¿Por mucho tiempo?
miércoles, 15 de octubre de 2008
martes, 14 de octubre de 2008
Nueva York
La última vez que escribí unas líneas en este blog, me encontraba en Ottawa, la capital de Canadá. Ahora me encuentro en la capital del mundo, y escribir se hace prácticamente imposible. Imposible porque paso el día literalmente en la calle y caminando, e imposible porque qué puedo decir sobre las glorias de esta ciudad que no se haya dicho ya, sin caer en la cursilería o fracasando en el intento de explicar qué es Nueva York. Intentar definirla o querer transmitir su esencia sería como intentar explicar el mundo. Porque aquí, en Nueva York, es el mundo entero lo que pasa por tus ojos. El mundo concentrado en una isla a la vanguardia de todos los continentes.
Jamás una ciudad me había obligado a jurarle que nos volveríamos a ver. Ayer, cuando caminaba por la Quinta Avenida mientras anochecía, lo hice. He sido, durante toda mi vida, enemigo acérrimo del asfalto, las muchedumbres, los coches, el ruido y, en definitiva, todos los ingredientes de los que se compone una gran ciudad. Pero del mismo modo que hay devociones que acompañan al creyente durante toda su vida, en otras ocasiones es necesario un acontecimiento que desate en el interior ese arrobamiento místico necesario para una conversión instantánea y para siempre. Quizá esta última forma de acercarse a una fe sea la que más honda impronta deje en el alma. ¿Acaso habría escrito San Pablo la Carta a los Romanos si no hubiera caído del caballo ante el resplandor aparecido en el cielo?
No voy a decir más. La devoción es experiencia, y en ésta, a diferencia de otras, morder la Manzana simboliza entrar en el paraíso.
Wall Street
Broadway
Broadway
5th Avenue
Rockefeller Center
Rockefeller Center
Manhattan desde el Empire State
Central Park
El reportero más dicharachero
The Empire State Building
Ella y yo
Jamás una ciudad me había obligado a jurarle que nos volveríamos a ver. Ayer, cuando caminaba por la Quinta Avenida mientras anochecía, lo hice. He sido, durante toda mi vida, enemigo acérrimo del asfalto, las muchedumbres, los coches, el ruido y, en definitiva, todos los ingredientes de los que se compone una gran ciudad. Pero del mismo modo que hay devociones que acompañan al creyente durante toda su vida, en otras ocasiones es necesario un acontecimiento que desate en el interior ese arrobamiento místico necesario para una conversión instantánea y para siempre. Quizá esta última forma de acercarse a una fe sea la que más honda impronta deje en el alma. ¿Acaso habría escrito San Pablo la Carta a los Romanos si no hubiera caído del caballo ante el resplandor aparecido en el cielo?
No voy a decir más. La devoción es experiencia, y en ésta, a diferencia de otras, morder la Manzana simboliza entrar en el paraíso.
Wall Street
Broadway
Broadway
5th Avenue
Rockefeller Center
Rockefeller Center
Manhattan desde el Empire State
Central Park
El reportero más dicharachero
The Empire State Building
Ella y yo
martes, 7 de octubre de 2008
De Ottawa a Estados Unidos
Estoy en Ottawa, la capital de Canadá. Llegué ayer desde Montreal. La ciudad está atravesada por ríos y conectada por varios puentes de hierro. La mitad es francófona (la zona que ocupa territorio quebequés) y la otra mitad anglófono (en suelo de provincia de Ontario). La ciudad no es nada del otro mundo, es simplemente una capital administrativa de funcionarios, militares, estudiantes universitarios y, por supuesto, vagabundos.
Aunque he de decir que una de las mejores maravillas arquitectónicas que he visto en este viaje ha sido en esta ciudad. Me refiero al parlamente canadiense. Un maravilloso conjunto de edificios neogóticos al más puro estilo inglés que deja a todos los visitantes perplejos. Además la visita guiada a su interior es gratis, y tuve la oportunidad de ver la Cámara de los Comunes y el senado. Allí dentro estabas en la Inglaterra victoriana. Pero a pesar de la majestuosidad y belleza de estos dos lugares, hubo otro que, como bien anunció el guía, era el preferido por todo visitante: la biblioteca. Y de hecho, cuando abrió las puertas de madera de la biblioteca para que pudiéramos pasar a verla, se oyó un "oh" coreado por casi todo el grupo de turistas. Una biblioteca circular, bajo una cúpula enorme y presidida por una gran estatua de la reina Victoria en el centro. De detalles pulcros y cuidados, la biblioteca era de un clasicismo y elegancia que hacía que la gente se sintiese más en una iglesia que en un lugar de estudio. El silencio que guardábamos era sacro mientras contemplábamos extasiados las estanterías de madera con los escudos canadienses y los detalles florales grabados en las robustas paredes de cerezo.
Cuando abandonamos las biblioteca, subimos a la Torre de la Paz, una torre muy similar en tamaño y forma al Big Ben de Londres, construida para conmemorar a los soldados canadienses caídos en el servicio del honor en las diferentes guerras del siglo XX. La vista desde allí arriba no podía ser más privilegiada. El parlamente está justo en la orilla del caudaloso río Ottawa, y podíamos ver toda la planicie en la que se extiende la ciudad y sus suburbios, rodeada de bosques frondosos de árboles caducifolios que, en esta época del año, se mezclan en tonos rojos, amarillos y marrones.
La visita al parlamento pone el broche de oro a la visita de este país. Mañana me voy a Estados Unidos, a Buffalo, concretamente. Leah, la chica estadounidense que conocí en el Camino de Santiago, al hablarle de mi intención de ir a Nueva York, se ofreció amablemente a decirle a su tía si yo podía pasar unos días en su casa, en Buffalo, ciudad natal de Leah. Ella aceptó con gusto, de modo que mañana, a las seis de la tarde, tras ocho horas y media de autobús, nos veremos las caras en la estación de autobuses de su ciudad.
Allí permaneceré, como digo, unos cuatros días, para tomarle un poco el pulso al país y a su gente y después me marcharé a Nueva York, destino final. Adelanto mi visita a los Estados Unidos porque, según parece, la temporada de trabajo en granjas, ranchos, albergues y demás pesebres, ha llegado a su fin. Empieza el duro frío invernal y todos los correos que he enviado a diferentes lugares tienen como respuesta unánime una negativa.
No sé todavía exactamente cuándo, pero en breve regresaré a España.
Aunque he de decir que una de las mejores maravillas arquitectónicas que he visto en este viaje ha sido en esta ciudad. Me refiero al parlamente canadiense. Un maravilloso conjunto de edificios neogóticos al más puro estilo inglés que deja a todos los visitantes perplejos. Además la visita guiada a su interior es gratis, y tuve la oportunidad de ver la Cámara de los Comunes y el senado. Allí dentro estabas en la Inglaterra victoriana. Pero a pesar de la majestuosidad y belleza de estos dos lugares, hubo otro que, como bien anunció el guía, era el preferido por todo visitante: la biblioteca. Y de hecho, cuando abrió las puertas de madera de la biblioteca para que pudiéramos pasar a verla, se oyó un "oh" coreado por casi todo el grupo de turistas. Una biblioteca circular, bajo una cúpula enorme y presidida por una gran estatua de la reina Victoria en el centro. De detalles pulcros y cuidados, la biblioteca era de un clasicismo y elegancia que hacía que la gente se sintiese más en una iglesia que en un lugar de estudio. El silencio que guardábamos era sacro mientras contemplábamos extasiados las estanterías de madera con los escudos canadienses y los detalles florales grabados en las robustas paredes de cerezo.
Cuando abandonamos las biblioteca, subimos a la Torre de la Paz, una torre muy similar en tamaño y forma al Big Ben de Londres, construida para conmemorar a los soldados canadienses caídos en el servicio del honor en las diferentes guerras del siglo XX. La vista desde allí arriba no podía ser más privilegiada. El parlamente está justo en la orilla del caudaloso río Ottawa, y podíamos ver toda la planicie en la que se extiende la ciudad y sus suburbios, rodeada de bosques frondosos de árboles caducifolios que, en esta época del año, se mezclan en tonos rojos, amarillos y marrones.
La visita al parlamento pone el broche de oro a la visita de este país. Mañana me voy a Estados Unidos, a Buffalo, concretamente. Leah, la chica estadounidense que conocí en el Camino de Santiago, al hablarle de mi intención de ir a Nueva York, se ofreció amablemente a decirle a su tía si yo podía pasar unos días en su casa, en Buffalo, ciudad natal de Leah. Ella aceptó con gusto, de modo que mañana, a las seis de la tarde, tras ocho horas y media de autobús, nos veremos las caras en la estación de autobuses de su ciudad.
Allí permaneceré, como digo, unos cuatros días, para tomarle un poco el pulso al país y a su gente y después me marcharé a Nueva York, destino final. Adelanto mi visita a los Estados Unidos porque, según parece, la temporada de trabajo en granjas, ranchos, albergues y demás pesebres, ha llegado a su fin. Empieza el duro frío invernal y todos los correos que he enviado a diferentes lugares tienen como respuesta unánime una negativa.
No sé todavía exactamente cuándo, pero en breve regresaré a España.
domingo, 5 de octubre de 2008
Turistas
El asco que uno acaba teniendo por los viajes está estrechamente relacionado con el número de turistas de chancleta sudada, vuelo de bajo coste y mini cámara digital al cuello que se encuentra por el camino. Comienzo con este humor porque hoy he pasado el día en la ciudad de Quebec. Pero empecemos por el principio hasta desembocar en lo grotesco.
Me dirijo a las estación de autobuses de Montreal por la mañana, para coger el primer autobús hacia Quebec. Compro el billete y a la media hora estoy sentado camino de la capital de la provincia. Con tres horas por delante, decido coger mi guía de Canadá y empaparme bien sobre la historia y monumentos de la ciudad en cuestión. Por lo que leo en ella, la ciudad no podría ser más interesante. Quebec es la única ciudad amurallada de Norteamérica, fundada por Samuel de Champlain en 1608. Las continuas batallas contra los británicos propiciaron el amurallamiento de la ciudad en 1693. La ciudad caería finalmente en 1759, en la batalla de los Llanos de Abraham. Como buenos nacionalistas resentidos, aquello daría lugar a un lema que todavía hoy se puede ver en el escudo de la bandera de la provincia y en todas las matrículas de los coches que he visto: Je me souviens (Yo me acuerdo). Ahí se ve hasta donde puede llegar la mezquindad de los nacionalistas. Cada vez que un turista anglosajón se pasee por Quebec, millones de coches le señalarán con sus matrículas diciéndole: ¡Eh, que yo todavía me acuerdo! Esto es convivencia. Especialmente cuando uno recuerda que en las matrículas de todas las provincias de Canadá también tienen lemas, aunque muy diferentes. Los coches matriculados en la Columbia Británica llevan grabado el lema "Beautiful British Columbia" (Bonita Columbia Británica), en los coches de Alberta se puede leer "Wild Rose Country" (Tierra de la rosa salvaje), en Manitoba "Friendly" (Amigable), en Ontario "Yours to Discover" (Tuya para descubrirla), en Saskatchewan "Land of Living Skies" (Tierra de cielos con vida). Y así con todas las matrículas de cada provincia. Pero al llegar a territorio nacionalista, hasta los coches nos advierten del resentimiento pueblerino de la tribu.
El caso es que seguí leyendo mi guía, y decía que a Charles Dickens, cuando estuvo en América, lo que más le impresionó fueron las calles de Quebec. El hotel de lujo Fairmont Le Chateau Frontenac, un hotel con forma de castillo imponente, es famoso entre otras cosas porque en él se alojó Winston Churchill, y se puede hacer una visita guiada por su interior. También en Quebec hay una catedral de Notre Dame, y en ella está enterrado François de Laval, nombrado vicario apostólico de Nueva Inglaterra y beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1980.
Con tanta historia, longevidad, monumentos y fotos de calles medievales que pude encontrar en mi guía sobre la ciudad, empecé a impacientarme por llegar y descubrir aquella maravilla. Pero la realidad es siempre peor de lo que uno imagina o lee en las guías. En cuanto llego a la estación de autobuses, me cargo con todos mis bártulos con la intención de buscar un albergue o cuchitril de cualquier tipo en el que dormir por lo menos una noche. Como buena ciudad fortificada, no hay calle sin pendiente, y para llagar hasta el centro hay que subir y subir hasta acabar empapado de sudor a pesar del frío. Pero cuanto más subo y más me acerco al núcleo de la ciudad medieval, más me va decepcionando todo lo que veo. Aquello parece un parque de atracciones. Las calles principales, aún adoquinadas y con casas de piedra centenarias, servían de decorado del horror. Sobre los adoquines se paseaban manadas enormes de turistas venidos de todas partes, y el interior de las casas de piedra servía exclusivamente para albergar tiendas de souvenirs y restaurantes caros. Por lo que pude comprobar tras un paseo por todo aquello, la ciudad entera se había convertido en pasto de turistas omnívoros que igual le sacaban una foto a una lata de refresco tirada en el suelo que a la fachada de la catedral. Para ambientar un poco más el circo, cada casa tenía tres o cuatro banderas que sobresalían de la segunda planta. Todas las calles tenían treinta o cuarenta banderas multicolor con la flor de lis ondeando. La bandera canadiense, la de la hoja de arce, quedaba relegada a los mástiles de edificios oficiales y al interior de tiendas para turistas sobre la etiqueta de made in China del botijo o camiseta de turno.
