miércoles, 1 de octubre de 2008

De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte 2)

Y el alba despuntó. O al menos empezaba a hacerlo cuando mi despertador sonó a las siete en punto. Descorrí las cortinas del ventanuco con doble cristal que tenía sobre mi cabeza y sólo vi vaho. Un vaho con gotas de agua que se deslizaban por la ventana y que dejaban entrever un cielo de color hipotermia. Me dejé la camiseta de tirantes y la de manga corta que me había puesto bajo el pijama, y me añadí otro camiseta y dos sudaderas de franela. Fui al lavabo a echar la meadita matutina de rigor y a lavarme la cara como los gatos, sin tocar mucho todo aquello. Salí al comedor y allí estaba Kris, preparando café. Hola, Luis, ¿qué tal?, me dijo. No tan bien como tú, pensé. El día antes le pregunté a Kris cuál era el horario de trabajo que iba a seguir. Él se limitó a decirme que me levantara a las siete.

- Por cierto, Luis, respecto a las comidas, así lo hacemos aquí: el desayuno y el almuerzo te lo preparas cuando quieras. Puedes coger todo lo que haya en la cocina. La cena normalmente la haremos juntos. Yo sólo como una vez al día, la cena, así que cuando quieras comer sírvete tú mismo, la nevera está llena.
- Ok, ¿espero a Tamara o sigue durmiendo? - le dije.
- No, no. Ella marchó esta mañana temprano a trabajar a Calgary.

Después cogió su taza de café y se fue afuera a fumarse un cigarrillo, sentado en una hamaca roñosa que los gatos usan para dormir apelotonados por las noches. Con toda la inocencia que los dibujos animados me habían insuflado la noche anterior, me dirigí a la nevera dispuesto a prepararme un copioso desayuno. Pero al abrir la puerta de la nevera salí despedido de Disneylandia y aterricé de nuevo en la realidad. La nevera estaba abarrotada, sí, pero exclusivamente de tarros de vidrio con mermeladas y líquidos desconocidos y cubos de medio litro de yogur con frutas. Miré sobre la nevera, donde vi unos cestos de mimbre en los que parecía que había algo comestible. Vi que había dos panes de molde y un par de cajas de galletas casi vacías. Me fui directo a Kris y le dije lo que pasaba.

- Oh, don´t worry, tengo muesly en una bolsa. - me dijo. Se levantó, entró en casa y fue a la cocina. De un cajón sacó una bolsa transparente con muesly azucarado y la dejó sobre la mesa.
- Aquí tienes, lo puedes mezclar con leche o con yogur. - me dijo, y se volvió a la hamaca.

Cogí un tazón de una de las estanterías y lo llené de muesly. Volví a abrir la nevera y cogí un yogur. Al abrir el yogur, veo que no es yogur lo que allí había, sino arroz hervido con bolas de carne, sin duda los restos de alguna cena de Kris. Me voy de nuevo a Kris.

- Perdona, Kris, pero este yogur no contiene yogur, tiene arroz.
- Ah, sí...bueno, coge otro. A veces uso los envases vacíos para meter las sobras.

Vuelvo a la cocina y cojo otro yogur de la nevera. Lo abro y me encuentro huesos y pieles de pollo. Me vuelvo para Kris.

- Kris, perdona, ¿sabes que tienes huesos y pieles de pollo en un envase de yogur?
- Ah, sí, sí, eso era para los gatos. Coge otro, coge otro.

Vuelvo a la cocina y vuelvo a abrir la nevera. Destapo el tercer yogur y me encuentro tres salchichas gordas y apretujadas en su interior. Voy a por el cuarto yogur, esta vez salsa refrita con setas. Y después, buscando entre los tarros de mermeladas, salsas, mayonesas, mostazas y demás mierda americana, me encuentro el quinto yogur de medio litro. Lo abro con un sentimiento difuso, con una sensación de esperanza y derrota a la vez. Lo abro lentamente, regocijándome en ese sentimiento casi masoquista, como si las pocas horas de cautiverio en ese Gulag me hubieran trastornado irremediablemente. Y cuando lo abro...¡Aleluya! ¡El envase de yogur contiene yogur! Es cierto que no contenía ni la mitad de su capacidad, pero eso ya me bastaba para poder tener un desayuno medianamente decente. Lo vierto con alegría renovada en mi tazón lleno de muesly y lo mezclo bien con la cuchara haciendo una pasta uniforme que me hizo salivar. Entonces me meto en la boca la primera cucharada y de inmediato lo escupo de nuevo al tazón en una reacción rápida e instintiva. El yogur estaba amargo como mi carácter y caducado como mi paciencia. Me levanto de la mesa cagándome en la madre que parió a Kris y salgo de nuevo en busca de ese germano cabrón.

