Puedes coger todo lo que haya en la cocina. La cena normalmente la haremos juntos. Yo sólo como una vez al día, la cena, así que cuando quieras comer sírvete tú mismo, la nevera está llena.
- Ok, ¿espero a Tamara o sigue durmiendo? - le dije.
- No, no. Ella marchó esta mañana temprano a trabajar a Calgary.
Después cogió su taza de café y se fue afuera a fumarse un cigarrillo, sentado en una hamaca roñosa que los gatos usan para dormir apelotonados por las noches. Con toda la inocencia que los dibujos animados me habían insuflado la noche anterior, me dirigí a la nevera dispuesto a prepararme un copioso desayuno. Pero al abrir la puerta de la nevera salí despedido de Disneylandia y aterricé de nuevo en la realidad. La nevera estaba abarrotada, sí, pero exclusivamente de tarros de vidrio con mermeladas y líquidos desconocidos y cubos de medio litro de yogur con frutas. Miré sobre la nevera, donde vi unos cestos de mimbre en los que parecía que había algo comestible. Vi que había dos panes de molde y un par de cajas de galletas casi vacías. Me fui directo a Kris y le dije lo que pasaba.
- Oh, don´t worry, tengo muesly en una bolsa. - me dijo. Se levantó, entró en casa y fue a la cocina. De un cajón sacó una bolsa transparente con muesly azucarado y la dejó sobre la mesa.
- Aquí tienes, lo puedes mezclar con leche o con yogur. - me dijo, y se volvió a la hamaca.
Cogí un tazón de una de las estanterías y lo llené de muesly. Volví a abrir la nevera y cogí un yogur. Al abrir el yogur, veo que no es yogur lo que allí había, sino arroz hervido con bolas de carne, sin duda los restos de alguna cena de Kris. Me voy de nuevo a Kris.
- Perdona, Kris, pero este yogur no contiene yogur, tiene arroz.
- Ah, sí...bueno, coge otro. A veces uso los envases vacíos para meter las sobras.
Vuelvo a la cocina y cojo otro yogur de la nevera. Lo abro y me encuentro huesos y pieles de pollo. Me vuelvo para Kris.
- Kris, perdona, ¿sabes que tienes huesos y pieles de pollo en un envase de yogur?
- Ah, sí, sí, eso era para los gatos. Coge otro, coge otro.
Vuelvo a la cocina y vuelvo a abrir la nevera. Destapo el tercer yogur y me encuentro tres salchichas gordas y apretujadas en su interior. Voy a por el cuarto yogur, esta vez salsa refrita con setas. Y después, buscando entre los tarros de mermeladas, salsas, mayonesas, mostazas y demás mierda americana, me encuentro el quinto yogur de medio litro. Lo abro con un sentimiento difuso, con una sensación de esperanza y derrota a la vez. Lo abro lentamente, regocijándome en ese sentimiento casi masoquista, como si las pocas horas de cautiverio en ese Gulag me hubieran trastornado irremediablemente. Y cuando lo abro...¡Aleluya! ¡El envase de yogur contiene yogur! Es cierto que no contenía ni la mitad de su capacidad, pero eso ya me bastaba para poder tener un desayuno medianamente decente. Lo vierto con alegría renovada en mi tazón lleno de muesly y lo mezclo bien con la cuchara haciendo una pasta uniforme que me hizo salivar. Entonces me meto en la boca la primera cucharada y de inmediato lo escupo de nuevo al tazón en una reacción rápida e instintiva. El yogur estaba amargo como mi carácter y caducado como mi paciencia. Me levanto de la mesa cagándome en la madre que parió a Kris y salgo de nuevo en busca de ese germano cabrón.
- Kris, el único yogur que he encontrado en la nevera está pasado.
- Oh, sorry.
Se levantó de la hamaca tirándose un pedo y se fue a otra habitación donde tiene un congelador enorme y buscó en su interior. Al rato me trae un yogur igualito al resto.
- Toma, -éste está sin empezar. Lo que pasa es que tendrás que descongelarlo.
Kris se vuelve a la hamaca, a terminarse el cigarrillo mientras el termómetro marca cero grados. Yo sigo en la cocina, esta vez con un cuchillo grande y acabado en punta dándole golpes al yogur para hacerme el granizado de muesly. Veo que así no consigo nada y se me ocurre poner un cazo con agua a calentar. Meto el yogur dentro del agua que comienza a hervir hasta que consigo que se descongele, apago el fuego, con una cuchara grande hago un mini-trasvase zapateril de yogur hervido a mi tazón con muesly, veo que el envase de plástico del yogur se ha deformado por el calor y amenaza con romperse, vuelvo a acordarme de la madre de Kris, intento sacar el envase con el yogur restante del cazo ardiente, lo cierro y lo meto en la nevera con el cuidado de un cirujano, cierro la puerta de la nevera y vuelvo a respirar. No podía creerlo, tenía mi desayuno en la mano a punto de comérmelo.
Cuando por fin había conseguido engañar un poco las tripas con un desayuno que me reportó menos energías de las que gasté para hacérmelo, me voy a buscar a Kris, que ya hacía rato que se terminó el cigarrillo y había empezado la jornada laboral. Me paseo por la granja buscándolo. Todavía no había tenido oportunidad de ver la granja, así que me entretuve fisgoneando por aquí y por allá. Lo que me llamó la atención es que a pocos metros del cuchitril de Kris, se levantaba una casa de madera blanca, amplia y de buenas condiciones. En ese momento ignoraba para qué o quién estaba erigido ese monumento a la vida humana digna, pero en breve lo sabría. Después de la casa blanca había un montón de barracones de madera con techos a dos aguas que no sabía para qué eran, y que después supe, fisgoneando, siempre fisgoneando, que servían para acumular más mierda dentro de ellos, nada más. Luego estaba la pocilga, donde seis cerdos se pasaban el día durmiendo, comiendo y peleándose entre ellos produciendo unos gritos ensordecedores, como si los estuvieran matando. Luego había tres corrales con gallinas. Muchas de ellas tenían la mitad del cuerpo sin plumas, a causa de las peleas con otras gallinas. A continuación, y para acabar, había tres establos: uno para cinco cabras, otro para cinco cabrones y otro para seis cabritillos de tierna carne y edad. Allí me encontré a Kris, ordeñando a una cabra sentado en un taburete. Con sus enormes manos en las ubres y la práctica de veinte años, conseguía que la cabra despidiese unos chorretones que salían disparados con fuerza al cubo que recogía la leche.
- Anda, Luis, prueba tú.
Y yo probé.
- No sale nada.
- Porque lo haces muy flojo. No tengas miedo que no le vas a hacer daño.
- Tampoco sale.
- Porque aprietas demasiado el agujero de salida. Prueba otra vez.
Entonces recordé las palabras de un maestro de música que Buda escuchó cuando meditaba a orillas de un río. Las palabras iban dirigidas a un discípulo que aprendía a tocar un instrumento de cuerda y en aquel momento discípulo y maestro pasaban por el río en una barca. "Si tensas demasiado la cuerda se romperá, si dejas la cuerda demasiado floja no sonará". Inspiré hondo, cerré los ojos, enderecé mi espalda y me concentré profundamente mientras colocaba mis manos en las ubres de la cabra. Comencé a mover los dedos con templanza, mientras repetía como un mantra las palabras del maestro de música en mi mente. De pronto se oyó el primer chorro de leche cae con fuerza en el cubo.
- Bien, bien. - dijo serenamente Kris.
Yo esbocé una pequeña sonrisa libre de apego a mi éxito mundano.
- Te dejo las siguientes cabras para ti.
- Ok. - le contesté gustosamente. Y después desapareció.
Pero la siguiente cabra no fue tan fácil de ordeñar. Por lo visto, según la forma de las ubres se ordeñan con mayor o menor facilidad. Pero no voy a entrar en detalles. El caso es que ordeñar cinco cabras me costó una hora y diez minutos y acabé con los dedos destrozados por la fuerza que tenía que ejercer. Pero a Kris le daba lo mismo si tardaba una hora como si tardaba cinco. Él cada mañana me daba el cubo y me mandaba a ordeñar y a las seis de la tarde otra vez. Acabé con las manos tan doloridas, que por las noches, si me desvelaba en la cama, sentía cierto dolor si las movía. Para colmo las cabras son animales muy miedosos, y cada vez que me acercaba a cualquiera de ellas para cogerlas y ordeñarlas, me tenía que hacer una buena carrerita a lo Benny Hill por todo el establo hasta que atrapaba una.