Lo grotesco de lo grotesco, lo encontré cuando, paseando por una de esas calles, vi una larga cola de turistas esperando para entrar en una de las atracción de aquella feria. Para que la manada no se impacientara, un grupo de payasos contratado por el ayuntamiento iba disfrazado de mosqueteros y se metía con la gente invitándoles a un duelo. Cada vez que un mosquetero de atrezzo desenvainaba su espada, los turistas desenfundaban sus cámaras y disparaban una ráfaga de flashes sobre su cara.
Observar a los turistas aveces produce vergüenza ajena. Los peores son los que van con pareja. La típica parejita joven que todavía está enamorada y, por lo tanto, no deja de hacer tonterías. En medio de la calle me encuentro a una chica con las manos en alto, una pierna encogida y la espalda arqueada. Ante postura tan extraña, yo me la quedo mirando a una distancia prudente. Estática, intentando con esfuerzo aguantar el equilibrio, mira sonriente hacia un punto lejano. De pronto se mueve y recobra una postura natural, y un chico se acerca a ella con una cámara digital. Los dos juntan sus cabezas mientras el chico manipula la máquina y al rato se ríen a la vez. Luego descubrí que desde el lugar donde se disparó la foto, y con la postura de la chica, el efecto óptico creado era que la chica estaba sujetando el mástil de una bandera que quedaba cien metros más atrás.
Lo malo de los turistas es que, al igual que los monos, son capaces de aprender y reproducir patrones de conducta simples vistos en otros primates. A los pocos minutos, varias parejas de turistas se esforzaban por sacarse la misma foto "sujetando" el mástil.
Las cámaras digitales han hecho que lo de viajar sea todavía más doloroso. Al poder hacer miles de fotografías y luego descargarlas en un ordenador para poder seguir haciendo otras mil, el turista chancletero de hoy no discrimina a la hora de hacer fotos. Lo que se fotografía no importa, lo que importa es el acto de hacer clic en si mismo. He visto a gente haciendo fotos a alcantarillas, a palomas callejeras que tendrán, y no harán ni caso, en sus propias ciudades, a la hoja seca de un árbol, a la portada de una revista, al plato que se van a comer en un restaurante, a letreros de prohibido el paso, al perrito que se les cruza en un paso de cebra...
Recuerdo que una vez, cuando fuimos de excursión a caballo en Chilcotin, pasamos por un bosque de abetos centenarios. Éramos un grupo de diez o quince, con el guía delante. La gente iba mirando el paisaje y hablando distraídamente de lo suyo con el de al lado. En esas que el guía dice: mirad, ese árbol de allí tiene quinientos años, estaba aquí cuando se descubrió América. Ese comentario, que sonaba a pedigrí del bueno, con cierto aire histórico por lo del descubrimiento, hizo que todos sacaran sus cámara rápidamente e, intentando parar al caballo para que la foto no saliera movida, apuntaron al ancho tronco del árbol en cuestión y después se lo quedaron mirando como el que ve "algo importante". Pero justo en ese momento, nuestro guía añadió: Ay, no, perdón, ese no era, es el de allá el que tiene quinientos años. Vi cómo inmediatamente todos teclearon su cámara para borrar la foto del árbol impostor, y de nuevo dispararon al auténtico, al importante de verdad.
Ya me imagino la escena cuando los jinetes llegasen a sus países y se pusieran a enseñar las fotos a los amigos en el ordenador. Clic. Este es el estadio olímpico. Clic. Esto las montañas Rocosas. Clic. Esto el tronco de un árbol de cuando Colón. Clic. Esta mi prima, que lloró en el aeropuerto. Clic...
También me imagino al turista que haya leído que a Dickens le gustó las calles de Quebec. Ese turista no parará de hacer fotos a las calles, tan diferentes a las que encontró el escritor. El que sepa que Churchill se alojó en el hotel, querrá hacer la visita guiada. Se aburrirá mucho, y ante las explicaciones del guía, atenderá la llamadita inoportuna de su móvil. Entonces escuchará: en esta, señores, se alojó Winston Churchill. En es momento le dirá al amigo que le llamará luego, colgará el teléfono, sacará la cámara a toda prisa y flasheará la habitación de arriba abajo.
Clic. Aquí yo con la Mari en la puerta de un hotel de lujo. Clic. Aquí montado en una Harley que vi aparcada en la calle. Clic. Esta, esta es la habitación del Churchill, chaval. Clic. Esto es un río. Clic...
Y el turista que no sepa nada sobre Quebec, se limitará a fundir sus cuatro gigas de capacidad de su cámara digital haciendo fotos a papeleras, latas de refresco, palomas comiendo un trozo de pan y algún que otro monumento. De esos importantes.
Ejemplo de foto que no sirve para nada. Docenas de turistas se agolpaban para hacerla en una plaza pública bajo una intensa lluvia.
Me dirijo a las estación de autobuses de Montreal por la mañana, para coger el primer autobús hacia Quebec. Compro el billete y a la media hora estoy sentado camino de la capital de la provincia. Con tres horas por delante, decido coger mi guía de Canadá y empaparme bien sobre la historia y monumentos de la ciudad en cuestión. Por lo que leo en ella, la ciudad no podría ser más interesante. Quebec es la única ciudad amurallada de Norteamérica, fundada por Samuel de Champlain en 1608. Las continuas batallas contra los británicos propiciaron el amurallamiento de la ciudad en 1693. La ciudad caería finalmente en 1759, en la batalla de los Llanos de Abraham. Como buenos nacionalistas resentidos, aquello daría lugar a un lema que todavía hoy se puede ver en el escudo de la bandera de la provincia y en todas las matrículas de los coches que he visto: Je me souviens (Yo me acuerdo). Ahí se ve hasta donde puede llegar la mezquindad de los nacionalistas. Cada vez que un turista anglosajón se pasee por Quebec, millones de coches le señalarán con sus matrículas diciéndole: ¡Eh, que yo todavía me acuerdo! Esto es convivencia. Especialmente cuando uno recuerda que en las matrículas de todas las provincias de Canadá también tienen lemas, aunque muy diferentes. Los coches matriculados en la Columbia Británica llevan grabado el lema "Beautiful British Columbia" (Bonita Columbia Británica), en los coches de Alberta se puede leer "Wild Rose Country" (Tierra de la rosa salvaje), en Manitoba "Friendly" (Amigable), en Ontario "Yours to Discover" (Tuya para descubrirla), en Saskatchewan "Land of Living Skies" (Tierra de cielos con vida). Y así con todas las matrículas de cada provincia. Pero al llegar a territorio nacionalista, hasta los coches nos advierten del resentimiento pueblerino de la tribu.
El caso es que seguí leyendo mi guía, y decía que a Charles Dickens, cuando estuvo en América, lo que más le impresionó fueron las calles de Quebec. El hotel de lujo Fairmont Le Chateau Frontenac, un hotel con forma de castillo imponente, es famoso entre otras cosas porque en él se alojó Winston Churchill, y se puede hacer una visita guiada por su interior. También en Quebec hay una catedral de Notre Dame, y en ella está enterrado François de Laval, nombrado vicario apostólico de Nueva Inglaterra y beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1980.
Con tanta historia, longevidad, monumentos y fotos de calles medievales que pude encontrar en mi guía sobre la ciudad, empecé a impacientarme por llegar y descubrir aquella maravilla. Pero la realidad es siempre peor de lo que uno imagina o lee en las guías. En cuanto llego a la estación de autobuses, me cargo con todos mis bártulos con la intención de buscar un albergue o cuchitril de cualquier tipo en el que dormir por lo menos una noche. Como buena ciudad fortificada, no hay calle sin pendiente, y para llagar hasta el centro hay que subir y subir hasta acabar empapado de sudor a pesar del frío. Pero cuanto más subo y más me acerco al núcleo de la ciudad medieval, más me va decepcionando todo lo que veo. Aquello parece un parque de atracciones. Las calles principales, aún adoquinadas y con casas de piedra centenarias, servían de decorado del horror. Sobre los adoquines se paseaban manadas enormes de turistas venidos de todas partes, y el interior de las casas de piedra servía exclusivamente para albergar tiendas de souvenirs y restaurantes caros. Por lo que pude comprobar tras un paseo por todo aquello, la ciudad entera se había convertido en pasto de turistas omnívoros que igual le sacaban una foto a una lata de refresco tirada en el suelo que a la fachada de la catedral. Para ambientar un poco más el circo, cada casa tenía tres o cuatro banderas que sobresalían de la segunda planta. Todas las calles tenían treinta o cuarenta banderas multicolor con la flor de lis ondeando. La bandera canadiense, la de la hoja de arce, quedaba relegada a los mástiles de edificios oficiales y al interior de tiendas para turistas sobre la etiqueta de made in China del botijo o camiseta de turno.
Lo grotesco de lo grotesco, lo encontré cuando, paseando por una de esas calles, vi una larga cola de turistas esperando para entrar en una de las atracción de aquella feria. Para que la manada no se impacientara, un grupo de payasos contratado por el ayuntamiento iba disfrazado de mosqueteros y se metía con la gente invitándoles a un duelo. Cada vez que un mosquetero de atrezzo desenvainaba su espada, los turistas desenfundaban sus cámaras y disparaban una ráfaga de flashes sobre su cara.
Observar a los turistas aveces produce vergüenza ajena. Los peores son los que van con pareja. La típica parejita joven que todavía está enamorada y, por lo tanto, no deja de hacer tonterías. En medio de la calle me encuentro a una chica con las manos en alto, una pierna encogida y la espalda arqueada. Ante postura tan extraña, yo me la quedo mirando a una distancia prudente. Estática, intentando con esfuerzo aguantar el equilibrio, mira sonriente hacia un punto lejano. De pronto se mueve y recobra una postura natural, y un chico se acerca a ella con una cámara digital. Los dos juntan sus cabezas mientras el chico manipula la máquina y al rato se ríen a la vez. Luego descubrí que desde el lugar donde se disparó la foto, y con la postura de la chica, el efecto óptico creado era que la chica estaba sujetando el mástil de una bandera que quedaba cien metros más atrás.
Lo malo de los turistas es que, al igual que los monos, son capaces de aprender y reproducir patrones de conducta simples vistos en otros primates. A los pocos minutos, varias parejas de turistas se esforzaban por sacarse la misma foto "sujetando" el mástil.
Las cámaras digitales han hecho que lo de viajar sea todavía más doloroso. Al poder hacer miles de fotografías y luego descargarlas en un ordenador para poder seguir haciendo otras mil, el turista chancletero de hoy no discrimina a la hora de hacer fotos. Lo que se fotografía no importa, lo que importa es el acto de hacer clic en si mismo. He visto a gente haciendo fotos a alcantarillas, a palomas callejeras que tendrán, y no harán ni caso, en sus propias ciudades, a la hoja seca de un árbol, a la portada de una revista, al plato que se van a comer en un restaurante, a letreros de prohibido el paso, al perrito que se les cruza en un paso de cebra...
Recuerdo que una vez, cuando fuimos de excursión a caballo en Chilcotin, pasamos por un bosque de abetos centenarios. Éramos un grupo de diez o quince, con el guía delante. La gente iba mirando el paisaje y hablando distraídamente de lo suyo con el de al lado. En esas que el guía dice: mirad, ese árbol de allí tiene quinientos años, estaba aquí cuando se descubrió América. Ese comentario, que sonaba a pedigrí del bueno, con cierto aire histórico por lo del descubrimiento, hizo que todos sacaran sus cámara rápidamente e, intentando parar al caballo para que la foto no saliera movida, apuntaron al ancho tronco del árbol en cuestión y después se lo quedaron mirando como el que ve "algo importante". Pero justo en ese momento, nuestro guía añadió: Ay, no, perdón, ese no era, es el de allá el que tiene quinientos años. Vi cómo inmediatamente todos teclearon su cámara para borrar la foto del árbol impostor, y de nuevo dispararon al auténtico, al importante de verdad.
Ya me imagino la escena cuando los jinetes llegasen a sus países y se pusieran a enseñar las fotos a los amigos en el ordenador. Clic. Este es el estadio olímpico. Clic. Esto las montañas Rocosas. Clic. Esto el tronco de un árbol de cuando Colón. Clic. Esta mi prima, que lloró en el aeropuerto. Clic...
