domingo, 5 de octubre de 2008

Turistas

El asco que uno acaba teniendo por los viajes está estrechamente relacionado con el número de turistas de chancleta sudada, vuelo de bajo coste y mini cámara digital al cuello que se encuentra por el camino. Comienzo con este humor porque hoy he pasado el día en la ciudad de Quebec. Pero empecemos por el principio hasta desembocar en lo grotesco.

Me dirijo a las estación de autobuses de Montreal por la mañana, para coger el primer autobús hacia Quebec. Compro el billete y a la media hora estoy sentado camino de la capital de la provincia. Con tres horas por delante, decido coger mi guía de Canadá y empaparme bien sobre la historia y monumentos de la ciudad en cuestión. Por lo que leo en ella, la ciudad no podría ser más interesante. Quebec es la única ciudad amurallada de Norteamérica, fundada por Samuel de Champlain en 1608. Las continuas batallas contra los británicos propiciaron el amurallamiento de la ciudad en 1693. La ciudad caería finalmente en 1759, en la batalla de los Llanos de Abraham. Como buenos nacionalistas resentidos, aquello daría lugar a un lema que todavía hoy se puede ver en el escudo de la bandera de la provincia y en todas las matrículas de los coches que he visto: Je me souviens (Yo me acuerdo). Ahí se ve hasta donde puede llegar la mezquindad de los nacionalistas. Cada vez que un turista anglosajón se pasee por Quebec, millones de coches le señalarán con sus matrículas diciéndole: ¡Eh, que yo todavía me acuerdo! Esto es convivencia. Especialmente cuando uno recuerda que en las matrículas de todas las provincias de Canadá también tienen lemas, aunque muy diferentes. Los coches matriculados en la Columbia Británica llevan grabado el lema "Beautiful British Columbia" (Bonita Columbia Británica), en los coches de Alberta se puede leer "Wild Rose Country" (Tierra de la rosa salvaje), en Manitoba "Friendly" (Amigable), en Ontario "Yours to Discover" (Tuya para descubrirla), en Saskatchewan "Land of Living Skies" (Tierra de cielos con vida). Y así con todas las matrículas de cada provincia. Pero al llegar a territorio nacionalista, hasta los coches nos advierten del resentimiento pueblerino de la tribu.

El caso es que seguí leyendo mi guía, y decía que a Charles Dickens, cuando estuvo en América, lo que más le impresionó fueron las calles de Quebec. El hotel de lujo Fairmont Le Chateau Frontenac, un hotel con forma de castillo imponente, es famoso entre otras cosas porque en él se alojó Winston Churchill, y se puede hacer una visita guiada por su interior. También en Quebec hay una catedral de Notre Dame, y en ella está enterrado François de Laval, nombrado vicario apostólico de Nueva Inglaterra y beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1980.

Con tanta historia, longevidad, monumentos y fotos de calles medievales que pude encontrar en mi guía sobre la ciudad, empecé a impacientarme por llegar y descubrir aquella maravilla. Pero la realidad es siempre peor de lo que uno imagina o lee en las guías. En cuanto llego a la estación de autobuses, me cargo con todos mis bártulos con la intención de buscar un albergue o cuchitril de cualquier tipo en el que dormir por lo menos una noche. Como buena ciudad fortificada, no hay calle sin pendiente, y para llagar hasta el centro hay que subir y subir hasta acabar empapado de sudor a pesar del frío. Pero cuanto más subo y más me acerco al núcleo de la ciudad medieval, más me va decepcionando todo lo que veo. Aquello parece un parque de atracciones. Las calles principales, aún adoquinadas y con casas de piedra centenarias, servían de decorado del horror. Sobre los adoquines se paseaban manadas enormes de turistas venidos de todas partes, y el interior de las casas de piedra servía exclusivamente para albergar tiendas de souvenirs y restaurantes caros. Por lo que pude comprobar tras un paseo por todo aquello, la ciudad entera se había convertido en pasto de turistas omnívoros que igual le sacaban una foto a una lata de refresco tirada en el suelo que a la fachada de la catedral. Para ambientar un poco más el circo, cada casa tenía tres o cuatro banderas que sobresalían de la segunda planta. Todas las calles tenían treinta o cuarenta banderas multicolor con la flor de lis ondeando. La bandera canadiense, la de la hoja de arce, quedaba relegada a los mástiles de edificios oficiales y al interior de tiendas para turistas sobre la etiqueta de made in China del botijo o camiseta de turno.
Lo grotesco de lo grotesco, lo encontré cuando, paseando por una de esas calles, vi una larga cola de turistas esperando para entrar en una de las atracción de aquella feria. Para que la manada no se impacientara, un grupo de payasos contratado por el ayuntamiento iba disfrazado de mosqueteros y se metía con la gente invitándoles a un duelo. Cada vez que un mosquetero de atrezzo desenvainaba su espada, los turistas desenfundaban sus cámaras y disparaban una ráfaga de flashes sobre su cara.