- ¡Puta! ¡Ayer comías heno de mi mano y hoy me rehuyes!
Pero era inútil. Si les gritaba todavía se asustaban más. En aquellas dos semanas llegué a jurarles odio a todas ellas hasta el día del Juicio por la tarde.
Al acabar con las cabras (aunque no de la forma que a mí me hubiera gustado acabar con ellas), le pregunté a Kris que qué era lo siguiente. Él me dio una caja de plástico y me dijo que me fuera al huerto y la llenase de lechugas. La caja era de dimensiones considerables, de modo que supuse que me llevaría tiempo.
Y me llevó dos horas. Tiempo que pasé de rodillas y con la espalda encorvada cogiendo lechugas y quitándoles las hojas feas. Cuando le entregué la caja llena a Kris, me dijo que ahora lo que tenía que hacer era llenar el fregadero de agua con la manguera y lavar las lechugas una a una. El fregadero estaba al aire libre, pegado a la pared de la pocilga, bajo el cielo color hipotermia y entre vientos que venían del territorio Yukon. Pensé que, a pesar del frío, el trabajito sería fácil y casi placentero, pero me volvía a equivocar. En cuanto metí las manos en el agua del fregadero, supe que el trabajo albergaba una pequeña tortura más. El agua estaba helada, y tenía que lavar una por una y hoja por hoja todas las lechugas. Me llevó otra interminable hora. Y la mezcla del agua gélida con el viento del Yukon, me mantuvo con una sensación constante de dolor en las manos. Huesos, piel y uñas incluidas. La sensación era como si te estuvieran clavando miles de cuchillos en las manos, y los movimientos de los dedos se relentizaban por el agarrotamiento. Luego me dijo que tenía que hacer grupos de seis onzas, pesarlas en una pequeña báscula y meterlas en bolsas de plástico para venderlas luego en el mercado. Este último paso en la cadena de preparación de lechugas para su venta me llevó otra hora más. Habían pasado cinco horas desde mi penoso desayuno, que más recordaba una tira cómica de Mortadelo y Filemón que un suceso real, y ahora quería almorzar como Obélix. Pero cuando le dije a Kris que iba a hacer una pausa para almorzar y que me dijera qué podía prepararme, él me dijo:
- Oh, there are a lot of leftovers in the fridge. (Oh, hay un montón de sobras en la nevera)
Leftovers. Esa sería la palabra que más oiría de boca del negrero. Cuando le preguntaba si íbamos a hacer algo para cenar, la mayoría de las veces recibía como respuesta esta maldita palabra; leftovers.
Ese día, el primer día que me lo dijo, me fui a la cocina con ese sentimiento difuso que oscila entre la esperanza y la derrota absoluta, ese sentimiento que había desarrollado el primer día que llegué. Y cuando abrí la nevera, efectivamente, no había ni leftovers ni hostias en vinagre. Había, como era lógico, lo mismo que por la mañana: tarritos de mostaza, tarritos de tomate, tarritos de mermelada y tarritos de mermemierda.
- Kris, ¿dónde están los leftovers? - le pregunté al volver a la pocilga.
- En los envases de yogur, los que has visto esta mañana.
Regresé a la cocina. Abrí todos los yogures que vi en la nevera y lo más comestible que encontré en ellos fue unos restos de la chuletada de la noche anterior. Al menos estaba seguro de que eran las sobras más recientes. Cogí una y quise calentármela un poco, pero el sentimiento de derrota era tan intenso que ni siquiera hice eso. La saqué del envase de plástico tiesa y la tiré al plato. Menú Carpanta. Con la cremallera de la chaqueta subida hasta rozarme la barbilla, la barba de tres días y el estómago dando coces, me senté a la mesa con la suela de zapato sazonada con un poco de sal y un chorrito de aceite de oliva Borges que encontré de casualidad. Agua con cal en un vaso de plástico amarillo fue mi único acompañamiento.
Y en esas estaba, tragándome como podía el trozo de carne dura y deshidratada, absorto en mis pensamientos depresivos, cuando oigo un ruidito detrás de mí. Me giro rápidamente para ver de qué se trata, pero no veo nada. Sigo comiendo. Vuelvo a regalarme con una nueva tanda de pensamientos de fatalidad y vuelvo a escuchar el mismo ruidito tras de mí. Me vuelvo a girar y lo veo. En medio del salón, a escasos metros de mí, un ratón paralizado me mira con ojos saltones.
- Hale, y encima ratas.- mascullo sin enfado mientras masco mi zapato de ayer.
El ratón, al oírme hablar, se fue corriendo a esconderse detrás de las cajas de cartón que rodeaban la televisión y ya no lo volví a ver.
Cuando terminé el almuerzo volví en busca de Kris. Me esperaba más trabajo, más frío, más hambre y más suciedad.
Continuará...
La habitación de Erik, hermano de Kris, un día cualquiera.
sábado, 27 de septiembre de 2008
De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte 1)
Había llegado a una granja a sesenta kilómetros al norte de Calgary, en la provincia de Alberta. Aunque bien podría estar en cualquier otro lugar del mundo donde no hubiera nada. Estoy en medio de una planicie despojada de la frondosidad de los bosques de la Columbia Británica y revestida por un manto cuadriculado de patrones verdes, marrones y negros. Alberta es el granero de Canadá y aquí no hay más que campos de cultivo. Cuando bajo del coche de Andy, ese viernes tarde lluvioso y frío, veo una línea recta que divide el cielo y la tierra y una casa prefabricada vieja y fea que rompe esa línea en dos. Parece el dibujo de un niño pequeño que dibuja sin perspectiva, sin dimensión, con las líneas temblorosas de una casa hecha a trozos y ratos libres por manos aficionadas. Entre los cristales de la casa se distingue la silueta de un hombre alto y corpulento. Abre la puerta y sale a recibirme. Es Kris, el alemán con el que hablé por teléfono, que me extiende la mano y me la estrecha con toda la fuerza de su oficio. Tiene treinta y cinco años. Lleva una barba larguísima que cubre todo su cuello. Sus manos, sus pies, sus brazos, su barriga, todo en él es enorme, como si su cuerpo hubiera absorbido todo el volumen de aquel paisaje vacío y plano. Andy es un amigo de Kris. Tiene cincuenta y siete años, y por el camino me explicaba que estaba divorciado, que tenía dos hijos, una novia y un gato. Ahora vive solo, en Carstairs, el pueblecito que está a ocho kilómetros de la granja, y en sus ratos libres pinta con acuarelas. Me dijo que se divorció porque su mujer se hizo Testigo de Jehová. Eso destruyó mi matrimonio, un matrimonio en el que yo era feliz, me confesó. Su hijo, de veinticinco años, también lo es, pero su hija, de veintiuno, no. Conocí a sus hijos en un bar, antes de dejar Calgary camino de la granja. Andy se reúne con ellos en ese bar cada viernes para hablar un poco. Me invitó a una cerveza y asistí a la reunión como uno más. Hablaron un poco de todo, de lo cotidiano, mientras yo permanecía callado el mayor tiempo. Al cabo de un rato, Andy sacó el tema del acelerador de partículas que hay en Suiza. En un primer momento me sorprendió ese cambio de tema tan radical, pero después lo comprendí. Acelerando las partículas a la velocidad de la luz y chocándolas cuando viajan en sentidos opuestos, podrán recrear el Big Bang y lo que pasó instantes antes de él, dijo Andy. Su hijo, educado y entrenado dominicalmente para hacer frente a estas situaciones, desplegó todo su arsenal teológico y, con citas de la Biblia incluidas, desanimó a su padre a seguir por esa camino. Pobre Andy, pensé, mil veces habrá intentado volver atrás y mil veces se habrá chocado contra las ruinas de lo que fue una vida feliz que nunca recuperará. Cada vez que su hijo predicaba el Edén para el mañana, Andy, con amargura, comprobaba que el suyo desapareció irremediablemente en el ayer.