También me imagino al turista que haya leído que a Dickens le gustó las calles de Quebec. Ese turista no parará de hacer fotos a las calles, tan diferentes a las que encontró el escritor. El que sepa que Churchill se alojó en el hotel, querrá hacer la visita guiada. Se aburrirá mucho, y ante las explicaciones del guía, atenderá la llamadita inoportuna de su móvil. Entonces escuchará: en esta, señores, se alojó Winston Churchill. En es momento le dirá al amigo que le llamará luego, colgará el teléfono, sacará la cámara a toda prisa y flasheará la habitación de arriba abajo.
Clic. Aquí yo con la Mari en la puerta de un hotel de lujo. Clic. Aquí montado en una Harley que vi aparcada en la calle. Clic. Esta, esta es la habitación del Churchill, chaval. Clic. Esto es un río. Clic...
Y el turista que no sepa nada sobre Quebec, se limitará a fundir sus cuatro gigas de capacidad de su cámara digital haciendo fotos a papeleras, latas de refresco, palomas comiendo un trozo de pan y algún que otro monumento. De esos importantes.
Ejemplo de foto que no sirve para nada. Docenas de turistas se agolpaban para hacerla en una plaza pública bajo una intensa lluvia.
viernes, 3 de octubre de 2008
El Demócrata Neoyorquino
Una obra inspirada en hechos reales.
Hablan en ella las personas siguientes:
Mr. Tim, el demócrata neoyorquino.
Don Luis, el polemista.
=============================================
En el escenario, dos literas de madera y una puerta al fondo.
La acción se desarrolla en la habitación de un albergue de Toronto. En la habitación está don Luis colocando sus sábanas en la cama. A los pocos minutos aparece Mr. Tim por la puerta.
=============================================
Tim (abriendo la puerta) - Buenas tardes, caballero. ¿Cómo está vuestra merced?
Luis (subido a la litera e incorporándose) - De maravilla. ¿Qué otro ánimo puede tener alguien que visita esta espléndida ciudad?
Tim - Bien cierto es. Del mismo humor me halláis a mí.
Luis - Lo celebro. Mi nombre es don Luis, y por mi acento daréis cuenta de mi hispánico ascendente.
Tim - Lo supe al instante, don Luis. Aunque debo reconocer que os manejáis con destreza en lengua inglesa. Yo soy Mr. Tim, vuestro compañero de habitación, y por mi acento quizá intuáis...
Luis (sin dejarle terminar) - Que vos sois vecino de este país. ¿Me equivoco?
Tim - Acertáis.
Luis - Pero mi oído aún es sordo a diferencias entre estados. Del sur no sois, pues vuestro hablar es ágil, ¿sois, por tanto, del norte?
Tim - De la ciudad de Nueva York exactamente. Sin duda mi inglés es neoyorquino, aunque en estos tiempos quizá vuestro acento sea más neoyorquino que el mío.
Luis - Oh, Nueva York, la Babel de nuestros días, el refugio de la Europa de entre guerras, la libertad de tantos nacidos bajo dictaduras fraticidas que asolaron mi continente, que desangraron Asia y que aún laten con fuerza en Latinoamérica.
Tim - Elevada estima nos tenéis. Raro se me hace oír esas palabras de boca de un europeo. Yo, aun siendo americano, no puedo más que concluir que mi país se equivoca.
Luis - ¿Se equivoca? Expresaos con claridad, os lo ruego.
Tim - Hablo de política, de armamento, de guerra.
Luis - Seguid, os lo ruego, no paréis. Ávido estoy por conocer las opiniones de un americano sobre su patria de libertades y madre de democracias. Decidme, ¿cómo es vuestro país?
Tim - Seré claro, como me pedís. Mi país me recuerda a los últimos años de la Unión Soviética. Mi país se está cayendo a pedazos y, en pocos años, seremos nosotros los que emigraremos en busca de un futuro mejor.
Luis (con cara de sorprendido) - ¡Pero qué me decís! ¡Cómo una catástrofe de esas magnitudes podría darse en la primera potencia económica del mundo? Imploro digáis cuál es la causa de tamaño descalabro.
Tim (alzando la voz y ganando seguridad) - ¿La causa pedís? Yo os diré el nombre de la causa: George W. Bush.
Luis - ¡No, por Dios, otro no!
Tim - ¿Otro qué?
Luis - Vuestra merced es la persona número un millón que me viene con la misma monserga. ¿A caso se concentra en Bush todo el mal de este planeta?
Tim - Conduce el país a la ruina, y además... es un asesino.
Luis - De acuerdo, aceptemos que Bush es Lucifer en persona y el causante de todos los males de la Humanidad desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta la última crónica negra del New York Times de esta mañana. Pero ahora ya no tenéis excusa. Bush, gracias al excelente sistema democrático que en vuestra nación impera para evitar la corruptela que azota países como el mío, ya no puede ser reelegido, agotó sus ocho años. ¿Quién será el culpable del Mal en los próximos años?
Tim - Lo será McCain, si gana. Los republicanos, siempre los republicanos. Ellos están destruyendo América. El americano medio trabaja cincuenta horas semanales, en ocasiones más, y no tenemos ni seguridad social, ni jubilación, ni podemos ir a la universidad si no desembolsamos quince mil dólares por años. Yo quiero una América como cualquier país de la Unión Europea. Quiero que el estado se ocupe de lo más básico, que se haga justicia.
Luis - ¿Y cuál es el camino para conseguir tan noble objetivo?
Tim - El camino es Obama.
Luis - ¿ Aseguráis que la solución a todos los males es Obama? Eso mismo dicen muchos musulmanes pero cambiando la B por la S. Pensamientos vuelicortos los que salen de vuestra boca.
Tim - ¡Faltáis al respeto!
Luis - El respeto se gana.
Tim - ¡Y la vida se pierde!
Luis - ¡Calmaos! ¿Acaso no sois vos demócrata convencido? Pues dialoguemos pausadamente y, si oís discrepancias, celebrad la riqueza de la diversidad. Pues no hay una opinión mejor que otra, ni valor más elevado que otro, ni pensamiento superior o inferior a otro. ¿No es esa la religión del nuevo paganismo universal?
Tim (visiblemente enfadado) - Por mi talante demócrata que os cerraré la boca con palabras y no con misiles.
Luis - Comenzad a cerrármela. Hablad.
Tim - Estados Unidos necesita a Obama porque él es el único que trae un mensaje positivo, un mensaje de optimismo para una nación que está en crisis y que está harta de guerras sin sentido. América está pidiendo un cambio, no podemos seguir en esta dirección. Bush nos ha llevado directos al abismo, gastando todo el dinero en armamento, para su guerra. Os digo, don Luis, que si vuestra merced tuviera a bien hacer una visita a los Estados Unidos y hablaseis con la gente, comprobaríais que todo el mundo odia a Bush. ¡Por algo será!
Luis - Todo el mundo le odia pero salió reelegido. ¡Por algo será!
Tim (nervioso) - Bueno... sí... fue reelegido. Pero eso es por culpa del americano iletrado de las zonas rurales, por eso es. Ellos votan a Bush. En sus limitadas cabezas no hay espacio para el razonamiento. Cuando oyes hablar a alguno de ellos en televisión siempre dicen lo mismo: "A mí el estado no me tiene que decir cómo tengo que vivir" "Yo soy libre" "Queremos seguir siendo americanos". Pasean su desgarbado y fofo cuerpo por sus doscientos acres de tierra con su rifle al hombro, y se sienten los amos del mundo. Casi siempre son de algún estado sureño. De Texas, de Nuevo México, de Arizona... Pero, ¿sabéis la realidad? Esos mismos cruzan la frontera con México para hacer sus comprar, para ir de vacaciones. En México tienen algunos segundas residencias y hasta contraen matrimonio con mexicanas, como el hermano de Bush. Y luego son ellos los que quieren cerrar fronteras, no permitir el paso al inmigrante. ¡Hipócritas!
Luis - Disculpad la observación. Tenéis cuarenta millones de latinos en Estados Unidos. No me parece que en la agenda del presidente figure como asunto prioritario el cierre de fronteras y expulsión de inmigrantes. Además, creo recordar... y corregidme si me equivoco, que fueron precisamente los votos de los cubanos exiliados en la Florida, esos que llegan con la espalda mojada tras fugarse de Cuba en una patera, los que decidieron el triunfo de Bush sobre Al Gore en las elecciones de dos mil.
Tim - ¡Golpe bajo! Fue por lo del niño Elián.
Luis - Por lo que fuese. El hecho es que los inmigrantes cubanos votaron a los republicanos. Además, ¿como os explicáis que, la segunda generación de inmigrantes latinos, voten, en su mayoría, al partido republicano?
Tim - Desconocía ese dato.
Luis - Yo lo conocía y lo esgrimo como argumento contra su grito de ¡hipócritas! La razón es simple. La mayoría de ellos son propietarios de pequeños negocios. Tiendas, almacenes, talleres, restaurantes, bares, etc, y les conviene más una política liberal y de recorte de impuestos. Vos no sabéis lo que decís. ¿Queréis que abran las fronteras y aparezcan en dos días cincuenta millones de inmigrantes paseándose por territorio americano como Pedro, que no Peter, por su casa? ¿Qué haréis cuando esa crisis comparable a la caída de la Unión Soviética que vos auguráis llegue y tengáis que ir a recoger naranjas a California para sobrevivir y os digan que no os aceptan porque ya tienen mano de obra inmigrante y barata para los próximos treinta años? ¡Las naranjas de la ira!
Tim - ¡Eso es demagogia! Nadie está diciendo que se abran las fronteras. Sólo digo que el mundo es de todos y que los republicanos inventan enemigos para asustar a la población y conseguir votos. Así se enriquecen con la fabricación de armas y haciendo la guerra. Los republicanos dicen que los inmigrantes son un problema para los Estados Unidos, que los musulmanes son una amenaza, que Europa nos utiliza para hacer el trabajo sucio. Os advierto una cosa. Si pensáis ir algún día a mi país, debéis saber que a los americanos no les gusta los europeos. Os tratarán bien, con cortesía, pero no les gustáis. Piensan que habéis perdido la fe en Dios, que no nos apoyáis en las decisiones trascendentales.
Luis - Deseoso estoy de tropezarme con uno de esos compatriotas de vos, creo que simpatizaré con él. Porque, ¿acaso no es cierto que si vuestro país decidiera mañana eliminar su ejército, Europa no estaría en gravísimo peligro de un ataque de cualquier parte del mundo?
Tim - ¡Alarmista! Utilizáis las mismas tretas que los republicanos.
Luis - Mr. Tim, vos y yo vivimos en una isla de seguridad y libertad en medio de un mundo exento de seguridad y libertad. Y hasta la fecha, los únicos países del mundo que han demostrado un inquebrantable talante democrático han sido los países de tradición anglosajona. Así de claro os lo digo, Mr. Tim.
Tim - ¿Democrático? La democracia, según tengo entendido, es el derecho de todos a decidir el destino de tu país, la igualdad entre todos los ciudadanos y la posibilidad de presidir tu país sin tener en cuenta tu sexo, color o credo.
Luis - Preciso y conciso.
Tim - Y ahí está el problema. En mi país, muchos no van a votar a Obama por ser negro, porque son racistas, porque desconfían de un hombre de color.
Luis - Y sin embargo, es el único país del mundo de mayoría blanca que contempla la posibilidad de ser presidido por un negro.
Tim - Y ojalá así sea. Necesitamos a Obama. Además, él es el ejemplo perfecto de la América moderna, de la América que la gente joven anhelamos. Es como la Coca-Cola y la Pepsi. McCain sería la Coca-Cola, es decir, lo clásico, lo de siempre, y Obama la Pepsi, o sea, la Next Generation, como decía su anuncio en televisión.
Luis - ¡Menuda comparación! También podríamos interpretarla como que todo el mundo prefiere a McCain y que gobierne uno o gobierne otro, la diferencia sería casi imperceptible. ¿Sabéis lo que pienso? Pienso que son los periódicos más importantes los que se oponen clandestinamente a la candidatura de Obama.
Tim - ¿Cómo es eso? ¿Más conspiración? ¡Lo sabía! Explicaos.
Luis - Elemental, si gana Obama los periódicos tendrán más pérdidas porque cada vez que tengan que fotografiar al presidente en una aparición pública gastarán más tinta que con McCain.
Tim - ¡De nuevo faltáis al respeto!
Luis - De nuevo os digo que el respeto se ha de ganar.
Tim (enfadado) - Seguiré argumentando a pesar de vuestra insolencia.
Luis - Que así sea.
Tim - Obama es el candidato perfecto, no sólo por el aire de renovación, también porque es el reflejo de la América real, de la América de orígenes diversos, mestiza. Miradme a mí, mi madre es rumana, mi padre irlandés. Esa es la realidad de mi país. Yo he vivido muchos años en un barrio de dominicanos, mulatos emigrados en su mayoría. Jamás tuve ningún problema. Todavía recuerdo los niños jugando en la calle. Imaginaos qué ejemplo para ellos tener un presidente del mismo color. Sería una inspiración para ellos, un ejemplo a seguir.
