jueves, 2 de octubre de 2008

De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte final)

Esta trilogía del esperpento que hoy concluye, bien podría haberse titulado "De cómo sobreviví a la granja de Kris", y no en. Porque ciertamente la granja fue, por si misma, una prueba de resistencia física y mental, una especie de organismo que se nutría de mis desgracias y engordaba con el peso que yo perdía.
Los días pasaban con lentitud exasperante. Se me hacía tan largos, que al principio pensé que en Alberta había más horas de luz que en la Columbia Británica. Pero no era así, la plasticidad temporal que experimentaba obedecía exclusivamente a mi impaciencia. Impaciencia por salir de aquel pozo de mierda donde mis huesos había ido a parar, impaciencia por concluir aquellas dos semanas que me había autoimpuesto en un alarde de disciplina militar.
Todos los días eran iguales. Me levantaba a las siete de la mañana, desayunaba muesly con yogur y un café, me iba a ordeñar las cabras, después Kris me daba la caja de plástico y me iba al huerto a recolectar lechugas, zanahorias, cebollas, escarolas, remolachas o simplemente a arrancar malas hierbas. Después, en el fregadero de la pocilga, con agua helada, lavaba cada una de las verduras hasta enrojecer mis manos de frío.
Cada día, a la hora de mi almuerzo, empezaba la lucha por encontrar algo comestible en la cocina. De los catorce días que pasé en aquella penitenciería, probablemente doce los resolví haciéndome dos huevos fritos. Pero llegó el día en que la huevera que había en la cocina se vació y, por supuesto, Kris no reparó en ello. Así que aveces tenía que ir al gallinero y coger un par de huevos antes de ir a la cocina. En la casa nunca había más de una bolsa de pan de molde (único pan que comen los cabrones estos) al mismo tiempo. Cuando quedaban pocas rebanadas, le advertía a Kris que en breve nos quedaríamos sin pan. Él me decía que ok, que mañana compraría, pero siempre pasaban uno o dos días sin un pedazo de pan que llevarme a la boca hasta que se acordaba de comprar la siguiente bolsa. Lo mismo pasaba con el aceite, la mermelada y el aborrecido yogur.
Un día me cansé de decir don't worry cada vez que a Kris le apetecía tirarse en pedo en mi presencia. El día que me cansé, él me dijo excuse me, como siempre que se lo tiraba, y yo le miré muy serio y no dije nada. Aquel día fue el último que me intentaron gasear.
Un viernes me levanté, como siempre, a las siete, y vi a Kris que iba vestido casi con decencia.

- Luis, me voy a Edmonton. Voy a recoger a mi hijos, porque tengo un hijo, ¿sabes? De siete años. Pasará aquí el fin de semana. Edmonton está a tres horas de aquí, así que tardaré en volver.
- Seis horas como mínimo.
- Sí, bueno, depende de si tengo que ir hasta su casa o si su madre me espera más cerca.

De modo que el niño rubio de la foto de la nevera era su hijo, y la mujer que había a su lado, con su piercing en la nariz, en la boca y en la ceja, era su madre.

Pasaron las horas con la lentitud de siempre y Kris volvió con su hijo y con su novia Tamara, la reina de la noche. Llegaron casi a la hora de cenar, así qué prepararon cualquier cosa y nos sentamos los cuatro a cenar en el salón. La cena no pudo ser más sosa. No sólo por la falta de condimento en la comida, sino porque nadie dijo una palabra. Al cabo de un rato, Niko, que así se llamaba el hijo de Kris, se empezó a poner juguetón. Entonces Kris, por cada tontería, le soltaba una reprimenda.

- Niko, coge el tenedor como se debe coger.
- Pero si lo cojo bien.
- ¡No, no lo coges bien! - y le echaba una mirada que hasta a mí me asustaba.

Volvió el silencio pero, al cabo de un rato...

- ¿Me pasas el ketchup? - me dijo Niko. El ketchup lo tenía a mi lado, yo lo había puesto en la mesa por si la cena era incomestible.
- Sí, claro. - le contesté mientras se lo pasaba.
- ¡¿Qué se dice?! - gritó Kris clavando sus ojos en los del niño. - ¡¿Eh?! ¡¿Qué se dice?!
- Gracias. - contestó tímidamente Niko. Y Niko comenzó a ponerse ketchup en el plato.
- No te pongas más. - ordena Kris con esa voz calmada que aún da más miedo.
- ¿Pero por quéeee?
- ¡Porque eso es basura y te vas a llenar la barriga de eso y luego no te vas a terminar lo que hay en el plato!
- Que sí que me lo voy a...
- ¡Qué no! - explotó Kris.