Con su hija hablaba de ropa y coches caros, que era lo único que al parecer le interesaba a la chica. A Andy no le interesaba esa conversación, pero la seguía porque era su hija y la quería, y porque le relajaba pensar que sólo les separaban gustos y aficiones, pero nada de irreconciliable trascendencia.
Andy y Kris fumaban un cigarrillo en el porche cerrado y acristalado de la casa, mientras yo bebía una cerveza. Al tiempo que conversaba con ellos, miraba a mi alrededor. Una bañera negra llena de agua y plantas acuáticas en un lado del porche con peces de colores me estremecía de dolor estético. Un sofá viejo, gastado y descolorido me escupía su polvo cada vez que Kris se dejaba caer en él. El suelo estaba sucio, lleno de trozos de barro endurecido, de tierra, de polvo, de trozos de papel y demás restos que el tiempo había hecho irreconocibles. En cada rincón se amontonaban objetos de todo tipo: libros colocados unos encima de otros cubiertos de ese polvo omnívoro, cajas de cartón llenadas por el mero afán de acumular, zapatos viejos, zapatos rotos, zapatos del número cincuenta, el pie que calza el hermano menor de Kris. Las paredes eran de madera, de una madera agrietada y vieja que servían de fondo para este museo del mal gusto. Pedí permiso para ir al servicio, sin otro motivo que el de echar un vistazo al interior de la casa. Al entrar me encuentro con el salón y la cocina, todo de una pieza pero hecho a piezas. La primera sensación que uno tiene al entrar en la casa es de que parece más bien un campamento levantado precipitadamente para un uso temporal. La mesa vieja de madera en el centro del salón está rodeada de cuatro sillas también de madera, cada una de un color, de un tamaño y de un diseño diferentes. Un televisor antiguo y grande puesto directamente en el suelo, semienterrado por carátulas de películas abiertas, mandos a distancia y cajas de cartón puestas a sus lados. El suelo está hecho de planchas de madera, cada una de una tonalidad diferente, y cada pared es de un color también diferente. Del techo cuelgan lámparas de todas las formas, desperdigadas por diferentes puntos: una pequeña alógena allí, una gran lámpara de brazos metálicos allá, un globo de cristal que cuelga de un cable en otra esquina... Llego al cuarto de baño y enciendo la luz. Una bombilla colgada sobre el espejo despide una luz muertecina, haciendo más triste la visión de aquel lavabo de presidio soviético. El suelo era un plástico que llevaba impreso el dibujo en relieve de unas baldosas blancas y negras. Las paredes eran de color verde ceniciento, mitigando aún más la espantosa iluminación que apenas dejaba ver. Una pequeña mesa de madera al lado de la bañera acumulaba un par de docenas de toallas de todos los colores y formas, enrolladas algunas y dobladas otras, pero todas mal colocadas. La toalla que colgaba al lado de la pila para secarse las manos era blanca, o mejor dicho, fue, en un pasado remoto, de ese color. Ahora lucía las manchas negras y marrones de unas manos de uñas negras y piel de lagarto. Pero lo pero fue la visión escalofriante de la bañera, el retrete y la pila. La primogénita blancura de aquellos tres objetos para la higiene había quedado arrasada para siempre por un manto de mugre marrón que cubría especialmente las zonas donde más suele caer el agua. Ese manto marrón había penetrado en la cerámica con la paciencia de años, se había comido el brillo, el lustre y hasta la materia misma, la había digerido y ahora la devolvía transformándola en esa prueba titánica a mi sistema inmunológico y mis escrúpulos. Salí del lavabo y me dirigí a la cocina. También allí campaba a sus anchas la anarquía de formas y colores en cada rincón. La cubertería estaba compuesta de retales de otras cuberterías. Un par de cucharas de mango negro, otras dos más estrechas y de mango rojo, tres tenedores con tres dientes, dos con cuatro dientes, un cuchillo torcido y pequeño, otro alargado y dorado... Así era todo en esta casa, como un álbum de cromos que no admite repetidos. La única nota de uniformidad la ponía la suciedad, esa suciedad que hermanaba a todos los objetos venidos de todas partes y los hacía iguales ante mis ojos.
Kris entró en casa y se dirigió a la cocina. Me dijo que iba a hacer té y me preguntó si yo también quería. Le dije que sí y me dio la tetera para llenarla de agua. La tetera, orgullosa, lucía la bandera negra de la suciedad en su pecho, y al abrirla para llenarla de agua, vi que su base estaba cubierta de una capa espesa y dura de algo blanco que no logré identificar. ¿Y esto? le dije a Kris enseñándole ese poso ectoplasmático. Oh, yes, es cal, el agua aquí tiene mucha cal, me respondió. De modo que lo único que uno podía encontrarse aquí de color blanco era perjudicial para la salud.
Comenzaba a oscurecer cuando nos terminamos el té sentados en el porche acristalado de la casa. Kris se levantó, recogió las tazas y se las llevó a la cocina. Al poco volvió con una bandeja llena de chuletones de cerdo. La cena, vamos a hacerlas a la barbacoa, nos dijo. Salimos afuera, cerca de la pared de la casa había una barbacoa metálica que se encendía con gas. Kris cocinó las chuletas casi a oscuras mientras nos bebíamos otra cerveza. Estábamos apoyados en un coche aparcado a cinco metros de la casa, enfrente de la barbacoa. Me fijé en que ese coche viejo y cubierto de polvo hacía las veces de armario. Miré por la ventanilla del asiento del conductor y vi que su interior estaba lleno de cajas de cartón con libros viejos y descoloridos, de ropa, de juguetes, de papeles por el suelo y otros objetos que no pude identificar por falta de luz. Después miré al otro lado del camino de tierra que cruza la granja y vi otro coche, también viejo y destartalado. Luego vi otro, más grande y sin ruedas, varios metros más allá. Y cuando eché un vistazo general a todo lo que me rodeaba, pude contar ocho coches, cada uno de diferente color, tamaño y estado de descomposición. Me pareció increíble, ocho coches desperdigados por toda la granja y, sin duda alguna, no funcionaba ninguno. Al paso de los días en aquella granja, me di cuenta de que no eran ocho los coches que servían de armario, baúl de los recuerdos y criadero de polillas y ácaros, sino dieciséis. ¡Dieciéseis coches llegué a contar en la granja! Había días que me levantaba de la cama sin otro aliciente que el de descubrir un nuevo coche entre esos pocos acres de terreno. Pero no sólo tenía coches, también tenía varios tractores de varios modelos y dimensiones que se iban enterrando ellos mismos bajo el polvo, el barro, las hojas secas y las balas de heno mohosas que se replegaban a su alrededor.
Nos sentamos los tres en la mesa para cenar. Los chuletones de cerdo eran enormes: gruesos, carnosos y largos. Los acompañábamos con arroz hervido que Kris tenía preparado. Y en el tiempo que yo tardé en comerme un chuletón y un poco de arroz, Kris se tragó cuatro y repitió con el arroz. Comía a una velocidad de vértigo y con voracidad. Mientras yo cortaba un pedazo de carne y me lo dirigía a la boca, él ya se había llenado la boca con media chuleta, un generoso trago de cerveza y un eructo seguido de su clásico "excuse me".
Y en medio de la cena oí llegar un coche. Oí apagar el motor, un portazo y la puerta del porche que se abría. Mi hermano, dijo Kris con la boca llena y sin apartar la vista de su plato. Como la casa es prefabricada y se sustenta sobre unos finos pilares a medio metro sobre el nivel del suelo, los pasos siempre provocan un temblor en el suelo que se siente por toda la casa. El hermano de Kris provocó un terremoto al entrar en el porche y un maremoto en mi pequeño vaso de agua con cal que tenía sobre la mesa. Dos golpes secos sobre el suelo me dijeron que acaba de desplomar sus zapatos para entrar descalzo en casa. Abrió la puerta y apareció. Good evening, nos dijo. Si Kris me había parecido grande en el momento en que le vi, su hermano me pareció gigantesco. A un palmo para rozar el techo con su cabeza, el hermano se presentó ante mí y me dijo: Hola, soy Erik. Le estreché el trozo de mano que cupo en la mía e inmediatamente bajé la vista a sus pies. Quería ver cómo era un pie número cincuenta. Pero era tan grande este ejemplar de neanderthal, que el pie, en proporción con el resto de su cuerpo, no parecía tan grande. Me voy a la cama, good night, nos dijo. Y sin decir nada más, desapareció por el pasillo camino de su gruta.