- Kris, el único yogur que he encontrado en la nevera está pasado.
- Oh, sorry.

Se levantó de la hamaca tirándose un pedo y se fue a otra habitación donde tiene un congelador enorme y buscó en su interior. Al rato me trae un yogur igualito al resto.

- Toma, -éste está sin empezar. Lo que pasa es que tendrás que descongelarlo.

Kris se vuelve a la hamaca, a terminarse el cigarrillo mientras el termómetro marca cero grados. Yo sigo en la cocina, esta vez con un cuchillo grande y acabado en punta dándole golpes al yogur para hacerme el granizado de muesly. Veo que así no consigo nada y se me ocurre poner un cazo con agua a calentar. Meto el yogur dentro del agua que comienza a hervir hasta que consigo que se descongele, apago el fuego, con una cuchara grande hago un mini-trasvase zapateril de yogur hervido a mi tazón con muesly, veo que el envase de plástico del yogur se ha deformado por el calor y amenaza con romperse, vuelvo a acordarme de la madre de Kris, intento sacar el envase con el yogur restante del cazo ardiente, lo cierro y lo meto en la nevera con el cuidado de un cirujano, cierro la puerta de la nevera y vuelvo a respirar. No podía creerlo, tenía mi desayuno en la mano a punto de comérmelo.

Cuando por fin había conseguido engañar un poco las tripas con un desayuno que me reportó menos energías de las que gasté para hacérmelo, me voy a buscar a Kris, que ya hacía rato que se terminó el cigarrillo y había empezado la jornada laboral. Me paseo por la granja buscándolo. Todavía no había tenido oportunidad de ver la granja, así que me entretuve fisgoneando por aquí y por allá. Lo que me llamó la atención es que a pocos metros del cuchitril de Kris, se levantaba una casa de madera blanca, amplia y de buenas condiciones. En ese momento ignoraba para qué o quién estaba erigido ese monumento a la vida humana digna, pero en breve lo sabría. Después de la casa blanca había un montón de barracones de madera con techos a dos aguas que no sabía para qué eran, y que después supe, fisgoneando, siempre fisgoneando, que servían para acumular más mierda dentro de ellos, nada más. Luego estaba la pocilga, donde seis cerdos se pasaban el día durmiendo, comiendo y peleándose entre ellos produciendo unos gritos ensordecedores, como si los estuvieran matando. Luego había tres corrales con gallinas. Muchas de ellas tenían la mitad del cuerpo sin plumas, a causa de las peleas con otras gallinas. A continuación, y para acabar, había tres establos: uno para cinco cabras, otro para cinco cabrones y otro para seis cabritillos de tierna carne y edad. Allí me encontré a Kris, ordeñando a una cabra sentado en un taburete. Con sus enormes manos en las ubres y la práctica de veinte años, conseguía que la cabra despidiese unos chorretones que salían disparados con fuerza al cubo que recogía la leche.

- Anda, Luis, prueba tú.

Y yo probé.

- No sale nada.
- Porque lo haces muy flojo. No tengas miedo que no le vas a hacer daño.
- Tampoco sale.
- Porque aprietas demasiado el agujero de salida. Prueba otra vez.

Entonces recordé las palabras de un maestro de música que Buda escuchó cuando meditaba a orillas de un río. Las palabras iban dirigidas a un discípulo que aprendía a tocar un instrumento de cuerda y en aquel momento discípulo y maestro pasaban por el río en una barca. "Si tensas demasiado la cuerda se romperá, si dejas la cuerda demasiado floja no sonará". Inspiré hondo, cerré los ojos, enderecé mi espalda y me concentré profundamente mientras colocaba mis manos en las ubres de la cabra. Comencé a mover los dedos con templanza, mientras repetía como un mantra las palabras del maestro de música en mi mente. De pronto se oyó el primer chorro de leche cae con fuerza en el cubo.