Es una de esas situaciones tensas en las que uno se siente casi culpable por lo ocurrido. El ketchup lo había puesto yo en la mesa, en teoría, porque me gustaba, y delante de mí el padre de Niko le decía al niño que eso era basura, que lo que yo había escogido en su nevera repleta de caviar iraní y botellas de Moët & Chandon era lo peor que podía haber escogido. Me dieron ganas de decirle que qué íbamos a hacer si lo que nos servía era mierda y que de algún modo tendríamos que disfrazar el sabor. Pero no le dije nada, me mantuve con la boca cerrada. Un alemán de metro noventa, barrigudo y barbudo impone más que su cría de mastodonte. No merecía la pena cambiar de bando.
Al final el niño se terminó la cena como pudo, con alguna que otra bronca y amenaza por medio como la clásica "come como las personas o sino..." o la encabezada por el "¿qué te tengo dicho?". El niño, que, al menos desde mi permisivo punto de vista, no se comportó mal en ningún momento, llevó su plato vacío al fregadero y se fue a su habitación. A los pocos minutos volvió con el pijama puesto, un pijama que le venía pequeño, con el que enseñaba media barriga, los tobillos y la mitad del antebrazo.

- Buenas noches, me voy a acostar.
- Buenas noches. - dijimos todos.

Por supuesto, ni besos al padre ni nada de nada, a la alemana, sin dejar de mirar el plato. Y cuando no hacía ni cinco minutos que el niño se había ido a dormir y el señor Rottenmeyer, la reina de la noche y el caballero errante terminábamos la cena, el anfitrión se tiró un eructo sonoro que a la reina y a mí nos hizo levantar la vista del plato con cierto sobresalto y mirar a Kris.

- I'm sorry. - dijo Kris con una sonrisita.

A Tamara le hizo gracia lo del eructo y yo sonreí educadamente mientras volvía a acordarme de su madre por enésima vez. ¿Y eso monstruo pretendía inculcar educación y buenas maneras a su hijo?

Harto de todo, pasé la última semana sin ducharme. La barbas que llevaba eran de discípulo de Kris y mis uñas larguísimas y totalmente negras de la tierra del huerto y de todo lo demás, me daban el aspecto que quería tener en ese momento. En aquellas dos semanas no me lavé la ropa ni una sola vez. La ropa de trabajo, que era la misma que la ropa de estar por casa, recogió la mierda de cada rincón de aquella granja. La colección de manchas que lucía en mis pantalones y sudadera me recordaban cada una de las batallas que había tenido que librar, como las heridas de un guerrero. Los pantalones los llevaba llenos de manchas de leche de cabra, que me caían al no hacer diana en el cubo. Eran manchas de color parduzco que con el tiempo se endurecían y aislaban bien del frío. También lucía manchas de barro mezcladas con polvo y restos de paja en todos los bolsillos de cuando tuve que quitar, a golpes de pala y rastrillo, el suelo de paja cagado y meado hasta formar una masa compacta y fétida de los establos de las cabras. La sudadera no salía mejor parada. La pechera lucía manchas de fritanga en la cocina, en alguna de aquellas ocasiones en las que me había envalentonado y había intentado salir de la dieta carcelaria a la que me sometían. Las manchas de huevo daban un toque de color más vivo a mis muertecinos colores de granjero sin escrúpulos y, al comer tantos, cada día aumentaba la colección. Debo confesar que ni siquiera me cambié de calcetines en todo ese tiempo. En los últimos días la planta de los calcetines se hizo dura, especialmente en la parte del talón, y era tal la porquería que arrastraban que cuando me los quité la planta de los pies la tenía negra.
Un guarro, lo confieso, un autentico guarro que intentó destronar a Kris y a su hermano y coronarme como Guarro Supremo del Reino. Si un tiempo atrás, en el lodge de Roswitha, mi trabajo consistió básicamente en dejarlo todo como los chorros del oro, ahora, dejándome llevar por la infinita danza de la diosa Shiva, intentaba acumular toda la suciedad que humanamente podía en mi cuerpo, ropa y entorno. ¿Que por qué lo hice? No lo sé bien. Quizá porque pensaba que no tendría muchas oportunidades en mi vida para poder abandonarme hasta esos extremos, y quería sentir en mis carnes la ruindad moral y física que una persona puede llegar a experimentar. Soy de naturaleza curiosa, me gusta experimentar, saber, descubrir y, una vez descubierto y conquistado, a otra cosa.
Y eso fue lo que hice al finalizar las dos semanas. Mi intención era ir a Toronto en autobús, pero 40 horas de trayecto desaniman a cualquiera. Le dije a Kris que cambiaba de planes, que me iba en avión y que me acercara al aeropuerto lo antes posible. Me dijo que no había problema, que mañana venía Andy y él me llevaría.