Luis - ¿Os parece éste un buen motivo para votar a Obama? Os lo pregunto porque, si así lo fuera, estaríais incurriendo en la misma falta de esos que no lo votarían por su color. Vos, al igual que ellos, tenéis en cuenta el color del candidato a la hora de votar. Ellos por un prejuicio negativo, y por lo tanto condenable, y vos por un prejuicio positivo, y por lo tanto igualmente condenable. Vos sois un racista, Mr. Tim.
Tim - ¡Racista yo!
Luis - ¡Sí, racista! No votareis a McCain no sólo porque no compartais sus ideas, sino porque además es blanco, y vos preferís un presidente negro porque os sugiere modernidad, porque os parece, y perdonadme el vulgarismo, un presidente cool.
Tim - ¡Cómo os atrevéis!
Luis - Me atrevo porque estoy harto.
Tim - ¡Harto de qué!
Luis - ¡Harto de visionarios, de charlatanes, de políticos con buena voluntad, de santurrones, de revolucionarios, de gente positiva, de bocazas que sólo hablan de cambio y de nuevo, de telepredicadores que se hacen pasar por políticos, del "yes, we can" y del peinado de la Clinton! Y os diré más, ¿sabéis quién fue la persona que más contribuyó al bienestar y progreso de las clases medias y bajas?¿Sabéis gracias a quién, en mi opinión, el pueblo ha accedido a una vida que hasta hace poco era exclusiva para aristócratas, para hombres ricos y blancos?
Tim (frunciendo el ceño y mirando al suelo) - Dejadme pensar.
Luis - Pensad.
Tim (con un chasquido de dedos) - ¡Lo tengo! ¡Karl Marx!
Luis - Frío, frío como su país natal.
Tim - ¡Lenin!
Luis - Gélido como un Gulag siberiano.
Tim - Trotski.
Luis - -Ídem.
Tim - Nelson Mandela.
Luis - Probad otra vez.
Tim - Bill Clinton.
Luis - Oh, qué ordinariez.
Tim (nervioso y enfadado) - El Che, Gandhi, Al Gore, Buda, Teresa de Calcuta, Rousseau, José Bové...
Luis - Ninguno de ellos.
Tim - ¡Entonces quién! ¡Decid su nombre, desvelad el misterio!
Luis - Henry Ford.
Tim (abriendo los ojos sobresaltado) ¡Blasfemia!
Luis - ¡Escuchad la diversidad de opiniones!
Tim - Explicaos pues.
Luis - Si ha habido alguien en el mundo que puso a disposición de todos los lujos reservados desde siempre a las clases más ricas, ese fue Henry Ford. Con su sistema que revolucionó la producción abaratando costes y, por lo tanto, reduciendo el precio de los productos y poniéndolos al alcance de todos. ¿Acaso vos no llegasteis a Toronto en coche, ese artilugio para aristócratas de hace un siglo? ¿Acaso vos no disfrutáis de un sofá cómodo, un televisor, un ordenador, un equipo de música y comida en abundancia?
Tim - Cierto.
Luis - ¿Y cómo hemos llegado a ese nivel de progreso material?
Tim - ¿Por Ford, decís?
Luis - Por Ford afirmo, por Henry Ford como precursor. Pero cuidado, ¿acaso Ford era un antropófilo, un buen samaritano, un visionario encabezando la Nueva Era? ¡Por supuesto que no! Henry Ford era un hombre de negocios, y su único objetivo era ganar dinero con el mínimo personal trabajando en sus fábricas. Su propósito era reducir costes, no beneficiar al prójimo. Sin embargo, ni todas las ONG's del mundo han conseguido ni la décima parte de lo que consiguió Henry Ford. Y algo así sólo podía desarrollarse en un país como los Estados Unidos. Me decís que sangre rumana tenéis, ¿no vendría vuestra madre a América huyendo de políticas que iban a salvar al mundo? ¿No vendría aquí en busca de comida, casa, coche, televisión y libertad?
Tim - ¡Basta!
Luis - Decidme, ¿os gusta Madonna?
Tim - ¿Qué tiene que ver Madonna con todo esto?
Luis - Responded, os lo ruego.
Tim - Me encanta Madonna. Su música, su vida... estudia la Cábala judía, hace yoga y además adopta niños africanos y es demócrata.
Luis - Entonces, escuchad: I'm a material girl in a material world. ¿Sería posible un estribillo como este antes de Henry Ford? Y lo que es más importante, ¿podríais escucharlo en su CD fabricado en serie, en cadena y tan barato que lo puede comprar cualquiera?
Tim - Me dejáis sin argumentos.
Luis (en tono burlesco)- ¿Vencido o convencido?
Tim (enfadado)- Ni lo uno ni lo otro. Yo votaré a Obama.
Luis (suspirando y pasándose la mano por la cabeza) - Gracias por la lección, Mr. Tim.
Tim - ¿Lección?
Luis - Me habéis hecho ver que discutir de política nunca sirve de nada.
Tim - Pues cambiemos de tema.
Luis - Sea. En breve partiré hacia su país.
Tim - Lo celebro, quizá después del viaje os acercáis más a posturas demócratas. ¿Dónde queréis ir?
Luis - A su tierra, a Nueva York.
Tim - Aún lo celebro más, allí casi todo el mundo es demócrata. Hablad con ellos. La ciudad os encantará.
Luis - Hablaré con ellos. Pero, decidme, ¿es Nueva York una ciudad tan peligrosa como dicen?
Tim - Oh, no, no, ningún peligro os acecha en sus calles, no temáis. Peligrosa fue en los ochenta.
Luis - ¿Qué la hizo segura después?
Tim - Giuliani, el alcalde, hizo un excelente trabajo de limpieza. Por aquel entonces era fiscal del distrito sur de Nueva York y su lucha contra el crimen y el narcotráfico fue ejemplar. Dotó al cuerpo de policía de Nueva York con medios más que eficaces para controlar el crimen. La policía entraba en los barrios más conflictivos, derribaba puertas de domicilios donde se escondían traficantes y delincuentes de toda índole y condición, hasta los que pintaban en las paredes se sentían vigilados. Según el FBI, Nueva York pasó de ser una de las ciudades más peligrosas de América a ser la más segura de todas.
Luis - Valiente ese Giuliani.
Tim - Sin duda.
Luis - Valiente y republicano.
Tim - Oh... sí, sí... republicano era... Pero no hablemos de política, caballero.
Luis - No es costumbre mía perder el tiempo.
(Se cierra el telón.)
--- FIN ---
(aplausos)
Hablan en ella las personas siguientes:
Mr. Tim, el demócrata neoyorquino.
Don Luis, el polemista.
=============================================
En el escenario, dos literas de madera y una puerta al fondo.
La acción se desarrolla en la habitación de un albergue de Toronto. En la habitación está don Luis colocando sus sábanas en la cama. A los pocos minutos aparece Mr. Tim por la puerta.
=============================================
Tim (abriendo la puerta) - Buenas tardes, caballero. ¿Cómo está vuestra merced?
Luis (subido a la litera e incorporándose) - De maravilla. ¿Qué otro ánimo puede tener alguien que visita esta espléndida ciudad?
Tim - Bien cierto es. Del mismo humor me halláis a mí.
Luis - Lo celebro. Mi nombre es don Luis, y por mi acento daréis cuenta de mi hispánico ascendente.
Tim - Lo supe al instante, don Luis. Aunque debo reconocer que os manejáis con destreza en lengua inglesa. Yo soy Mr. Tim, vuestro compañero de habitación, y por mi acento quizá intuáis...
Luis (sin dejarle terminar) - Que vos sois vecino de este país. ¿Me equivoco?
Tim - Acertáis.
Luis - Pero mi oído aún es sordo a diferencias entre estados. Del sur no sois, pues vuestro hablar es ágil, ¿sois, por tanto, del norte?
Tim - De la ciudad de Nueva York exactamente. Sin duda mi inglés es neoyorquino, aunque en estos tiempos quizá vuestro acento sea más neoyorquino que el mío.
Luis - Oh, Nueva York, la Babel de nuestros días, el refugio de la Europa de entre guerras, la libertad de tantos nacidos bajo dictaduras fraticidas que asolaron mi continente, que desangraron Asia y que aún laten con fuerza en Latinoamérica.
Tim - Elevada estima nos tenéis. Raro se me hace oír esas palabras de boca de un europeo. Yo, aun siendo americano, no puedo más que concluir que mi país se equivoca.
Luis - ¿Se equivoca? Expresaos con claridad, os lo ruego.
Tim - Hablo de política, de armamento, de guerra.
Luis - Seguid, os lo ruego, no paréis. Ávido estoy por conocer las opiniones de un americano sobre su patria de libertades y madre de democracias. Decidme, ¿cómo es vuestro país?
Tim - Seré claro, como me pedís. Mi país me recuerda a los últimos años de la Unión Soviética. Mi país se está cayendo a pedazos y, en pocos años, seremos nosotros los que emigraremos en busca de un futuro mejor.
Luis (con cara de sorprendido) - ¡Pero qué me decís! ¡Cómo una catástrofe de esas magnitudes podría darse en la primera potencia económica del mundo? Imploro digáis cuál es la causa de tamaño descalabro.
Tim (alzando la voz y ganando seguridad) - ¿La causa pedís? Yo os diré el nombre de la causa: George W. Bush.
Luis - ¡No, por Dios, otro no!
Tim - ¿Otro qué?
Luis - Vuestra merced es la persona número un millón que me viene con la misma monserga. ¿A caso se concentra en Bush todo el mal de este planeta?
Tim - Conduce el país a la ruina, y además... es un asesino.
Luis - De acuerdo, aceptemos que Bush es Lucifer en persona y el causante de todos los males de la Humanidad desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta la última crónica negra del New York Times de esta mañana. Pero ahora ya no tenéis excusa. Bush, gracias al excelente sistema democrático que en vuestra nación impera para evitar la corruptela que azota países como el mío, ya no puede ser reelegido, agotó sus ocho años. ¿Quién será el culpable del Mal en los próximos años?
Tim - Lo será McCain, si gana. Los republicanos, siempre los republicanos. Ellos están destruyendo América. El americano medio trabaja cincuenta horas semanales, en ocasiones más, y no tenemos ni seguridad social, ni jubilación, ni podemos ir a la universidad si no desembolsamos quince mil dólares por años. Yo quiero una América como cualquier país de la Unión Europea. Quiero que el estado se ocupe de lo más básico, que se haga justicia.
Luis - ¿Y cuál es el camino para conseguir tan noble objetivo?
Tim - El camino es Obama.
Luis - ¿ Aseguráis que la solución a todos los males es Obama? Eso mismo dicen muchos musulmanes pero cambiando la B por la S. Pensamientos vuelicortos los que salen de vuestra boca.
Tim - ¡Faltáis al respeto!
Luis - El respeto se gana.
Tim - ¡Y la vida se pierde!
Luis - ¡Calmaos! ¿Acaso no sois vos demócrata convencido? Pues dialoguemos pausadamente y, si oís discrepancias, celebrad la riqueza de la diversidad. Pues no hay una opinión mejor que otra, ni valor más elevado que otro, ni pensamiento superior o inferior a otro. ¿No es esa la religión del nuevo paganismo universal?
Tim (visiblemente enfadado) - Por mi talante demócrata que os cerraré la boca con palabras y no con misiles.
Luis - Comenzad a cerrármela. Hablad.
Tim - Estados Unidos necesita a Obama porque él es el único que trae un mensaje positivo, un mensaje de optimismo para una nación que está en crisis y que está harta de guerras sin sentido. América está pidiendo un cambio, no podemos seguir en esta dirección. Bush nos ha llevado directos al abismo, gastando todo el dinero en armamento, para su guerra. Os digo, don Luis, que si vuestra merced tuviera a bien hacer una visita a los Estados Unidos y hablaseis con la gente, comprobaríais que todo el mundo odia a Bush. ¡Por algo será!
Luis - Todo el mundo le odia pero salió reelegido. ¡Por algo será!
Tim (nervioso) - Bueno... sí... fue reelegido. Pero eso es por culpa del americano iletrado de las zonas rurales, por eso es. Ellos votan a Bush. En sus limitadas cabezas no hay espacio para el razonamiento. Cuando oyes hablar a alguno de ellos en televisión siempre dicen lo mismo: "A mí el estado no me tiene que decir cómo tengo que vivir" "Yo soy libre" "Queremos seguir siendo americanos". Pasean su desgarbado y fofo cuerpo por sus doscientos acres de tierra con su rifle al hombro, y se sienten los amos del mundo. Casi siempre son de algún estado sureño. De Texas, de Nuevo México, de Arizona... Pero, ¿sabéis la realidad? Esos mismos cruzan la frontera con México para hacer sus comprar, para ir de vacaciones. En México tienen algunos segundas residencias y hasta contraen matrimonio con mexicanas, como el hermano de Bush. Y luego son ellos los que quieren cerrar fronteras, no permitir el paso al inmigrante. ¡Hipócritas!