- Bien, bien. - dijo serenamente Kris.

Yo esbocé una pequeña sonrisa libre de apego a mi éxito mundano.

- Te dejo las siguientes cabras para ti.
- Ok. - le contesté gustosamente. Y después desapareció.

Pero la siguiente cabra no fue tan fácil de ordeñar. Por lo visto, según la forma de las ubres se ordeñan con mayor o menor facilidad. Pero no voy a entrar en detalles. El caso es que ordeñar cinco cabras me costó una hora y diez minutos y acabé con los dedos destrozados por la fuerza que tenía que ejercer. Pero a Kris le daba lo mismo si tardaba una hora como si tardaba cinco. Él cada mañana me daba el cubo y me mandaba a ordeñar y a las seis de la tarde otra vez. Acabé con las manos tan doloridas, que por las noches, si me desvelaba en la cama, sentía cierto dolor si las movía. Para colmo las cabras son animales muy miedosos, y cada vez que me acercaba a cualquiera de ellas para cogerlas y ordeñarlas, me tenía que hacer una buena carrerita a lo Benny Hill por todo el establo hasta que atrapaba una.

- ¡Puta! ¡Ayer comías heno de mi mano y hoy me rehuyes!

Pero era inútil. Si les gritaba todavía se asustaban más. En aquellas dos semanas llegué a jurarles odio a todas ellas hasta el día del Juicio por la tarde.

Al acabar con las cabras (aunque no de la forma que a mí me hubiera gustado acabar con ellas), le pregunté a Kris que qué era lo siguiente. Él me dio una caja de plástico y me dijo que me fuera al huerto y la llenase de lechugas. La caja era de dimensiones considerables, de modo que supuse que me llevaría tiempo.
Y me llevó dos horas. Tiempo que pasé de rodillas y con la espalda encorvada cogiendo lechugas y quitándoles las hojas feas. Cuando le entregué la caja llena a Kris, me dijo que ahora lo que tenía que hacer era llenar el fregadero de agua con la manguera y lavar las lechugas una a una. El fregadero estaba al aire libre, pegado a la pared de la pocilga, bajo el cielo color hipotermia y entre vientos que venían del territorio Yukon. Pensé que, a pesar del frío, el trabajito sería fácil y casi placentero, pero me volvía a equivocar. En cuanto metí las manos en el agua del fregadero, supe que el trabajo albergaba una pequeña tortura más. El agua estaba helada, y tenía que lavar una por una y hoja por hoja todas las lechugas. Me llevó otra interminable hora. Y la mezcla del agua gélida con el viento del Yukon, me mantuvo con una sensación constante de dolor en las manos. Huesos, piel y uñas incluidas. La sensación era como si te estuvieran clavando miles de cuchillos en las manos, y los movimientos de los dedos se relentizaban por el agarrotamiento. Luego me dijo que tenía que hacer grupos de seis onzas, pesarlas en una pequeña báscula y meterlas en bolsas de plástico para venderlas luego en el mercado. Este último paso en la cadena de preparación de lechugas para su venta me llevó otra hora más. Habían pasado cinco horas desde mi penoso desayuno, que más recordaba una tira cómica de Mortadelo y Filemón que un suceso real, y ahora quería almorzar como Obélix. Pero cuando le dije a Kris que iba a hacer una pausa para almorzar y que me dijera qué podía prepararme, él me dijo:

- Oh, there are a lot of leftovers in the fridge. (Oh, hay un montón de sobras en la nevera)

Leftovers. Esa sería la palabra que más oiría de boca del negrero. Cuando le preguntaba si íbamos a hacer algo para cenar, la mayoría de las veces recibía como respuesta esta maldita palabra; leftovers.
Ese día, el primer día que me lo dijo, me fui a la cocina con ese sentimiento difuso que oscila entre la esperanza y la derrota absoluta, ese sentimiento que había desarrollado el primer día que llegué. Y cuando abrí la nevera, efectivamente, no había ni leftovers ni hostias en vinagre. Había, como era lógico, lo mismo que por la mañana: tarritos de mostaza, tarritos de tomate, tarritos de mermelada y tarritos de mermemierda.

- Kris, ¿dónde están los leftovers? - le pregunté al volver a la pocilga.
- En los envases de yogur, los que has visto esta mañana.