Me fui con Andy un jueves tarde que no olvidaré. Me despedí de Kris y de Tamara con el placer que da la seguridad de que no los volvería a ver nunca más en mi vida. Le estreché mi mano limpia, recién duchada y enjabonada, con sus uñas cortas y pulcras, con toda mi ropa oliendo a detergente. Y le dije que me alegraba mucho de haberle conocido, porque me había dado la oportunidad de limpiar mi karma y porque me había ahorrado varias vidas de sufrimiento en este mundo.

Salí de allí en el coche de Andy, pasaría esa noche en su casa y por la mañana me llevaría al aeropuerto de Calgary porque le cogía de camino al trabajo. Llegué a casa de Andy, casa de amigo de Kris y divorciado. El desorden total y un gato eran los únicos dueños de la casa. Me enseña sus pinturas en acuarela, le miento diciéndole que están muy logradas. Me acuesto en una habitación con un colchón en el suelo. Me levanto a las cuatro de la mañana, hora a la que Andy se levanta para ir a trabajar. Me ofrece un café repugnante. Nos dirigimos al aeropuerto en noche cerrada y gélida. Llegamos al aeropuerto. Nos despedimos y me voy al primer mostrador de la compañía WestJet. Pido un billete a Toronto para el próximo vuelo que salga. Me lo dan para el de las diez y media. Paso cinco horas en el aeropuerto intentando dormir un poco. No lo consigo y me paseo entre las librerías. Cojo el avión, tres horas y media de vuelo, aterrizo en Toronto, cambio de franja horaria, son las tres y media de la tarde. Compro una tarjeta para llamar desde el aeropuerto a los albergues de la ciudad. Marco un millón de números, códigos, prefijos, identificadores. Vuelvo a marcar otro millón de números, pido auxilio a la dependienta que me vendió la tarjeta. En un pis pas me da línea, yo la miro con cara de bobo. Llamo a tres albergues, ninguno tiene cama para esa noche y reservo para las dos noches siguientes. Paso la noche durmiendo en el aeropuerto. A las seis de la mañana cojo un autobús que me lleva al centro de Toronto. Llego al albergue tras caminar un buen rato con un mochilón que cada día engorda más. Me dan la llave de la habitación, subo las escaleras como puedo y me desplomo sobre la cama. Todo había terminado, lo había conseguido.



La casa de Kris, escenario de toda la tragedia.

1 comentario:

Unknown dijo...

Debo reconocer que la idea que yo tenía de una granja era equivocada. Sabía que a los cerdos se les daba más comida que a las personas con la intención de cebarlos para después venderlos o matarlos para comérselos; pero ignoraba que no sólo comían más, sino mejor, y que incluso tenían más higiene que ciertas personas.
Las aventuras y desventuras de este caballero errante han llegado en esta granja de Kris y de su hermano Erik al límite de la resistencia física y psíquica de cualquier ser humano normal y corriente; pero él tiene un temple especial (así lo ha demostrado) y ha querido poner a prueba su karma y no se ha contentado con el número mágico: 7 sabios de Grecia, 7 colinas de Roma, 7 maravillas del mundo, 7 días de la semana, etc., etc.; sino que tuvo que duplicarlo para elevar su hazaña y hacerla casi imposible de conseguir. Pero no se arredró y recurriendo a su filosofía zen, budista, etc. (domina varias técnicas orientales) consiguió sobrevivir y salir triunfante y renovado, física y espiritualmente, de tan dura prueba de permanencia durante 14 días en la granja. Es decir, salió redimido después de esos catorce días en su purgatorio particular.
Celebremos que así haya sido y podamos seguir disfrutando de sus interesantes relatos.