Observar a los turistas aveces produce vergüenza ajena. Los peores son los que van con pareja. La típica parejita joven que todavía está enamorada y, por lo tanto, no deja de hacer tonterías. En medio de la calle me encuentro a una chica con las manos en alto, una pierna encogida y la espalda arqueada. Ante postura tan extraña, yo me la quedo mirando a una distancia prudente. Estática, intentando con esfuerzo aguantar el equilibrio, mira sonriente hacia un punto lejano. De pronto se mueve y recobra una postura natural, y un chico se acerca a ella con una cámara digital. Los dos juntan sus cabezas mientras el chico manipula la máquina y al rato se ríen a la vez. Luego descubrí que desde el lugar donde se disparó la foto, y con la postura de la chica, el efecto óptico creado era que la chica estaba sujetando el mástil de una bandera que quedaba cien metros más atrás.
Lo malo de los turistas es que, al igual que los monos, son capaces de aprender y reproducir patrones de conducta simples vistos en otros primates. A los pocos minutos, varias parejas de turistas se esforzaban por sacarse la misma foto "sujetando" el mástil.

Las cámaras digitales han hecho que lo de viajar sea todavía más doloroso. Al poder hacer miles de fotografías y luego descargarlas en un ordenador para poder seguir haciendo otras mil, el turista chancletero de hoy no discrimina a la hora de hacer fotos. Lo que se fotografía no importa, lo que importa es el acto de hacer clic en si mismo. He visto a gente haciendo fotos a alcantarillas, a palomas callejeras que tendrán, y no harán ni caso, en sus propias ciudades, a la hoja seca de un árbol, a la portada de una revista, al plato que se van a comer en un restaurante, a letreros de prohibido el paso, al perrito que se les cruza en un paso de cebra...
Recuerdo que una vez, cuando fuimos de excursión a caballo en Chilcotin, pasamos por un bosque de abetos centenarios. Éramos un grupo de diez o quince, con el guía delante. La gente iba mirando el paisaje y hablando distraídamente de lo suyo con el de al lado. En esas que el guía dice: mirad, ese árbol de allí tiene quinientos años, estaba aquí cuando se descubrió América. Ese comentario, que sonaba a pedigrí del bueno, con cierto aire histórico por lo del descubrimiento, hizo que todos sacaran sus cámara rápidamente e, intentando parar al caballo para que la foto no saliera movida, apuntaron al ancho tronco del árbol en cuestión y después se lo quedaron mirando como el que ve "algo importante". Pero justo en ese momento, nuestro guía añadió: Ay, no, perdón, ese no era, es el de allá el que tiene quinientos años. Vi cómo inmediatamente todos teclearon su cámara para borrar la foto del árbol impostor, y de nuevo dispararon al auténtico, al importante de verdad.
Ya me imagino la escena cuando los jinetes llegasen a sus países y se pusieran a enseñar las fotos a los amigos en el ordenador. Clic. Este es el estadio olímpico. Clic. Esto las montañas Rocosas. Clic. Esto el tronco de un árbol de cuando Colón. Clic. Esta mi prima, que lloró en el aeropuerto. Clic...
También me imagino al turista que haya leído que a Dickens le gustó las calles de Quebec. Ese turista no parará de hacer fotos a las calles, tan diferentes a las que encontró el escritor. El que sepa que Churchill se alojó en el hotel, querrá hacer la visita guiada. Se aburrirá mucho, y ante las explicaciones del guía, atenderá la llamadita inoportuna de su móvil. Entonces escuchará: en esta, señores, se alojó Winston Churchill. En es momento le dirá al amigo que le llamará luego, colgará el teléfono, sacará la cámara a toda prisa y flasheará la habitación de arriba abajo.
Clic. Aquí yo con la Mari en la puerta de un hotel de lujo. Clic. Aquí montado en una Harley que vi aparcada en la calle. Clic. Esta, esta es la habitación del Churchill, chaval. Clic. Esto es un río. Clic...
Y el turista que no sepa nada sobre Quebec, se limitará a fundir sus cuatro gigas de capacidad de su cámara digital haciendo fotos a papeleras, latas de refresco, palomas comiendo un trozo de pan y algún que otro monumento. De esos importantes.




Ejemplo de foto que no sirve para nada. Docenas de turistas se agolpaban para hacerla en una plaza pública bajo una intensa lluvia.

1 comentario:

leoncio dijo...

Jajaja, que gracioso tu post. Y qué razón tienes...

Por trabajo, pero con mucho tiempo libre, voy a Quebec la semana que viene; también mi primer viaje transatlántico.

Espero no agobiarme con los turistas....que por cierto copan todas las principales ciudades europeas