Regresé a la cocina. Abrí todos los yogures que vi en la nevera y lo más comestible que encontré en ellos fue unos restos de la chuletada de la noche anterior. Al menos estaba seguro de que eran las sobras más recientes. Cogí una y quise calentármela un poco, pero el sentimiento de derrota era tan intenso que ni siquiera hice eso. La saqué del envase de plástico tiesa y la tiré al plato. Menú Carpanta. Con la cremallera de la chaqueta subida hasta rozarme la barbilla, la barba de tres días y el estómago dando coces, me senté a la mesa con la suela de zapato sazonada con un poco de sal y un chorrito de aceite de oliva Borges que encontré de casualidad. Agua con cal en un vaso de plástico amarillo fue mi único acompañamiento.
Y en esas estaba, tragándome como podía el trozo de carne dura y deshidratada, absorto en mis pensamientos depresivos, cuando oigo un ruidito detrás de mí. Me giro rápidamente para ver de qué se trata, pero no veo nada. Sigo comiendo. Vuelvo a regalarme con una nueva tanda de pensamientos de fatalidad y vuelvo a escuchar el mismo ruidito tras de mí. Me vuelvo a girar y lo veo. En medio del salón, a escasos metros de mí, un ratón paralizado me mira con ojos saltones.

- Hale, y encima ratas.- mascullo sin enfado mientras masco mi zapato de ayer.

El ratón, al oírme hablar, se fue corriendo a esconderse detrás de las cajas de cartón que rodeaban la televisión y ya no lo volví a ver.
Cuando terminé el almuerzo volví en busca de Kris. Me esperaba más trabajo, más frío, más hambre y más suciedad.

Continuará...



La habitación de Erik, hermano de Kris, un día cualquiera.


2 comentarios:

Edu dijo...

Vamos a ver las cosas desde el lado positivo. Los boys scouts no tienen un entrenamiento tan intensivo como éste. Los animales, la esencia de la naturaleza, una vida sin ostentaciones, natural, al aire libre, ordeñando cabras. Vamos que llegaste a conocer la esencia de la vida como nuestros antepasados que lograban fundirse con la Madre Naturaleza. Probablemente te acordarías de las lentejas que mamá hacía con cariño y que te ponía encima de la mesa. Además si se te olvidaba el pan recien salido del horno de la panadería de la esquina, ella iba a buscarlo. Pero no te engañes, la vida real es la que tu pasaste, no la de mamá y papá en la calle Norte.
Para acabar haré una comparación sobre tu estancia en la granja: todo recuerda un poco a Heidi amando a las cabras y aprendiendo a ordeñarlas en un entorno bucólico-pastoril. Kris sería, el abuelo, con esa cara de mala leche y ordenando siempre qué ha de hacer Heidi, pero en el fondo un ser entrañable. Supongo que para que la historia concuerde faltaría una Clara que te motive vitalmente, pero sé que en este caso tú preferías las gallinas desplumadas y los cerdos que chillaban como Jodie Foster en El Silencio de los Corderos.

Unknown dijo...

Mi opinión sobre Kris, Erik y su suciedad ya me pronuncié en mi comentario a la 1ª parte de esta historia, por lo que no insistiré ahora, la mierda cuanto más se menea más huele. Sólo destacaré, porque me parece digno de mención, el pundonor, dignidad y fidelidad que han demostrado esas cinco cabras. Me explicaré: Llega a la granja un joven apuesto, aprendiz de granjero, que es presentado por el dueño del garito a las cinco hembras; éste las invita a cenar aquella noche (les da de comer heno en su propia mano) y ellas aceptan; pero, contra todo pronóstico, a la hora de la verdad, no se dejan tocar sus ubres por el apuesto aprendiz. "¿Qué se ha pensado éste, que somos unas facilonas?" - se dijeron ellas entre sí-. "Pues no, una cena no le da derecho a lo que él intenta, eso queda para hembras de otra especie. A nosotras, se nos gana con halagos, paciencia y a su debido tiempo". Así que el joven tuvo que cammbiar de táctica: perseguirlas ( a lo Benny Hill), jugar con ellas, etc., hasta conseguir, al fin, su objetivo de manosearles las tetas.
Y es que para ordeñar bien a las cabras, hay que ser tan cabrón como Kris.