Luis - Disculpad la observación. Tenéis cuarenta millones de latinos en Estados Unidos. No me parece que en la agenda del presidente figure como asunto prioritario el cierre de fronteras y expulsión de inmigrantes. Además, creo recordar... y corregidme si me equivoco, que fueron precisamente los votos de los cubanos exiliados en la Florida, esos que llegan con la espalda mojada tras fugarse de Cuba en una patera, los que decidieron el triunfo de Bush sobre Al Gore en las elecciones de dos mil.
Tim - ¡Golpe bajo! Fue por lo del niño Elián.
Luis - Por lo que fuese. El hecho es que los inmigrantes cubanos votaron a los republicanos. Además, ¿como os explicáis que, la segunda generación de inmigrantes latinos, voten, en su mayoría, al partido republicano?
Tim - Desconocía ese dato.
Luis - Yo lo conocía y lo esgrimo como argumento contra su grito de ¡hipócritas! La razón es simple. La mayoría de ellos son propietarios de pequeños negocios. Tiendas, almacenes, talleres, restaurantes, bares, etc, y les conviene más una política liberal y de recorte de impuestos. Vos no sabéis lo que decís. ¿Queréis que abran las fronteras y aparezcan en dos días cincuenta millones de inmigrantes paseándose por territorio americano como Pedro, que no Peter, por su casa? ¿Qué haréis cuando esa crisis comparable a la caída de la Unión Soviética que vos auguráis llegue y tengáis que ir a recoger naranjas a California para sobrevivir y os digan que no os aceptan porque ya tienen mano de obra inmigrante y barata para los próximos treinta años? ¡Las naranjas de la ira!
Tim - ¡Eso es demagogia! Nadie está diciendo que se abran las fronteras. Sólo digo que el mundo es de todos y que los republicanos inventan enemigos para asustar a la población y conseguir votos. Así se enriquecen con la fabricación de armas y haciendo la guerra. Los republicanos dicen que los inmigrantes son un problema para los Estados Unidos, que los musulmanes son una amenaza, que Europa nos utiliza para hacer el trabajo sucio. Os advierto una cosa. Si pensáis ir algún día a mi país, debéis saber que a los americanos no les gusta los europeos. Os tratarán bien, con cortesía, pero no les gustáis. Piensan que habéis perdido la fe en Dios, que no nos apoyáis en las decisiones trascendentales.
Luis - Deseoso estoy de tropezarme con uno de esos compatriotas de vos, creo que simpatizaré con él. Porque, ¿acaso no es cierto que si vuestro país decidiera mañana eliminar su ejército, Europa no estaría en gravísimo peligro de un ataque de cualquier parte del mundo?
Tim - ¡Alarmista! Utilizáis las mismas tretas que los republicanos.
Luis - Mr. Tim, vos y yo vivimos en una isla de seguridad y libertad en medio de un mundo exento de seguridad y libertad. Y hasta la fecha, los únicos países del mundo que han demostrado un inquebrantable talante democrático han sido los países de tradición anglosajona. Así de claro os lo digo, Mr. Tim.
Tim - ¿Democrático? La democracia, según tengo entendido, es el derecho de todos a decidir el destino de tu país, la igualdad entre todos los ciudadanos y la posibilidad de presidir tu país sin tener en cuenta tu sexo, color o credo.
Luis - Preciso y conciso.
Tim - Y ahí está el problema. En mi país, muchos no van a votar a Obama por ser negro, porque son racistas, porque desconfían de un hombre de color.
Luis - Y sin embargo, es el único país del mundo de mayoría blanca que contempla la posibilidad de ser presidido por un negro.
Tim - Y ojalá así sea. Necesitamos a Obama. Además, él es el ejemplo perfecto de la América moderna, de la América que la gente joven anhelamos. Es como la Coca-Cola y la Pepsi. McCain sería la Coca-Cola, es decir, lo clásico, lo de siempre, y Obama la Pepsi, o sea, la Next Generation, como decía su anuncio en televisión.
Luis - ¡Menuda comparación! También podríamos interpretarla como que todo el mundo prefiere a McCain y que gobierne uno o gobierne otro, la diferencia sería casi imperceptible. ¿Sabéis lo que pienso? Pienso que son los periódicos más importantes los que se oponen clandestinamente a la candidatura de Obama.
Tim - ¿Cómo es eso? ¿Más conspiración? ¡Lo sabía! Explicaos.
Luis - Elemental, si gana Obama los periódicos tendrán más pérdidas porque cada vez que tengan que fotografiar al presidente en una aparición pública gastarán más tinta que con McCain.
Tim - ¡De nuevo faltáis al respeto!
Luis - De nuevo os digo que el respeto se ha de ganar.
Tim (enfadado) - Seguiré argumentando a pesar de vuestra insolencia.
Luis - Que así sea.
Tim - Obama es el candidato perfecto, no sólo por el aire de renovación, también porque es el reflejo de la América real, de la América de orígenes diversos, mestiza. Miradme a mí, mi madre es rumana, mi padre irlandés. Esa es la realidad de mi país. Yo he vivido muchos años en un barrio de dominicanos, mulatos emigrados en su mayoría. Jamás tuve ningún problema. Todavía recuerdo los niños jugando en la calle. Imaginaos qué ejemplo para ellos tener un presidente del mismo color. Sería una inspiración para ellos, un ejemplo a seguir.
Luis - ¿Os parece éste un buen motivo para votar a Obama? Os lo pregunto porque, si así lo fuera, estaríais incurriendo en la misma falta de esos que no lo votarían por su color. Vos, al igual que ellos, tenéis en cuenta el color del candidato a la hora de votar. Ellos por un prejuicio negativo, y por lo tanto condenable, y vos por un prejuicio positivo, y por lo tanto igualmente condenable. Vos sois un racista, Mr. Tim.
Tim - ¡Racista yo!
Luis - ¡Sí, racista! No votareis a McCain no sólo porque no compartais sus ideas, sino porque además es blanco, y vos preferís un presidente negro porque os sugiere modernidad, porque os parece, y perdonadme el vulgarismo, un presidente cool.
Tim - ¡Cómo os atrevéis!
Luis - Me atrevo porque estoy harto.
Tim - ¡Harto de qué!
Luis - ¡Harto de visionarios, de charlatanes, de políticos con buena voluntad, de santurrones, de revolucionarios, de gente positiva, de bocazas que sólo hablan de cambio y de nuevo, de telepredicadores que se hacen pasar por políticos, del "yes, we can" y del peinado de la Clinton! Y os diré más, ¿sabéis quién fue la persona que más contribuyó al bienestar y progreso de las clases medias y bajas?¿Sabéis gracias a quién, en mi opinión, el pueblo ha accedido a una vida que hasta hace poco era exclusiva para aristócratas, para hombres ricos y blancos?
Tim (frunciendo el ceño y mirando al suelo) - Dejadme pensar.
Luis - Pensad.
Tim (con un chasquido de dedos) - ¡Lo tengo! ¡Karl Marx!
Luis - Frío, frío como su país natal.
Tim - ¡Lenin!
Luis - Gélido como un Gulag siberiano.
Tim - Trotski.
Luis - -Ídem.
Tim - Nelson Mandela.
Luis - Probad otra vez.
Tim - Bill Clinton.
Luis - Oh, qué ordinariez.
Tim (nervioso y enfadado) - El Che, Gandhi, Al Gore, Buda, Teresa de Calcuta, Rousseau, José Bové...
Luis - Ninguno de ellos.
Tim - ¡Entonces quién! ¡Decid su nombre, desvelad el misterio!
Luis - Henry Ford.
Tim (abriendo los ojos sobresaltado) ¡Blasfemia!
Luis - ¡Escuchad la diversidad de opiniones!
Tim - Explicaos pues.
Luis - Si ha habido alguien en el mundo que puso a disposición de todos los lujos reservados desde siempre a las clases más ricas, ese fue Henry Ford. Con su sistema que revolucionó la producción abaratando costes y, por lo tanto, reduciendo el precio de los productos y poniéndolos al alcance de todos. ¿Acaso vos no llegasteis a Toronto en coche, ese artilugio para aristócratas de hace un siglo? ¿Acaso vos no disfrutáis de un sofá cómodo, un televisor, un ordenador, un equipo de música y comida en abundancia?
Tim - Cierto.
Luis - ¿Y cómo hemos llegado a ese nivel de progreso material?
Tim - ¿Por Ford, decís?
Luis - Por Ford afirmo, por Henry Ford como precursor. Pero cuidado, ¿acaso Ford era un antropófilo, un buen samaritano, un visionario encabezando la Nueva Era? ¡Por supuesto que no! Henry Ford era un hombre de negocios, y su único objetivo era ganar dinero con el mínimo personal trabajando en sus fábricas. Su propósito era reducir costes, no beneficiar al prójimo. Sin embargo, ni todas las ONG's del mundo han conseguido ni la décima parte de lo que consiguió Henry Ford. Y algo así sólo podía desarrollarse en un país como los Estados Unidos. Me decís que sangre rumana tenéis, ¿no vendría vuestra madre a América huyendo de políticas que iban a salvar al mundo? ¿No vendría aquí en busca de comida, casa, coche, televisión y libertad?
Tim - ¡Basta!
Luis - Decidme, ¿os gusta Madonna?
Tim - ¿Qué tiene que ver Madonna con todo esto?
Luis - Responded, os lo ruego.
Tim - Me encanta Madonna. Su música, su vida... estudia la Cábala judía, hace yoga y además adopta niños africanos y es demócrata.
Luis - Entonces, escuchad: I'm a material girl in a material world. ¿Sería posible un estribillo como este antes de Henry Ford? Y lo que es más importante, ¿podríais escucharlo en su CD fabricado en serie, en cadena y tan barato que lo puede comprar cualquiera?
Tim - Me dejáis sin argumentos.
Luis (en tono burlesco)- ¿Vencido o convencido?
Tim (enfadado)- Ni lo uno ni lo otro. Yo votaré a Obama.
Luis (suspirando y pasándose la mano por la cabeza) - Gracias por la lección, Mr. Tim.
Tim - ¿Lección?
Luis - Me habéis hecho ver que discutir de política nunca sirve de nada.
Tim - Pues cambiemos de tema.
Luis - Sea. En breve partiré hacia su país.
Tim - Lo celebro, quizá después del viaje os acercáis más a posturas demócratas. ¿Dónde queréis ir?
Luis - A su tierra, a Nueva York.
Tim - Aún lo celebro más, allí casi todo el mundo es demócrata. Hablad con ellos. La ciudad os encantará.
Luis - Hablaré con ellos. Pero, decidme, ¿es Nueva York una ciudad tan peligrosa como dicen?
Tim - Oh, no, no, ningún peligro os acecha en sus calles, no temáis. Peligrosa fue en los ochenta.
Luis - ¿Qué la hizo segura después?
Tim - Giuliani, el alcalde, hizo un excelente trabajo de limpieza. Por aquel entonces era fiscal del distrito sur de Nueva York y su lucha contra el crimen y el narcotráfico fue ejemplar. Dotó al cuerpo de policía de Nueva York con medios más que eficaces para controlar el crimen. La policía entraba en los barrios más conflictivos, derribaba puertas de domicilios donde se escondían traficantes y delincuentes de toda índole y condición, hasta los que pintaban en las paredes se sentían vigilados. Según el FBI, Nueva York pasó de ser una de las ciudades más peligrosas de América a ser la más segura de todas.
Luis - Valiente ese Giuliani.
Tim - Sin duda.
Luis - Valiente y republicano.
Tim - Oh... sí, sí... republicano era... Pero no hablemos de política, caballero.
Luis - No es costumbre mía perder el tiempo.
(Se cierra el telón.)
--- FIN ---
(aplausos)
Las cataratas del Niágara
158 millones de litros de agua por minuto caen de la catarata Herradura (la más grande de las dos cataratas). El 15% del agua dulce del planeta pasa por aquí. Las cataratas están compartidas por Canadá y EEUU. El río Niágara hace de frontera entre los dos países, de modo que se puede ver el estado de Nueva York en la otra orilla. En la catarata Horseshoe (Herradura), la catarata del lado canadiense y más espectacular, se contruyó un túnel que llega hasta la catarata atravesando la roca. Me metí en él y pude ver la catarata desde dentro, enfrente de una gigantesca cortina de agua cayendo con fuerza y provocando un estruendo que hacía retumbar el pecho y las paredes del túnel.
Como se pueden imaginar, las cataratas son impresionantes. No defraudan.
Como se pueden imaginar, las cataratas son impresionantes. No defraudan.
jueves, 2 de octubre de 2008
De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte final)
Esta trilogía del esperpento que hoy concluye, bien podría haberse titulado "De cómo sobreviví a la granja de Kris", y no en. Porque ciertamente la granja fue, por si misma, una prueba de resistencia física y mental, una especie de organismo que se nutría de mis desgracias y engordaba con el peso que yo perdía.
Los días pasaban con lentitud exasperante. Se me hacía tan largos, que al principio pensé que en Alberta había más horas de luz que en la Columbia Británica. Pero no era así, la plasticidad temporal que experimentaba obedecía exclusivamente a mi impaciencia. Impaciencia por salir de aquel pozo de mierda donde mis huesos había ido a parar, impaciencia por concluir aquellas dos semanas que me había autoimpuesto en un alarde de disciplina militar.