Tras unos minutos de calma, se oyó llegar otro coche. Alguien entró por la puerta del porche. Tamara, dijo Kris. Tamara es la novia de Kris, vive en Calgary y suele venir un par de veces a la semana. Hola, soy Tamara, me dijo. Yo me levanté y le di la mano. Tamara es una chica normal: ni fea ni guapa, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni muy habladora ni muy callada. Por el aspecto debe de ser siete u ocho años menor que Kris y trabaja en el mercado de Calgary vendiendo verdura de cultivo ecológico, probablemente fue allí donde Kris le echó el guante.
Al rato de terminar la cena, cuando ya nos íbamos todos a acostar, Kris me dijo que me iba a enseñar mi habitación. Le acompañé con mi mochila al hombro por el pasillo oscuro por donde había desaparecido Erik hasta que se paró delante de una de las puertas. Aquí, me dijo. Abrió la puerta, encendió la luz y se apartó para dejarme paso. La visión no pudo ser más escalofriante. No hacía ni cuarenta y ocho horas que había dejado el paradisíaco lodge de Roswitha en las Rocosas, de modo que el golpe con la realidad que mis ojos atestiguaban fue todavía más fuerte. La habitación era un cubículo de unos siete metros cuadrados con suelo enmoquetado de color verde. Las paredes estaban empapeladas con un papel blanco con flores de color rosa. Aunque lo cierto es que de blanco le quedaba poco, como todo aquí. El papel tenía ese color amarillento que, junto al diseño kitsch de las flores, la moqueta y el mobiliario compuesto por un armario empotrado y una mesita de noche sucia, rota y llena de revistas viejas, te indicaba sin lugar a dudas que aquella habitación tenía más de treinta años de uso y abuso. Todo estaba roto: El papel de las paredes levantado en las esquinas, la mesita desconchada, el techo con manchas de humedad y grietas, y la cama chirriaba con sólo respirar. Allí permanecí largo rato, tumbado en la cama boca arriba y con las manos en la nuca, contemplando lo que me rodeaba. Se me ocurrió mirar debajo de la cama, y encontré lo que me temía: basura. Cajas de cartón abiertas y llenas de polvo y ropa vieja, una videoconsola de los años ochenta con los cables de los mandos liados a una de las patas de la cama, una tortuga ninja de plástico y no sé cuántas cosas más. A los pies de la cama había dos bolsas de basura blancas atadas con un lazo rojo llenas de objetos. Eché un vistazo y vi que estaban llenas de películas de video, videojuegos y ropa vieja, siempre ropa vieja.
La primera impresión de todo aquello no podía ser peor. Decidí no alargar más ese día fatídico y apagué la luz para no seguir mirando. Cogí mi ordenador portátil para escribir algo y me acordé de que Tuan me había grabado algunas películas de Walt Disney, películas que no pensaba ver nunca, pero en un momento de máxima decadencia y miseria humana, se me antojó apetecible endulzar mis ojos y borrar, con la inocencia de estas películas para niños y vietnamitas raros, las grotescas imágenes que aún se agolpaban en mi retina y me obligaban a permanecer despierto. Así que me puse los auriculares y me calcé El Jorobado de Notre-Dame en dibujos animados y en inglés. Lo cierto es que la película me ayudó a evadirme de la cruda y sucia realidad que me rodeaba. Me identifiqué con el pobre Quasimodo, encerrado de por vida en esa catedral lúgubre, fría y solitaria de la ciudad del Amor, en la que pasaba las horas esperando la oportunidad que le hiciera escapar de allí. Y fue entonces, cuando no llevaba ni media hora de película, cuando sucedió algo del todo inesperado. De repente mi cama comenzó a moverse. Primero de forma muy suave y después más fuerte. Al principio pensé que Erik se había levantado para ir al lavabo, y el temblor del suelo hacía mover la cama. Pero después la cama se movió más bruscamente, como si hubiera un verdadero terremoto sacudiendo todo aquel altiplano canadiense. Yo, que aún estaba con los auriculares puesto y sin oir nada del exterior, me los quité de golpe para averiguar lo que sucedía. Mi cama seguía moviéndose, cada vez con más fuerza, con el sonido chirriante de los muelles oxidados que soportaban mi peso, y no lograba averiguar el por qué, todo permanecía en silencio. Me incorporé lentamente con la intención de levantarme y salir afuera, y fue entonces cuando escuché. Tamara gemía de placer en la habitación de Kris. Entre su habitación y la mía quedaba el mísero labavo de paredes de cartón piedra, y la casa prefabricada, incapaz de resisitir los rítmicos embates del corpachón de Kris, parecía que se iba a desmontar de un momento a otro. Allí estaba yo, en la granja ecológica en medio de la nada, enterrado entre basura, a oscuras, con un primer plano de la cara de Quasimodo en pausa, pensando que la casa se caía, sintiéndome protagonista de la versión porno de los tres cerditos, soportando las sacudidas del ario y escuchando la aria de la soprano de medianoche. Volviéndome a poner los auriculares, deseando más que nunca el despuntar del alba, volví a la película de Walt Disney. Y mientras mis ojos se llenaban de infantil inocencia, mi cama siguió temblando de lujuria. Poco a poco, mecido en esa cuna en que se había convirtido mi cama, mis párpados bajaron el telón de aquella tragicomedia. Y de este modo llegó a su fin mi primer día de lo que iban a ser unas largas dos semanas de trabajo intenso y lucha diaria por la supervivencia.
Continuará...
La granja. (Zona de reeducación de prisioneros)
Con su hija hablaba de ropa y coches caros, que era lo único que al parecer le interesaba a la chica. A Andy no le interesaba esa conversación, pero la seguía porque era su hija y la quería, y porque le relajaba pensar que sólo les separaban gustos y aficiones, pero nada de irreconciliable trascendencia.
Andy y Kris fumaban un cigarrillo en el porche cerrado y acristalado de la casa, mientras yo bebía una cerveza. Al tiempo que conversaba con ellos, miraba a mi alrededor. Una bañera negra llena de agua y plantas acuáticas en un lado del porche con peces de colores me estremecía de dolor estético. Un sofá viejo, gastado y descolorido me escupía su polvo cada vez que Kris se dejaba caer en él. El suelo estaba sucio, lleno de trozos de barro endurecido, de tierra, de polvo, de trozos de papel y demás restos que el tiempo había hecho irreconocibles. En cada rincón se amontonaban objetos de todo tipo: libros colocados unos encima de otros cubiertos de ese polvo omnívoro, cajas de cartón llenadas por el mero afán de acumular, zapatos viejos, zapatos rotos, zapatos del número cincuenta, el pie que calza el hermano menor de Kris. Las paredes eran de madera, de una madera agrietada y vieja que servían de fondo para este museo del mal gusto. Pedí permiso para ir al servicio, sin otro motivo que el de echar un vistazo al interior de la casa. Al entrar me encuentro con el salón y la cocina, todo de una pieza pero hecho a piezas. La primera sensación que uno tiene al entrar en la casa es de que parece más bien un campamento levantado precipitadamente para un uso temporal. La mesa vieja de madera en el centro del salón está rodeada de cuatro sillas también de madera, cada una de un color, de un tamaño y de un diseño diferentes. Un televisor antiguo y grande puesto directamente en el suelo, semienterrado por carátulas de películas abiertas, mandos a distancia y cajas de cartón puestas a sus lados. El suelo está hecho de planchas de madera, cada una de una tonalidad diferente, y cada pared es de un color también diferente. Del techo cuelgan lámparas de todas las formas, desperdigadas por diferentes puntos: una pequeña alógena allí, una gran lámpara de brazos metálicos allá, un globo de cristal que cuelga de un cable en otra esquina... Llego al cuarto de baño y enciendo la luz. Una bombilla colgada sobre el espejo despide una luz muertecina, haciendo más triste la visión de aquel lavabo de presidio soviético. El suelo era un plástico que llevaba impreso el dibujo en relieve de unas baldosas blancas y negras. Las paredes eran de color verde ceniciento, mitigando aún más la espantosa iluminación que apenas dejaba ver. Una pequeña mesa de madera al lado de la bañera acumulaba un par de docenas de toallas de todos los colores y formas, enrolladas algunas y dobladas otras, pero todas mal colocadas. La toalla que colgaba al lado de la pila para secarse las manos era blanca, o mejor dicho, fue, en un pasado remoto, de ese color. Ahora lucía las manchas negras y marrones de unas manos de uñas negras y piel de lagarto. Pero lo pero fue la visión escalofriante de la bañera, el retrete y la pila. La primogénita blancura de aquellos tres objetos para la higiene había quedado arrasada para siempre por un manto de mugre marrón que cubría especialmente las zonas donde más suele caer el agua. Ese manto marrón había penetrado en la cerámica con la paciencia de años, se había comido el brillo, el lustre y hasta la materia misma, la había digerido y ahora la devolvía transformándola en esa prueba titánica a mi sistema inmunológico y mis escrúpulos. Salí del lavabo y me dirigí a la cocina. También allí campaba a sus anchas la anarquía de formas y colores en cada rincón. La cubertería estaba compuesta de retales de otras cuberterías. Un par de cucharas de mango negro, otras dos más estrechas y de mango rojo, tres tenedores con tres dientes, dos con cuatro dientes, un cuchillo torcido y pequeño, otro alargado y dorado... Así era todo en esta casa, como un álbum de cromos que no admite repetidos. La única nota de uniformidad la ponía la suciedad, esa suciedad que hermanaba a todos los objetos venidos de todas partes y los hacía iguales ante mis ojos.