Todos los días eran iguales. Me levantaba a las siete de la mañana, desayunaba muesly con yogur y un café, me iba a ordeñar las cabras, después Kris me daba la caja de plástico y me iba al huerto a recolectar lechugas, zanahorias, cebollas, escarolas, remolachas o simplemente a arrancar malas hierbas. Después, en el fregadero de la pocilga, con agua helada, lavaba cada una de las verduras hasta enrojecer mis manos de frío.
Cada día, a la hora de mi almuerzo, empezaba la lucha por encontrar algo comestible en la cocina. De los catorce días que pasé en aquella penitenciería, probablemente doce los resolví haciéndome dos huevos fritos. Pero llegó el día en que la huevera que había en la cocina se vació y, por supuesto, Kris no reparó en ello. Así que aveces tenía que ir al gallinero y coger un par de huevos antes de ir a la cocina. En la casa nunca había más de una bolsa de pan de molde (único pan que comen los cabrones estos) al mismo tiempo. Cuando quedaban pocas rebanadas, le advertía a Kris que en breve nos quedaríamos sin pan. Él me decía que ok, que mañana compraría, pero siempre pasaban uno o dos días sin un pedazo de pan que llevarme a la boca hasta que se acordaba de comprar la siguiente bolsa. Lo mismo pasaba con el aceite, la mermelada y el aborrecido yogur.
Un día me cansé de decir don't worry cada vez que a Kris le apetecía tirarse en pedo en mi presencia. El día que me cansé, él me dijo excuse me, como siempre que se lo tiraba, y yo le miré muy serio y no dije nada. Aquel día fue el último que me intentaron gasear.
Un viernes me levanté, como siempre, a las siete, y vi a Kris que iba vestido casi con decencia.
- Luis, me voy a Edmonton. Voy a recoger a mi hijos, porque tengo un hijo, ¿sabes? De siete años. Pasará aquí el fin de semana. Edmonton está a tres horas de aquí, así que tardaré en volver.
- Seis horas como mínimo.
- Sí, bueno, depende de si tengo que ir hasta su casa o si su madre me espera más cerca.
De modo que el niño rubio de la foto de la nevera era su hijo, y la mujer que había a su lado, con su piercing en la nariz, en la boca y en la ceja, era su madre.
Pasaron las horas con la lentitud de siempre y Kris volvió con su hijo y con su novia Tamara, la reina de la noche. Llegaron casi a la hora de cenar, así qué prepararon cualquier cosa y nos sentamos los cuatro a cenar en el salón. La cena no pudo ser más sosa. No sólo por la falta de condimento en la comida, sino porque nadie dijo una palabra. Al cabo de un rato, Niko, que así se llamaba el hijo de Kris, se empezó a poner juguetón. Entonces Kris, por cada tontería, le soltaba una reprimenda.
- Niko, coge el tenedor como se debe coger.
- Pero si lo cojo bien.
- ¡No, no lo coges bien! - y le echaba una mirada que hasta a mí me asustaba.
Volvió el silencio pero, al cabo de un rato...
- ¿Me pasas el ketchup? - me dijo Niko. El ketchup lo tenía a mi lado, yo lo había puesto en la mesa por si la cena era incomestible.
- Sí, claro. - le contesté mientras se lo pasaba.
- ¡¿Qué se dice?! - gritó Kris clavando sus ojos en los del niño. - ¡¿Eh?! ¡¿Qué se dice?!
- Gracias. - contestó tímidamente Niko. Y Niko comenzó a ponerse ketchup en el plato.
- No te pongas más. - ordena Kris con esa voz calmada que aún da más miedo.
- ¿Pero por quéeee?
- ¡Porque eso es basura y te vas a llenar la barriga de eso y luego no te vas a terminar lo que hay en el plato!
- Que sí que me lo voy a...
- ¡Qué no! - explotó Kris.
Es una de esas situaciones tensas en las que uno se siente casi culpable por lo ocurrido. El ketchup lo había puesto yo en la mesa, en teoría, porque me gustaba, y delante de mí el padre de Niko le decía al niño que eso era basura, que lo que yo había escogido en su nevera repleta de caviar iraní y botellas de Moët & Chandon era lo peor que podía haber escogido. Me dieron ganas de decirle que qué íbamos a hacer si lo que nos servía era mierda y que de algún modo tendríamos que disfrazar el sabor. Pero no le dije nada, me mantuve con la boca cerrada. Un alemán de metro noventa, barrigudo y barbudo impone más que su cría de mastodonte. No merecía la pena cambiar de bando.
Al final el niño se terminó la cena como pudo, con alguna que otra bronca y amenaza por medio como la clásica "come como las personas o sino..." o la encabezada por el "¿qué te tengo dicho?". El niño, que, al menos desde mi permisivo punto de vista, no se comportó mal en ningún momento, llevó su plato vacío al fregadero y se fue a su habitación. A los pocos minutos volvió con el pijama puesto, un pijama que le venía pequeño, con el que enseñaba media barriga, los tobillos y la mitad del antebrazo.
- Buenas noches, me voy a acostar.
- Buenas noches. - dijimos todos.
Por supuesto, ni besos al padre ni nada de nada, a la alemana, sin dejar de mirar el plato. Y cuando no hacía ni cinco minutos que el niño se había ido a dormir y el señor Rottenmeyer, la reina de la noche y el caballero errante terminábamos la cena, el anfitrión se tiró un eructo sonoro que a la reina y a mí nos hizo levantar la vista del plato con cierto sobresalto y mirar a Kris.
- I'm sorry. - dijo Kris con una sonrisita.
A Tamara le hizo gracia lo del eructo y yo sonreí educadamente mientras volvía a acordarme de su madre por enésima vez. ¿Y eso monstruo pretendía inculcar educación y buenas maneras a su hijo?
Harto de todo, pasé la última semana sin ducharme. La barbas que llevaba eran de discípulo de Kris y mis uñas larguísimas y totalmente negras de la tierra del huerto y de todo lo demás, me daban el aspecto que quería tener en ese momento. En aquellas dos semanas no me lavé la ropa ni una sola vez. La ropa de trabajo, que era la misma que la ropa de estar por casa, recogió la mierda de cada rincón de aquella granja. La colección de manchas que lucía en mis pantalones y sudadera me recordaban cada una de las batallas que había tenido que librar, como las heridas de un guerrero. Los pantalones los llevaba llenos de manchas de leche de cabra, que me caían al no hacer diana en el cubo. Eran manchas de color parduzco que con el tiempo se endurecían y aislaban bien del frío. También lucía manchas de barro mezcladas con polvo y restos de paja en todos los bolsillos de cuando tuve que quitar, a golpes de pala y rastrillo, el suelo de paja cagado y meado hasta formar una masa compacta y fétida de los establos de las cabras. La sudadera no salía mejor parada. La pechera lucía manchas de fritanga en la cocina, en alguna de aquellas ocasiones en las que me había envalentonado y había intentado salir de la dieta carcelaria a la que me sometían. Las manchas de huevo daban un toque de color más vivo a mis muertecinos colores de granjero sin escrúpulos y, al comer tantos, cada día aumentaba la colección. Debo confesar que ni siquiera me cambié de calcetines en todo ese tiempo. En los últimos días la planta de los calcetines se hizo dura, especialmente en la parte del talón, y era tal la porquería que arrastraban que cuando me los quité la planta de los pies la tenía negra.
Un guarro, lo confieso, un autentico guarro que intentó destronar a Kris y a su hermano y coronarme como Guarro Supremo del Reino. Si un tiempo atrás, en el lodge de Roswitha, mi trabajo consistió básicamente en dejarlo todo como los chorros del oro, ahora, dejándome llevar por la infinita danza de la diosa Shiva, intentaba acumular toda la suciedad que humanamente podía en mi cuerpo, ropa y entorno. ¿Que por qué lo hice? No lo sé bien. Quizá porque pensaba que no tendría muchas oportunidades en mi vida para poder abandonarme hasta esos extremos, y quería sentir en mis carnes la ruindad moral y física que una persona puede llegar a experimentar. Soy de naturaleza curiosa, me gusta experimentar, saber, descubrir y, una vez descubierto y conquistado, a otra cosa.
Y eso fue lo que hice al finalizar las dos semanas. Mi intención era ir a Toronto en autobús, pero 40 horas de trayecto desaniman a cualquiera. Le dije a Kris que cambiaba de planes, que me iba en avión y que me acercara al aeropuerto lo antes posible. Me dijo que no había problema, que mañana venía Andy y él me llevaría.
Me fui con Andy un jueves tarde que no olvidaré. Me despedí de Kris y de Tamara con el placer que da la seguridad de que no los volvería a ver nunca más en mi vida. Le estreché mi mano limpia, recién duchada y enjabonada, con sus uñas cortas y pulcras, con toda mi ropa oliendo a detergente. Y le dije que me alegraba mucho de haberle conocido, porque me había dado la oportunidad de limpiar mi karma y porque me había ahorrado varias vidas de sufrimiento en este mundo.
Salí de allí en el coche de Andy, pasaría esa noche en su casa y por la mañana me llevaría al aeropuerto de Calgary porque le cogía de camino al trabajo. Llegué a casa de Andy, casa de amigo de Kris y divorciado. El desorden total y un gato eran los únicos dueños de la casa. Me enseña sus pinturas en acuarela, le miento diciéndole que están muy logradas. Me acuesto en una habitación con un colchón en el suelo. Me levanto a las cuatro de la mañana, hora a la que Andy se levanta para ir a trabajar. Me ofrece un café repugnante. Nos dirigimos al aeropuerto en noche cerrada y gélida. Llegamos al aeropuerto. Nos despedimos y me voy al primer mostrador de la compañía WestJet. Pido un billete a Toronto para el próximo vuelo que salga. Me lo dan para el de las diez y media. Paso cinco horas en el aeropuerto intentando dormir un poco. No lo consigo y me paseo entre las librerías. Cojo el avión, tres horas y media de vuelo, aterrizo en Toronto, cambio de franja horaria, son las tres y media de la tarde. Compro una tarjeta para llamar desde el aeropuerto a los albergues de la ciudad. Marco un millón de números, códigos, prefijos, identificadores. Vuelvo a marcar otro millón de números, pido auxilio a la dependienta que me vendió la tarjeta. En un pis pas me da línea, yo la miro con cara de bobo. Llamo a tres albergues, ninguno tiene cama para esa noche y reservo para las dos noches siguientes. Paso la noche durmiendo en el aeropuerto. A las seis de la mañana cojo un autobús que me lleva al centro de Toronto. Llego al albergue tras caminar un buen rato con un mochilón que cada día engorda más. Me dan la llave de la habitación, subo las escaleras como puedo y me desplomo sobre la cama. Todo había terminado, lo había conseguido.
La casa de Kris, escenario de toda la tragedia.
Los días pasaban con lentitud exasperante. Se me hacía tan largos, que al principio pensé que en Alberta había más horas de luz que en la Columbia Británica. Pero no era así, la plasticidad temporal que experimentaba obedecía exclusivamente a mi impaciencia. Impaciencia por salir de aquel pozo de mierda donde mis huesos había ido a parar, impaciencia por concluir aquellas dos semanas que me había autoimpuesto en un alarde de disciplina militar.
Todos los días eran iguales. Me levantaba a las siete de la mañana, desayunaba muesly con yogur y un café, me iba a ordeñar las cabras, después Kris me daba la caja de plástico y me iba al huerto a recolectar lechugas, zanahorias, cebollas, escarolas, remolachas o simplemente a arrancar malas hierbas. Después, en el fregadero de la pocilga, con agua helada, lavaba cada una de las verduras hasta enrojecer mis manos de frío.
Cada día, a la hora de mi almuerzo, empezaba la lucha por encontrar algo comestible en la cocina. De los catorce días que pasé en aquella penitenciería, probablemente doce los resolví haciéndome dos huevos fritos. Pero llegó el día en que la huevera que había en la cocina se vació y, por supuesto, Kris no reparó en ello. Así que aveces tenía que ir al gallinero y coger un par de huevos antes de ir a la cocina. En la casa nunca había más de una bolsa de pan de molde (único pan que comen los cabrones estos) al mismo tiempo. Cuando quedaban pocas rebanadas, le advertía a Kris que en breve nos quedaríamos sin pan. Él me decía que ok, que mañana compraría, pero siempre pasaban uno o dos días sin un pedazo de pan que llevarme a la boca hasta que se acordaba de comprar la siguiente bolsa. Lo mismo pasaba con el aceite, la mermelada y el aborrecido yogur.
Un día me cansé de decir don't worry cada vez que a Kris le apetecía tirarse en pedo en mi presencia. El día que me cansé, él me dijo excuse me, como siempre que se lo tiraba, y yo le miré muy serio y no dije nada. Aquel día fue el último que me intentaron gasear.
Un viernes me levanté, como siempre, a las siete, y vi a Kris que iba vestido casi con decencia.
- Luis, me voy a Edmonton. Voy a recoger a mi hijos, porque tengo un hijo, ¿sabes? De siete años. Pasará aquí el fin de semana. Edmonton está a tres horas de aquí, así que tardaré en volver.
- Seis horas como mínimo.
- Sí, bueno, depende de si tengo que ir hasta su casa o si su madre me espera más cerca.
De modo que el niño rubio de la foto de la nevera era su hijo, y la mujer que había a su lado, con su piercing en la nariz, en la boca y en la ceja, era su madre.
Pasaron las horas con la lentitud de siempre y Kris volvió con su hijo y con su novia Tamara, la reina de la noche. Llegaron casi a la hora de cenar, así qué prepararon cualquier cosa y nos sentamos los cuatro a cenar en el salón. La cena no pudo ser más sosa. No sólo por la falta de condimento en la comida, sino porque nadie dijo una palabra. Al cabo de un rato, Niko, que así se llamaba el hijo de Kris, se empezó a poner juguetón. Entonces Kris, por cada tontería, le soltaba una reprimenda.
- Niko, coge el tenedor como se debe coger.
- Pero si lo cojo bien.
- ¡No, no lo coges bien! - y le echaba una mirada que hasta a mí me asustaba.
Volvió el silencio pero, al cabo de un rato...
- ¿Me pasas el ketchup? - me dijo Niko. El ketchup lo tenía a mi lado, yo lo había puesto en la mesa por si la cena era incomestible.
- Sí, claro. - le contesté mientras se lo pasaba.
- ¡¿Qué se dice?! - gritó Kris clavando sus ojos en los del niño. - ¡¿Eh?! ¡¿Qué se dice?!
- Gracias. - contestó tímidamente Niko. Y Niko comenzó a ponerse ketchup en el plato.
- No te pongas más. - ordena Kris con esa voz calmada que aún da más miedo.
- ¿Pero por quéeee?
- ¡Porque eso es basura y te vas a llenar la barriga de eso y luego no te vas a terminar lo que hay en el plato!
- Que sí que me lo voy a...
- ¡Qué no! - explotó Kris.
Es una de esas situaciones tensas en las que uno se siente casi culpable por lo ocurrido. El ketchup lo había puesto yo en la mesa, en teoría, porque me gustaba, y delante de mí el padre de Niko le decía al niño que eso era basura, que lo que yo había escogido en su nevera repleta de caviar iraní y botellas de Moët & Chandon era lo peor que podía haber escogido. Me dieron ganas de decirle que qué íbamos a hacer si lo que nos servía era mierda y que de algún modo tendríamos que disfrazar el sabor. Pero no le dije nada, me mantuve con la boca cerrada. Un alemán de metro noventa, barrigudo y barbudo impone más que su cría de mastodonte. No merecía la pena cambiar de bando.
Al final el niño se terminó la cena como pudo, con alguna que otra bronca y amenaza por medio como la clásica "come como las personas o sino..." o la encabezada por el "¿qué te tengo dicho?". El niño, que, al menos desde mi permisivo punto de vista, no se comportó mal en ningún momento, llevó su plato vacío al fregadero y se fue a su habitación. A los pocos minutos volvió con el pijama puesto, un pijama que le venía pequeño, con el que enseñaba media barriga, los tobillos y la mitad del antebrazo.
- Buenas noches, me voy a acostar.
- Buenas noches. - dijimos todos.
Por supuesto, ni besos al padre ni nada de nada, a la alemana, sin dejar de mirar el plato. Y cuando no hacía ni cinco minutos que el niño se había ido a dormir y el señor Rottenmeyer, la reina de la noche y el caballero errante terminábamos la cena, el anfitrión se tiró un eructo sonoro que a la reina y a mí nos hizo levantar la vista del plato con cierto sobresalto y mirar a Kris.
- I'm sorry. - dijo Kris con una sonrisita.
A Tamara le hizo gracia lo del eructo y yo sonreí educadamente mientras volvía a acordarme de su madre por enésima vez. ¿Y eso monstruo pretendía inculcar educación y buenas maneras a su hijo?
Harto de todo, pasé la última semana sin ducharme. La barbas que llevaba eran de discípulo de Kris y mis uñas larguísimas y totalmente negras de la tierra del huerto y de todo lo demás, me daban el aspecto que quería tener en ese momento. En aquellas dos semanas no me lavé la ropa ni una sola vez. La ropa de trabajo, que era la misma que la ropa de estar por casa, recogió la mierda de cada rincón de aquella granja. La colección de manchas que lucía en mis pantalones y sudadera me recordaban cada una de las batallas que había tenido que librar, como las heridas de un guerrero. Los pantalones los llevaba llenos de manchas de leche de cabra, que me caían al no hacer diana en el cubo. Eran manchas de color parduzco que con el tiempo se endurecían y aislaban bien del frío. También lucía manchas de barro mezcladas con polvo y restos de paja en todos los bolsillos de cuando tuve que quitar, a golpes de pala y rastrillo, el suelo de paja cagado y meado hasta formar una masa compacta y fétida de los establos de las cabras. La sudadera no salía mejor parada. La pechera lucía manchas de fritanga en la cocina, en alguna de aquellas ocasiones en las que me había envalentonado y había intentado salir de la dieta carcelaria a la que me sometían. Las manchas de huevo daban un toque de color más vivo a mis muertecinos colores de granjero sin escrúpulos y, al comer tantos, cada día aumentaba la colección. Debo confesar que ni siquiera me cambié de calcetines en todo ese tiempo. En los últimos días la planta de los calcetines se hizo dura, especialmente en la parte del talón, y era tal la porquería que arrastraban que cuando me los quité la planta de los pies la tenía negra.
Un guarro, lo confieso, un autentico guarro que intentó destronar a Kris y a su hermano y coronarme como Guarro Supremo del Reino. Si un tiempo atrás, en el lodge de Roswitha, mi trabajo consistió básicamente en dejarlo todo como los chorros del oro, ahora, dejándome llevar por la infinita danza de la diosa Shiva, intentaba acumular toda la suciedad que humanamente podía en mi cuerpo, ropa y entorno. ¿Que por qué lo hice? No lo sé bien. Quizá porque pensaba que no tendría muchas oportunidades en mi vida para poder abandonarme hasta esos extremos, y quería sentir en mis carnes la ruindad moral y física que una persona puede llegar a experimentar. Soy de naturaleza curiosa, me gusta experimentar, saber, descubrir y, una vez descubierto y conquistado, a otra cosa.
Y eso fue lo que hice al finalizar las dos semanas. Mi intención era ir a Toronto en autobús, pero 40 horas de trayecto desaniman a cualquiera. Le dije a Kris que cambiaba de planes, que me iba en avión y que me acercara al aeropuerto lo antes posible. Me dijo que no había problema, que mañana venía Andy y él me llevaría.
Me fui con Andy un jueves tarde que no olvidaré. Me despedí de Kris y de Tamara con el placer que da la seguridad de que no los volvería a ver nunca más en mi vida. Le estreché mi mano limpia, recién duchada y enjabonada, con sus uñas cortas y pulcras, con toda mi ropa oliendo a detergente. Y le dije que me alegraba mucho de haberle conocido, porque me había dado la oportunidad de limpiar mi karma y porque me había ahorrado varias vidas de sufrimiento en este mundo.
Salí de allí en el coche de Andy, pasaría esa noche en su casa y por la mañana me llevaría al aeropuerto de Calgary porque le cogía de camino al trabajo. Llegué a casa de Andy, casa de amigo de Kris y divorciado. El desorden total y un gato eran los únicos dueños de la casa. Me enseña sus pinturas en acuarela, le miento diciéndole que están muy logradas. Me acuesto en una habitación con un colchón en el suelo. Me levanto a las cuatro de la mañana, hora a la que Andy se levanta para ir a trabajar. Me ofrece un café repugnante. Nos dirigimos al aeropuerto en noche cerrada y gélida. Llegamos al aeropuerto. Nos despedimos y me voy al primer mostrador de la compañía WestJet. Pido un billete a Toronto para el próximo vuelo que salga. Me lo dan para el de las diez y media. Paso cinco horas en el aeropuerto intentando dormir un poco. No lo consigo y me paseo entre las librerías. Cojo el avión, tres horas y media de vuelo, aterrizo en Toronto, cambio de franja horaria, son las tres y media de la tarde. Compro una tarjeta para llamar desde el aeropuerto a los albergues de la ciudad. Marco un millón de números, códigos, prefijos, identificadores. Vuelvo a marcar otro millón de números, pido auxilio a la dependienta que me vendió la tarjeta. En un pis pas me da línea, yo la miro con cara de bobo. Llamo a tres albergues, ninguno tiene cama para esa noche y reservo para las dos noches siguientes. Paso la noche durmiendo en el aeropuerto. A las seis de la mañana cojo un autobús que me lleva al centro de Toronto. Llego al albergue tras caminar un buen rato con un mochilón que cada día engorda más. Me dan la llave de la habitación, subo las escaleras como puedo y me desplomo sobre la cama. Todo había terminado, lo había conseguido.
La casa de Kris, escenario de toda la tragedia.
miércoles, 1 de octubre de 2008
De cómo sobreviví en la granja de Kris (Parte 2)
Y el alba despuntó. O al menos empezaba a hacerlo cuando mi despertador sonó a las siete en punto. Descorrí las cortinas del ventanuco con doble cristal que tenía sobre mi cabeza y sólo vi vaho. Un vaho con gotas de agua que se deslizaban por la ventana y que dejaban entrever un cielo de color hipotermia. Me dejé la camiseta de tirantes y la de manga corta que me había puesto bajo el pijama, y me añadí otro camiseta y dos sudaderas de franela. Fui al lavabo a echar la meadita matutina de rigor y a lavarme la cara como los gatos, sin tocar mucho todo aquello. Salí al comedor y allí estaba Kris, preparando café. Hola, Luis, ¿qué tal?, me dijo. No tan bien como tú, pensé. El día antes le pregunté a Kris cuál era el horario de trabajo que iba a seguir. Él se limitó a decirme que me levantara a las siete.
- Por cierto, Luis, respecto a las comidas, así lo hacemos aquí: el desayuno y el almuerzo te lo preparas cuando quieras. Puedes coger todo lo que haya en la cocina. La cena normalmente la haremos juntos. Yo sólo como una vez al día, la cena, así que cuando quieras comer sírvete tú mismo, la nevera está llena.
- Ok, ¿espero a Tamara o sigue durmiendo? - le dije.
- No, no. Ella marchó esta mañana temprano a trabajar a Calgary.
Después cogió su taza de café y se fue afuera a fumarse un cigarrillo, sentado en una hamaca roñosa que los gatos usan para dormir apelotonados por las noches. Con toda la inocencia que los dibujos animados me habían insuflado la noche anterior, me dirigí a la nevera dispuesto a prepararme un copioso desayuno. Pero al abrir la puerta de la nevera salí despedido de Disneylandia y aterricé de nuevo en la realidad. La nevera estaba abarrotada, sí, pero exclusivamente de tarros de vidrio con mermeladas y líquidos desconocidos y cubos de medio litro de yogur con frutas. Miré sobre la nevera, donde vi unos cestos de mimbre en los que parecía que había algo comestible. Vi que había dos panes de molde y un par de cajas de galletas casi vacías. Me fui directo a Kris y le dije lo que pasaba.
- Oh, don´t worry, tengo muesly en una bolsa. - me dijo. Se levantó, entró en casa y fue a la cocina. De un cajón sacó una bolsa transparente con muesly azucarado y la dejó sobre la mesa.
- Aquí tienes, lo puedes mezclar con leche o con yogur. - me dijo, y se volvió a la hamaca.
Cogí un tazón de una de las estanterías y lo llené de muesly. Volví a abrir la nevera y cogí un yogur. Al abrir el yogur, veo que no es yogur lo que allí había, sino arroz hervido con bolas de carne, sin duda los restos de alguna cena de Kris. Me voy de nuevo a Kris.
- Perdona, Kris, pero este yogur no contiene yogur, tiene arroz.
- Ah, sí...bueno, coge otro. A veces uso los envases vacíos para meter las sobras.
Vuelvo a la cocina y cojo otro yogur de la nevera. Lo abro y me encuentro huesos y pieles de pollo. Me vuelvo para Kris.
- Kris, perdona, ¿sabes que tienes huesos y pieles de pollo en un envase de yogur?
- Ah, sí, sí, eso era para los gatos. Coge otro, coge otro.