Kris entró en casa y se dirigió a la cocina. Me dijo que iba a hacer té y me preguntó si yo también quería. Le dije que sí y me dio la tetera para llenarla de agua. La tetera, orgullosa, lucía la bandera negra de la suciedad en su pecho, y al abrirla para llenarla de agua, vi que su base estaba cubierta de una capa espesa y dura de algo blanco que no logré identificar. ¿Y esto? le dije a Kris enseñándole ese poso ectoplasmático. Oh, yes, es cal, el agua aquí tiene mucha cal, me respondió. De modo que lo único que uno podía encontrarse aquí de color blanco era perjudicial para la salud.
Comenzaba a oscurecer cuando nos terminamos el té sentados en el porche acristalado de la casa. Kris se levantó, recogió las tazas y se las llevó a la cocina. Al poco volvió con una bandeja llena de chuletones de cerdo. La cena, vamos a hacerlas a la barbacoa, nos dijo. Salimos afuera, cerca de la pared de la casa había una barbacoa metálica que se encendía con gas. Kris cocinó las chuletas casi a oscuras mientras nos bebíamos otra cerveza. Estábamos apoyados en un coche aparcado a cinco metros de la casa, enfrente de la barbacoa. Me fijé en que ese coche viejo y cubierto de polvo hacía las veces de armario. Miré por la ventanilla del asiento del conductor y vi que su interior estaba lleno de cajas de cartón con libros viejos y descoloridos, de ropa, de juguetes, de papeles por el suelo y otros objetos que no pude identificar por falta de luz. Después miré al otro lado del camino de tierra que cruza la granja y vi otro coche, también viejo y destartalado. Luego vi otro, más grande y sin ruedas, varios metros más allá. Y cuando eché un vistazo general a todo lo que me rodeaba, pude contar ocho coches, cada uno de diferente color, tamaño y estado de descomposición. Me pareció increíble, ocho coches desperdigados por toda la granja y, sin duda alguna, no funcionaba ninguno. Al paso de los días en aquella granja, me di cuenta de que no eran ocho los coches que servían de armario, baúl de los recuerdos y criadero de polillas y ácaros, sino dieciséis. ¡Dieciéseis coches llegué a contar en la granja! Había días que me levantaba de la cama sin otro aliciente que el de descubrir un nuevo coche entre esos pocos acres de terreno. Pero no sólo tenía coches, también tenía varios tractores de varios modelos y dimensiones que se iban enterrando ellos mismos bajo el polvo, el barro, las hojas secas y las balas de heno mohosas que se replegaban a su alrededor.
Nos sentamos los tres en la mesa para cenar. Los chuletones de cerdo eran enormes: gruesos, carnosos y largos. Los acompañábamos con arroz hervido que Kris tenía preparado. Y en el tiempo que yo tardé en comerme un chuletón y un poco de arroz, Kris se tragó cuatro y repitió con el arroz. Comía a una velocidad de vértigo y con voracidad. Mientras yo cortaba un pedazo de carne y me lo dirigía a la boca, él ya se había llenado la boca con media chuleta, un generoso trago de cerveza y un eructo seguido de su clásico "excuse me".
Y en medio de la cena oí llegar un coche. Oí apagar el motor, un portazo y la puerta del porche que se abría. Mi hermano, dijo Kris con la boca llena y sin apartar la vista de su plato. Como la casa es prefabricada y se sustenta sobre unos finos pilares a medio metro sobre el nivel del suelo, los pasos siempre provocan un temblor en el suelo que se siente por toda la casa. El hermano de Kris provocó un terremoto al entrar en el porche y un maremoto en mi pequeño vaso de agua con cal que tenía sobre la mesa. Dos golpes secos sobre el suelo me dijeron que acaba de desplomar sus zapatos para entrar descalzo en casa. Abrió la puerta y apareció. Good evening, nos dijo. Si Kris me había parecido grande en el momento en que le vi, su hermano me pareció gigantesco. A un palmo para rozar el techo con su cabeza, el hermano se presentó ante mí y me dijo: Hola, soy Erik. Le estreché el trozo de mano que cupo en la mía e inmediatamente bajé la vista a sus pies. Quería ver cómo era un pie número cincuenta. Pero era tan grande este ejemplar de neanderthal, que el pie, en proporción con el resto de su cuerpo, no parecía tan grande. Me voy a la cama, good night, nos dijo. Y sin decir nada más, desapareció por el pasillo camino de su gruta.
Tras unos minutos de calma, se oyó llegar otro coche. Alguien entró por la puerta del porche. Tamara, dijo Kris. Tamara es la novia de Kris, vive en Calgary y suele venir un par de veces a la semana. Hola, soy Tamara, me dijo. Yo me levanté y le di la mano. Tamara es una chica normal: ni fea ni guapa, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni muy habladora ni muy callada. Por el aspecto debe de ser siete u ocho años menor que Kris y trabaja en el mercado de Calgary vendiendo verdura de cultivo ecológico, probablemente fue allí donde Kris le echó el guante.
Al rato de terminar la cena, cuando ya nos íbamos todos a acostar, Kris me dijo que me iba a enseñar mi habitación. Le acompañé con mi mochila al hombro por el pasillo oscuro por donde había desaparecido Erik hasta que se paró delante de una de las puertas. Aquí, me dijo. Abrió la puerta, encendió la luz y se apartó para dejarme paso. La visión no pudo ser más escalofriante. No hacía ni cuarenta y ocho horas que había dejado el paradisíaco lodge de Roswitha en las Rocosas, de modo que el golpe con la realidad que mis ojos atestiguaban fue todavía más fuerte. La habitación era un cubículo de unos siete metros cuadrados con suelo enmoquetado de color verde. Las paredes estaban empapeladas con un papel blanco con flores de color rosa. Aunque lo cierto es que de blanco le quedaba poco, como todo aquí. El papel tenía ese color amarillento que, junto al diseño kitsch de las flores, la moqueta y el mobiliario compuesto por un armario empotrado y una mesita de noche sucia, rota y llena de revistas viejas, te indicaba sin lugar a dudas que aquella habitación tenía más de treinta años de uso y abuso. Todo estaba roto: El papel de las paredes levantado en las esquinas, la mesita desconchada, el techo con manchas de humedad y grietas, y la cama chirriaba con sólo respirar. Allí permanecí largo rato, tumbado en la cama boca arriba y con las manos en la nuca, contemplando lo que me rodeaba. Se me ocurrió mirar debajo de la cama, y encontré lo que me temía: basura. Cajas de cartón abiertas y llenas de polvo y ropa vieja, una videoconsola de los años ochenta con los cables de los mandos liados a una de las patas de la cama, una tortuga ninja de plástico y no sé cuántas cosas más. A los pies de la cama había dos bolsas de basura blancas atadas con un lazo rojo llenas de objetos. Eché un vistazo y vi que estaban llenas de películas de video, videojuegos y ropa vieja, siempre ropa vieja.
La primera impresión de todo aquello no podía ser peor. Decidí no alargar más ese día fatídico y apagué la luz para no seguir mirando. Cogí mi ordenador portátil para escribir algo y me acordé de que Tuan me había grabado algunas películas de Walt Disney, películas que no pensaba ver nunca, pero en un momento de máxima decadencia y miseria humana, se me antojó apetecible endulzar mis ojos y borrar, con la inocencia de estas películas para niños y vietnamitas raros, las grotescas imágenes que aún se agolpaban en mi retina y me obligaban a permanecer despierto. Así que me puse los auriculares y me calcé El Jorobado de Notre-Dame en dibujos animados y en inglés. Lo cierto es que la película me ayudó a evadirme de la cruda y sucia realidad que me rodeaba. Me identifiqué con el pobre Quasimodo, encerrado de por vida en esa catedral lúgubre, fría y solitaria de la ciudad del Amor, en la que pasaba las horas esperando la oportunidad que le hiciera escapar de allí. Y fue entonces, cuando no llevaba ni media hora de película, cuando sucedió algo del todo inesperado. De repente mi cama comenzó a moverse. Primero de forma muy suave y después más fuerte. Al principio pensé que Erik se había levantado para ir al lavabo, y el temblor del suelo hacía mover la cama. Pero después la cama se movió más bruscamente, como si hubiera un verdadero terremoto sacudiendo todo aquel altiplano canadiense. Yo, que aún estaba con los auriculares puesto y sin oir nada del exterior, me los quité de golpe para averiguar lo que sucedía. Mi cama seguía moviéndose, cada vez con más fuerza, con el sonido chirriante de los muelles oxidados que soportaban mi peso, y no lograba averiguar el por qué, todo permanecía en silencio. Me incorporé lentamente con la intención de levantarme y salir afuera, y fue entonces cuando escuché. Tamara gemía de placer en la habitación de Kris. Entre su habitación y la mía quedaba el mísero labavo de paredes de cartón piedra, y la casa prefabricada, incapaz de resisitir los rítmicos embates del corpachón de Kris, parecía que se iba a desmontar de un momento a otro. Allí estaba yo, en la granja ecológica en medio de la nada, enterrado entre basura, a oscuras, con un primer plano de la cara de Quasimodo en pausa, pensando que la casa se caía, sintiéndome protagonista de la versión porno de los tres cerditos, soportando las sacudidas del ario y escuchando la aria de la soprano de medianoche. Volviéndome a poner los auriculares, deseando más que nunca el despuntar del alba, volví a la película de Walt Disney. Y mientras mis ojos se llenaban de infantil inocencia, mi cama siguió temblando de lujuria. Poco a poco, mecido en esa cuna en que se había convirtido mi cama, mis párpados bajaron el telón de aquella tragicomedia. Y de este modo llegó a su fin mi primer día de lo que iban a ser unas largas dos semanas de trabajo intenso y lucha diaria por la supervivencia.
Continuará...
La granja. (Zona de reeducación de prisioneros)
lunes, 8 de septiembre de 2008
Maneras de vivir
Tuan es el ejemplo perfecto de mentalidad asiática. Cuando iba a la escuela en Hanoi, se esforzó por sacar buenas notas, su sueño era ir a la universidad para estudiar ingeniería. Y lo quiso hacer en occidente, concretamente en Francia. Cuando llegó el momento, pidió una beca para estudiar en Lyon y se la concedieron. Allí lleva tres años, donde, según me dice, lleva una vida de monje de clausura levantándose a las seis para ir a la universidad y acostándose a las dos después de pasar siete horas en la facultad y cinco horas estudiando y haciendo deberes. Los fines de semana los dedica a recuperar las horas de sueño perdidas. Llegó a Francia unos días antes de empezar las clases, sin tener ni idea de francés. Disciplinado como él solo, iba a clase sin enterarse de nada de lo que decía el profesor y, al llegar a casa, sacaba el libro e iba traduciéndolo palabra por palabra con un diccionario francés-vietnamita. Con el tiempo fue aprendiendo francés, pero francés técnico, el de su especialidad. El de la calle lo conoce poco, es un terreno que no frecuenta. Por lo que se desprende de sus comentarios, su vida social es nula, porque dice que no tiene tiempo. Tuan tiene tres ordenadores portátiles. Como buen asiático, sabe todo sobre informática y juegos de ordenador. Además tiene la vida planificada al milímetro. Acabará su licenciatura dentro de tres años, después irá a hacer un máster en Singapur. Entonces tardará menos de tres meses en encontrar trabajo, según le dicen las estadísticas de los que terminan su carrera. Ese será el momento de realizar su sueño más preciado: entrar al servicio de una compañía importante como ingeniero y trabajar y trabajar hasta que se muera o le jubilen. Dice que en su trabajo es normal trabajar diez horas al día, llevándose algún que otro trabajito a casa los fines de semana, por si uno se desespera ante el panorama desolador de tener 48 horas libres. Y después de trabajar muchos años y haber ganado mucho dinero, me dice que se casará con una mujer joven y vietnamita, preferentemente virgen, y tendrán dos hijos. Tuan decidió venir a Canadá hace cosa de un año, tiempo que empleó para programar su viaje concienzudamente. Ha venido para quedarse dos meses, con la exclusiva intención de mejorar su inglés. Meses antes de venir, contactó con todas las casas en las que pretendía hospedarse, y fue acordando el tiempo que iba a permanecer en cada una de ellas para poder ir enlazando una con otra sin el peligro de caer en el azar de un día sin techo.
Hace unos días fuimos al lago Louise, maravilloso espectáculo natural que sólo se puede ver en América. Yo me senté en un banco para contemplar el lago y el glaciar grandioso que quedaba detrás. Él se sentó a mi lado y le dije que todo esto era espectacular. Cuando le miré, vi que estaba tecleando su iphone, y lo único que me contestó, mientrás miraba la pantallita, fue: "sí, pero no hay cobertura". Después sacó su cámara e hizo un par de fotos al lago que se asomaba por su objetivo.
- ¿Y dónde vas después de aquí? - me preguntó Tuan un día mientras desayunábamos.
- Pues no sé, tengo que enviar e-mails las próximas semanas, a ver dónde hay un sitio. - le contesté.
- Pero, ¿cómo? ¿Es que no has planificado el viaje? - me dijo muy sorprendido.
- No, ¿para qué? Ya encontraré algo.
- Oh, no, no, no. ¿Lo dices en serio? ¿No sabes adónde vas a ir? - Tuan no salía de su asombro.
- No, y además creo que es mejor así. Puedes cambiar de planes cuando quieras.
- Pero no se puede cambiar de planes, hay que tener un programa y seguirlo, si no todo te puede salir mal. Y además te puedes perder algo que quisieras ver.
- Si quiero ver algo voy y lo veo.
- Oh, estás loco. ¿Y cuándo vuelves a España?
- No sé, no he comprado el billete de vuelta.
Esto ya fue demasiado para Tuan y decidió no hacer más preguntas. Tuan siempre me dice que eso de que el tiempo es oro es mentira, que el tiempo vale más que el oro porque con el oro o el dinero no se puede comprar el tiempo. Y yo de broma le digo que para qué quiere tanto tiempo, y él, ajeno siempre a la ironía, me contesta que para hacerse rico. Yo le pregunto que para qué quiere hacerse rico, pero nunca logro sacarle una respuesta clara. Este tipo de preguntas no se suelen hacer, así que supongo que no está dentro de sus planes tener una respuesta a mano. Hacerse rico es un fin en sí mismo, pensará.
Tuan se pasa el día encerrado en la oficina de la casa desde que Roswitha le dijo, dada su habilidad con los ordenadores, que si podía ayudarla a hacer una página web. Se lo ha tomado muy en serio, y desde que se acaba el desayuno hasta que se acuesta, está enfrascado en su tarea. Está preocupado porque no sabe si tendrá tiempo suficiente para terminar la página antes de que se vaya.
- Me voy el día 7 de septiembre, Luis, y si no trabajo más por las noches no voy a terminar. - me decía muy apurado.
- Pero tú estás aquí para trabajar cinco horas al día. Roswitha no nos pide más.
- No, no. Si no lo termino, todo el trabajo habrá sido para nada.
- Pero ella te he dicho que no hay que acabarlo, sólo pedía tu ayuda porque te ibas a quedar aquí un mes, y algo tenías que hacer.
- No, tengo que acabarlo. Me he hecho un horario y si lo sigo, para el día 7 estará todo terminado.
Seguir el horaria consistía en pasarse todo el día tecleando en la oficina y varias noches en vela aporreando su portátil desde la cama. Se pasaba el día hablándome del día 7, el día que todo tenía que estar hecho. El día 7, el día que volvía a Francia, a Lyon, a su vida de monje franciscano. Y deseaba que ese día llegase, quería volver a la facultad, a su día a día. Dos meses de vacaciones era mucho tiempo perdido.
- Luis, ¿sabes qué día es hoy?
- No sé... ¿martes?
- No, no, hoy es sábado, pero digo qué día del mes es hoy.
- Pues no tengo ni idea, Tuan.
- Uno de septiembre, me quedan seis días para irme.
- Te vas a ir y no habrás terminado tu trabajo, y Roswitha se enfadará contigo y con razón. - le dije.
- No, no, el día 7 tiene que estar todo listo.
Y así transcurrió la que iba a ser la última semana aquí, con la obsesión del día 7 en todo momento y conversación. A Roswitha le dijo que el siguiente lunes era el día de su partida, y Roswitha, tan amable como siempre, se ofreció a llevarnos hasta Golden para coger el autobús. A mí, que me daba igual irme un día que otro, decidí que lo más cómodo sería irme el mismo día, así aprovechaba el viaje a Golden. Dos días antes, había contactado con una granja cerca de Calgary, ciudad en la que Tuan tomaría el avión y donde Leslie vivía. Aprovechando que Leslie se había ofrecido para dejarme dormir en su casa si tenía que pasar por allí, le envié un e-mail diciéndole que sí, y que al día siguiente alguien me llevaría a la granja.
El domingo por la noche Tuan estaba muy excitado.
- ¿Has hecho ya la maleta? - me preguntó.
- No, la haré mañana por la mañana, que ahora no tengo ganas, quiero dormir.
- ¿Mañana? Tienes que hacerla ahora, mañana es el día de irnos.
- Pero nos vamos tarde, a las once y pico.
- No, no, no. Así luego se olvidan las cosas. Yo la voy a hacer ahora, porque además no podría dormir. Nunca puedo dormir la noche antes de un viaje.
El lunes por la mañana, Tuan apareció por el comedor ojeroso y con cara de preocupado, mirando a todas partes.
-¿Qué te pasa, Tuan?
- No encuentro mi cartera. - me dijo mientras seguía escrutando todo los rincones de la casa con sus ojos miopes enmarcados en cristal. Miró por toda la casa, revolvió todos los papeles de la oficina de Roswitha por si la había dejado allí la noche anterior. Deshizo su maleta para comprobar que no estuviera en algún bolsillo o entre la ropa y volvió a hacerla de nuevo y al final, tras una hora buscando, vio que estaba en su mesita de noche.
Fue entonces cuando empezamos a desayunar en la mesa del comedor con Roswitha. Willy se había despedido de nosotros antes porque se iba al bosque a cortar unos árboles. Nuestras maletas ya estaban en la puerta de entrada para salir en cuanto terminásemos, habíamos cambiado las sábanas de nuestras camas por otras limpias para cuando llegara la siguiente tanda de viajeros, le estábamos diciendo a Roswitha lo bien que habíamos estado en su casa mientras ella escribía una carta a no sé quién cuando...
- Hoy es lunes ¿día? - preguntó con el bolígrafo en la mano cuando estaba a punto de terminar la carta.
- Siete. - dijo Tuan, - Lunes siete de septiembre.
- ¿Seguro? - dijo Roswitha, que esperaba para escribir la fecha en su carta.
- Sí, sí, seguro.
Pero en ese momento pasó por mi cabeza lo siguiente: "Prisión para cuatro de los seis mariscadores por la venta de vieiras ilegales". Era la noticia que había leído en el diario El Mundo esa misma mañana, y recordé que la fecha que llevaba era la del 8 de septiembre, información que en aquel momento me pasó inadvertida.
- ¡Hoy es ocho, Tuan! - grité.
- No, no, no. Hoy es siete. - me decía.
- Que no, que no. Ve a por tu móvil.
Se fue a su habitación a por el móvil y, cuando a los pocos segundos escuché que volvía corriendo, supe que no me había equivocado.
- ¡Es ocho, es ocho! ¡Mierda! - decía Tuan mirando a Roswitha desesperado, con la voz temblorosa y sin saber qué hacer.
- ¡Oh, my God! - repetía Roswitha.
El cuerpo de Tuan, literalmente, temblaba, y con él su voz.
- ¿Estás preocupado, Tuan? - le dijo Roswitha.
- Un...un poco...- dijo Tuan preocupadísimo.
- Bien, entonces toma el teléfono y llama a la compañía aérea con esa voz. Hay que buscar una solución. - le dijo Roswitha poniéndole el teléfono en la mano.
Pero el pobre Tuan no reaccionaba. Además de estar colocado fuera del área de su planificación, estaba avergonzado. ¡Cómo pudo cometer un error tan grande en su planificación! Al cabo de un rato se agarró a su ordenador portátil, en busca de seguridad y del teléfono de su compañía aérea. Encontró el teléfono, llamó con la ayuda de Roswitha, pasaron un buen rato llamando a varios sitios, anotando otros teléfonos, explicando lo sucedido varias veces, recitando el número de vuelo, el número de la Visa, el número del código de reserva de no sé qué. Y después de todo eso, una voz de mujer le dijo que lo sentía, pero que la única solución era comprar otro billete para el día 11 de septiembre. Apesadumbrado, el vietnamita pagó por volver a casa un día que difícilmente podría olvidar, un día fuera de sus planes, fuera de los planes de todo el mundo.
- Tuan, mírame. - le dije cuando salía de la oficina tras colgar el teléfono, con su portátil en una mano y los papeles de la reserva de su vuelo en la otra.
- Clic. - hizo mi cámara de fotos.
- A esta la voy a titular: Mister plans loses his plane. (El señor planes pierde su avión)
Y Roswitha se rio conmigo.
Al final, Tuan pagó quinientos euros por el vuelo Calgary-Toronto-París y otros ciento y pico por el de París-Lyon. Yo llamé por teléfono a Kris Vester, el propietario de la granja a la que iré, y le dije que en lugar del martes, que me esperase el viernes. Él me dijo que ok, y yo le dije que vale.
Hace unos días fuimos al lago Louise, maravilloso espectáculo natural que sólo se puede ver en América. Yo me senté en un banco para contemplar el lago y el glaciar grandioso que quedaba detrás. Él se sentó a mi lado y le dije que todo esto era espectacular. Cuando le miré, vi que estaba tecleando su iphone, y lo único que me contestó, mientrás miraba la pantallita, fue: "sí, pero no hay cobertura". Después sacó su cámara e hizo un par de fotos al lago que se asomaba por su objetivo.
- ¿Y dónde vas después de aquí? - me preguntó Tuan un día mientras desayunábamos.
- Pues no sé, tengo que enviar e-mails las próximas semanas, a ver dónde hay un sitio. - le contesté.
- Pero, ¿cómo? ¿Es que no has planificado el viaje? - me dijo muy sorprendido.
- No, ¿para qué? Ya encontraré algo.
- Oh, no, no, no. ¿Lo dices en serio? ¿No sabes adónde vas a ir? - Tuan no salía de su asombro.
- No, y además creo que es mejor así. Puedes cambiar de planes cuando quieras.
- Pero no se puede cambiar de planes, hay que tener un programa y seguirlo, si no todo te puede salir mal. Y además te puedes perder algo que quisieras ver.
- Si quiero ver algo voy y lo veo.
- Oh, estás loco. ¿Y cuándo vuelves a España?
- No sé, no he comprado el billete de vuelta.
Esto ya fue demasiado para Tuan y decidió no hacer más preguntas. Tuan siempre me dice que eso de que el tiempo es oro es mentira, que el tiempo vale más que el oro porque con el oro o el dinero no se puede comprar el tiempo. Y yo de broma le digo que para qué quiere tanto tiempo, y él, ajeno siempre a la ironía, me contesta que para hacerse rico. Yo le pregunto que para qué quiere hacerse rico, pero nunca logro sacarle una respuesta clara. Este tipo de preguntas no se suelen hacer, así que supongo que no está dentro de sus planes tener una respuesta a mano. Hacerse rico es un fin en sí mismo, pensará.
Tuan se pasa el día encerrado en la oficina de la casa desde que Roswitha le dijo, dada su habilidad con los ordenadores, que si podía ayudarla a hacer una página web. Se lo ha tomado muy en serio, y desde que se acaba el desayuno hasta que se acuesta, está enfrascado en su tarea. Está preocupado porque no sabe si tendrá tiempo suficiente para terminar la página antes de que se vaya.
- Me voy el día 7 de septiembre, Luis, y si no trabajo más por las noches no voy a terminar. - me decía muy apurado.
- Pero tú estás aquí para trabajar cinco horas al día. Roswitha no nos pide más.
- No, no. Si no lo termino, todo el trabajo habrá sido para nada.
- Pero ella te he dicho que no hay que acabarlo, sólo pedía tu ayuda porque te ibas a quedar aquí un mes, y algo tenías que hacer.
- No, tengo que acabarlo. Me he hecho un horario y si lo sigo, para el día 7 estará todo terminado.
Seguir el horaria consistía en pasarse todo el día tecleando en la oficina y varias noches en vela aporreando su portátil desde la cama. Se pasaba el día hablándome del día 7, el día que todo tenía que estar hecho. El día 7, el día que volvía a Francia, a Lyon, a su vida de monje franciscano. Y deseaba que ese día llegase, quería volver a la facultad, a su día a día. Dos meses de vacaciones era mucho tiempo perdido.
- Luis, ¿sabes qué día es hoy?
- No sé... ¿martes?
- No, no, hoy es sábado, pero digo qué día del mes es hoy.
- Pues no tengo ni idea, Tuan.
- Uno de septiembre, me quedan seis días para irme.
- Te vas a ir y no habrás terminado tu trabajo, y Roswitha se enfadará contigo y con razón. - le dije.
- No, no, el día 7 tiene que estar todo listo.
Y así transcurrió la que iba a ser la última semana aquí, con la obsesión del día 7 en todo momento y conversación. A Roswitha le dijo que el siguiente lunes era el día de su partida, y Roswitha, tan amable como siempre, se ofreció a llevarnos hasta Golden para coger el autobús. A mí, que me daba igual irme un día que otro, decidí que lo más cómodo sería irme el mismo día, así aprovechaba el viaje a Golden. Dos días antes, había contactado con una granja cerca de Calgary, ciudad en la que Tuan tomaría el avión y donde Leslie vivía. Aprovechando que Leslie se había ofrecido para dejarme dormir en su casa si tenía que pasar por allí, le envié un e-mail diciéndole que sí, y que al día siguiente alguien me llevaría a la granja.
El domingo por la noche Tuan estaba muy excitado.
- ¿Has hecho ya la maleta? - me preguntó.
- No, la haré mañana por la mañana, que ahora no tengo ganas, quiero dormir.
- ¿Mañana? Tienes que hacerla ahora, mañana es el día de irnos.
- Pero nos vamos tarde, a las once y pico.
- No, no, no. Así luego se olvidan las cosas. Yo la voy a hacer ahora, porque además no podría dormir. Nunca puedo dormir la noche antes de un viaje.
El lunes por la mañana, Tuan apareció por el comedor ojeroso y con cara de preocupado, mirando a todas partes.
-¿Qué te pasa, Tuan?
- No encuentro mi cartera. - me dijo mientras seguía escrutando todo los rincones de la casa con sus ojos miopes enmarcados en cristal. Miró por toda la casa, revolvió todos los papeles de la oficina de Roswitha por si la había dejado allí la noche anterior. Deshizo su maleta para comprobar que no estuviera en algún bolsillo o entre la ropa y volvió a hacerla de nuevo y al final, tras una hora buscando, vio que estaba en su mesita de noche.
Fue entonces cuando empezamos a desayunar en la mesa del comedor con Roswitha. Willy se había despedido de nosotros antes porque se iba al bosque a cortar unos árboles. Nuestras maletas ya estaban en la puerta de entrada para salir en cuanto terminásemos, habíamos cambiado las sábanas de nuestras camas por otras limpias para cuando llegara la siguiente tanda de viajeros, le estábamos diciendo a Roswitha lo bien que habíamos estado en su casa mientras ella escribía una carta a no sé quién cuando...
- Hoy es lunes ¿día? - preguntó con el bolígrafo en la mano cuando estaba a punto de terminar la carta.
- Siete. - dijo Tuan, - Lunes siete de septiembre.
- ¿Seguro? - dijo Roswitha, que esperaba para escribir la fecha en su carta.
- Sí, sí, seguro.
Pero en ese momento pasó por mi cabeza lo siguiente: "Prisión para cuatro de los seis mariscadores por la venta de vieiras ilegales". Era la noticia que había leído en el diario El Mundo esa misma mañana, y recordé que la fecha que llevaba era la del 8 de septiembre, información que en aquel momento me pasó inadvertida.
- ¡Hoy es ocho, Tuan! - grité.
- No, no, no. Hoy es siete. - me decía.
- Que no, que no. Ve a por tu móvil.
Se fue a su habitación a por el móvil y, cuando a los pocos segundos escuché que volvía corriendo, supe que no me había equivocado.
- ¡Es ocho, es ocho! ¡Mierda! - decía Tuan mirando a Roswitha desesperado, con la voz temblorosa y sin saber qué hacer.
- ¡Oh, my God! - repetía Roswitha.
El cuerpo de Tuan, literalmente, temblaba, y con él su voz.
- ¿Estás preocupado, Tuan? - le dijo Roswitha.
- Un...un poco...- dijo Tuan preocupadísimo.
- Bien, entonces toma el teléfono y llama a la compañía aérea con esa voz. Hay que buscar una solución. - le dijo Roswitha poniéndole el teléfono en la mano.
Pero el pobre Tuan no reaccionaba. Además de estar colocado fuera del área de su planificación, estaba avergonzado. ¡Cómo pudo cometer un error tan grande en su planificación! Al cabo de un rato se agarró a su ordenador portátil, en busca de seguridad y del teléfono de su compañía aérea. Encontró el teléfono, llamó con la ayuda de Roswitha, pasaron un buen rato llamando a varios sitios, anotando otros teléfonos, explicando lo sucedido varias veces, recitando el número de vuelo, el número de la Visa, el número del código de reserva de no sé qué. Y después de todo eso, una voz de mujer le dijo que lo sentía, pero que la única solución era comprar otro billete para el día 11 de septiembre. Apesadumbrado, el vietnamita pagó por volver a casa un día que difícilmente podría olvidar, un día fuera de sus planes, fuera de los planes de todo el mundo.
- Tuan, mírame. - le dije cuando salía de la oficina tras colgar el teléfono, con su portátil en una mano y los papeles de la reserva de su vuelo en la otra.
- Clic. - hizo mi cámara de fotos.
- A esta la voy a titular: Mister plans loses his plane. (El señor planes pierde su avión)
Y Roswitha se rio conmigo.
Al final, Tuan pagó quinientos euros por el vuelo Calgary-Toronto-París y otros ciento y pico por el de París-Lyon. Yo llamé por teléfono a Kris Vester, el propietario de la granja a la que iré, y le dije que en lugar del martes, que me esperase el viernes. Él me dijo que ok, y yo le dije que vale.
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