Vuelvo a la cocina y vuelvo a abrir la nevera. Destapo el tercer yogur y me encuentro tres salchichas gordas y apretujadas en su interior. Voy a por el cuarto yogur, esta vez salsa refrita con setas. Y después, buscando entre los tarros de mermeladas, salsas, mayonesas, mostazas y demás mierda americana, me encuentro el quinto yogur de medio litro. Lo abro con un sentimiento difuso, con una sensación de esperanza y derrota a la vez. Lo abro lentamente, regocijándome en ese sentimiento casi masoquista, como si las pocas horas de cautiverio en ese Gulag me hubieran trastornado irremediablemente. Y cuando lo abro...¡Aleluya! ¡El envase de yogur contiene yogur! Es cierto que no contenía ni la mitad de su capacidad, pero eso ya me bastaba para poder tener un desayuno medianamente decente. Lo vierto con alegría renovada en mi tazón lleno de muesly y lo mezclo bien con la cuchara haciendo una pasta uniforme que me hizo salivar. Entonces me meto en la boca la primera cucharada y de inmediato lo escupo de nuevo al tazón en una reacción rápida e instintiva. El yogur estaba amargo como mi carácter y caducado como mi paciencia. Me levanto de la mesa cagándome en la madre que parió a Kris y salgo de nuevo en busca de ese germano cabrón.
- Kris, el único yogur que he encontrado en la nevera está pasado.
- Oh, sorry.
Se levantó de la hamaca tirándose un pedo y se fue a otra habitación donde tiene un congelador enorme y buscó en su interior. Al rato me trae un yogur igualito al resto.
- Toma, -éste está sin empezar. Lo que pasa es que tendrás que descongelarlo.
Kris se vuelve a la hamaca, a terminarse el cigarrillo mientras el termómetro marca cero grados. Yo sigo en la cocina, esta vez con un cuchillo grande y acabado en punta dándole golpes al yogur para hacerme el granizado de muesly. Veo que así no consigo nada y se me ocurre poner un cazo con agua a calentar. Meto el yogur dentro del agua que comienza a hervir hasta que consigo que se descongele, apago el fuego, con una cuchara grande hago un mini-trasvase zapateril de yogur hervido a mi tazón con muesly, veo que el envase de plástico del yogur se ha deformado por el calor y amenaza con romperse, vuelvo a acordarme de la madre de Kris, intento sacar el envase con el yogur restante del cazo ardiente, lo cierro y lo meto en la nevera con el cuidado de un cirujano, cierro la puerta de la nevera y vuelvo a respirar. No podía creerlo, tenía mi desayuno en la mano a punto de comérmelo.
Cuando por fin había conseguido engañar un poco las tripas con un desayuno que me reportó menos energías de las que gasté para hacérmelo, me voy a buscar a Kris, que ya hacía rato que se terminó el cigarrillo y había empezado la jornada laboral. Me paseo por la granja buscándolo. Todavía no había tenido oportunidad de ver la granja, así que me entretuve fisgoneando por aquí y por allá. Lo que me llamó la atención es que a pocos metros del cuchitril de Kris, se levantaba una casa de madera blanca, amplia y de buenas condiciones. En ese momento ignoraba para qué o quién estaba erigido ese monumento a la vida humana digna, pero en breve lo sabría. Después de la casa blanca había un montón de barracones de madera con techos a dos aguas que no sabía para qué eran, y que después supe, fisgoneando, siempre fisgoneando, que servían para acumular más mierda dentro de ellos, nada más. Luego estaba la pocilga, donde seis cerdos se pasaban el día durmiendo, comiendo y peleándose entre ellos produciendo unos gritos ensordecedores, como si los estuvieran matando. Luego había tres corrales con gallinas. Muchas de ellas tenían la mitad del cuerpo sin plumas, a causa de las peleas con otras gallinas. A continuación, y para acabar, había tres establos: uno para cinco cabras, otro para cinco cabrones y otro para seis cabritillos de tierna carne y edad. Allí me encontré a Kris, ordeñando a una cabra sentado en un taburete. Con sus enormes manos en las ubres y la práctica de veinte años, conseguía que la cabra despidiese unos chorretones que salían disparados con fuerza al cubo que recogía la leche.
- Anda, Luis, prueba tú.
Y yo probé.
- No sale nada.
- Porque lo haces muy flojo. No tengas miedo que no le vas a hacer daño.
- Tampoco sale.
- Porque aprietas demasiado el agujero de salida. Prueba otra vez.
Entonces recordé las palabras de un maestro de música que Buda escuchó cuando meditaba a orillas de un río. Las palabras iban dirigidas a un discípulo que aprendía a tocar un instrumento de cuerda y en aquel momento discípulo y maestro pasaban por el río en una barca. "Si tensas demasiado la cuerda se romperá, si dejas la cuerda demasiado floja no sonará". Inspiré hondo, cerré los ojos, enderecé mi espalda y me concentré profundamente mientras colocaba mis manos en las ubres de la cabra. Comencé a mover los dedos con templanza, mientras repetía como un mantra las palabras del maestro de música en mi mente. De pronto se oyó el primer chorro de leche cae con fuerza en el cubo.
- Bien, bien. - dijo serenamente Kris.
Yo esbocé una pequeña sonrisa libre de apego a mi éxito mundano.
- Te dejo las siguientes cabras para ti.
- Ok. - le contesté gustosamente. Y después desapareció.
Pero la siguiente cabra no fue tan fácil de ordeñar. Por lo visto, según la forma de las ubres se ordeñan con mayor o menor facilidad. Pero no voy a entrar en detalles. El caso es que ordeñar cinco cabras me costó una hora y diez minutos y acabé con los dedos destrozados por la fuerza que tenía que ejercer. Pero a Kris le daba lo mismo si tardaba una hora como si tardaba cinco. Él cada mañana me daba el cubo y me mandaba a ordeñar y a las seis de la tarde otra vez. Acabé con las manos tan doloridas, que por las noches, si me desvelaba en la cama, sentía cierto dolor si las movía. Para colmo las cabras son animales muy miedosos, y cada vez que me acercaba a cualquiera de ellas para cogerlas y ordeñarlas, me tenía que hacer una buena carrerita a lo Benny Hill por todo el establo hasta que atrapaba una.
- ¡Puta! ¡Ayer comías heno de mi mano y hoy me rehuyes!
Pero era inútil. Si les gritaba todavía se asustaban más. En aquellas dos semanas llegué a jurarles odio a todas ellas hasta el día del Juicio por la tarde.
Al acabar con las cabras (aunque no de la forma que a mí me hubiera gustado acabar con ellas), le pregunté a Kris que qué era lo siguiente. Él me dio una caja de plástico y me dijo que me fuera al huerto y la llenase de lechugas. La caja era de dimensiones considerables, de modo que supuse que me llevaría tiempo.
Y me llevó dos horas. Tiempo que pasé de rodillas y con la espalda encorvada cogiendo lechugas y quitándoles las hojas feas. Cuando le entregué la caja llena a Kris, me dijo que ahora lo que tenía que hacer era llenar el fregadero de agua con la manguera y lavar las lechugas una a una. El fregadero estaba al aire libre, pegado a la pared de la pocilga, bajo el cielo color hipotermia y entre vientos que venían del territorio Yukon. Pensé que, a pesar del frío, el trabajito sería fácil y casi placentero, pero me volvía a equivocar. En cuanto metí las manos en el agua del fregadero, supe que el trabajo albergaba una pequeña tortura más. El agua estaba helada, y tenía que lavar una por una y hoja por hoja todas las lechugas. Me llevó otra interminable hora. Y la mezcla del agua gélida con el viento del Yukon, me mantuvo con una sensación constante de dolor en las manos. Huesos, piel y uñas incluidas. La sensación era como si te estuvieran clavando miles de cuchillos en las manos, y los movimientos de los dedos se relentizaban por el agarrotamiento. Luego me dijo que tenía que hacer grupos de seis onzas, pesarlas en una pequeña báscula y meterlas en bolsas de plástico para venderlas luego en el mercado. Este último paso en la cadena de preparación de lechugas para su venta me llevó otra hora más. Habían pasado cinco horas desde mi penoso desayuno, que más recordaba una tira cómica de Mortadelo y Filemón que un suceso real, y ahora quería almorzar como Obélix. Pero cuando le dije a Kris que iba a hacer una pausa para almorzar y que me dijera qué podía prepararme, él me dijo:
- Oh, there are a lot of leftovers in the fridge. (Oh, hay un montón de sobras en la nevera)
Leftovers. Esa sería la palabra que más oiría de boca del negrero. Cuando le preguntaba si íbamos a hacer algo para cenar, la mayoría de las veces recibía como respuesta esta maldita palabra; leftovers.
Ese día, el primer día que me lo dijo, me fui a la cocina con ese sentimiento difuso que oscila entre la esperanza y la derrota absoluta, ese sentimiento que había desarrollado el primer día que llegué. Y cuando abrí la nevera, efectivamente, no había ni leftovers ni hostias en vinagre. Había, como era lógico, lo mismo que por la mañana: tarritos de mostaza, tarritos de tomate, tarritos de mermelada y tarritos de mermemierda.
- Kris, ¿dónde están los leftovers? - le pregunté al volver a la pocilga.
- En los envases de yogur, los que has visto esta mañana.
Regresé a la cocina. Abrí todos los yogures que vi en la nevera y lo más comestible que encontré en ellos fue unos restos de la chuletada de la noche anterior. Al menos estaba seguro de que eran las sobras más recientes. Cogí una y quise calentármela un poco, pero el sentimiento de derrota era tan intenso que ni siquiera hice eso. La saqué del envase de plástico tiesa y la tiré al plato. Menú Carpanta. Con la cremallera de la chaqueta subida hasta rozarme la barbilla, la barba de tres días y el estómago dando coces, me senté a la mesa con la suela de zapato sazonada con un poco de sal y un chorrito de aceite de oliva Borges que encontré de casualidad. Agua con cal en un vaso de plástico amarillo fue mi único acompañamiento.
Y en esas estaba, tragándome como podía el trozo de carne dura y deshidratada, absorto en mis pensamientos depresivos, cuando oigo un ruidito detrás de mí. Me giro rápidamente para ver de qué se trata, pero no veo nada. Sigo comiendo. Vuelvo a regalarme con una nueva tanda de pensamientos de fatalidad y vuelvo a escuchar el mismo ruidito tras de mí. Me vuelvo a girar y lo veo. En medio del salón, a escasos metros de mí, un ratón paralizado me mira con ojos saltones.
- Hale, y encima ratas.- mascullo sin enfado mientras masco mi zapato de ayer.
El ratón, al oírme hablar, se fue corriendo a esconderse detrás de las cajas de cartón que rodeaban la televisión y ya no lo volví a ver.
Cuando terminé el almuerzo volví en busca de Kris. Me esperaba más trabajo, más frío, más hambre y más suciedad.
Continuará...
La habitación de Erik, hermano de Kris, un día cualquiera.
- Por cierto, Luis, respecto a las comidas, así lo hacemos aquí: el desayuno y el almuerzo te lo preparas cuando quieras. Puedes coger todo lo que haya en la cocina. La cena normalmente la haremos juntos. Yo sólo como una vez al día, la cena, así que cuando quieras comer sírvete tú mismo, la nevera está llena.
- Ok, ¿espero a Tamara o sigue durmiendo? - le dije.
- No, no. Ella marchó esta mañana temprano a trabajar a Calgary.
Después cogió su taza de café y se fue afuera a fumarse un cigarrillo, sentado en una hamaca roñosa que los gatos usan para dormir apelotonados por las noches. Con toda la inocencia que los dibujos animados me habían insuflado la noche anterior, me dirigí a la nevera dispuesto a prepararme un copioso desayuno. Pero al abrir la puerta de la nevera salí despedido de Disneylandia y aterricé de nuevo en la realidad. La nevera estaba abarrotada, sí, pero exclusivamente de tarros de vidrio con mermeladas y líquidos desconocidos y cubos de medio litro de yogur con frutas. Miré sobre la nevera, donde vi unos cestos de mimbre en los que parecía que había algo comestible. Vi que había dos panes de molde y un par de cajas de galletas casi vacías. Me fui directo a Kris y le dije lo que pasaba.
- Oh, don´t worry, tengo muesly en una bolsa. - me dijo. Se levantó, entró en casa y fue a la cocina. De un cajón sacó una bolsa transparente con muesly azucarado y la dejó sobre la mesa.
- Aquí tienes, lo puedes mezclar con leche o con yogur. - me dijo, y se volvió a la hamaca.
Cogí un tazón de una de las estanterías y lo llené de muesly. Volví a abrir la nevera y cogí un yogur. Al abrir el yogur, veo que no es yogur lo que allí había, sino arroz hervido con bolas de carne, sin duda los restos de alguna cena de Kris. Me voy de nuevo a Kris.
- Perdona, Kris, pero este yogur no contiene yogur, tiene arroz.
- Ah, sí...bueno, coge otro. A veces uso los envases vacíos para meter las sobras.
Vuelvo a la cocina y cojo otro yogur de la nevera. Lo abro y me encuentro huesos y pieles de pollo. Me vuelvo para Kris.
- Kris, perdona, ¿sabes que tienes huesos y pieles de pollo en un envase de yogur?
- Ah, sí, sí, eso era para los gatos. Coge otro, coge otro.
Vuelvo a la cocina y vuelvo a abrir la nevera. Destapo el tercer yogur y me encuentro tres salchichas gordas y apretujadas en su interior. Voy a por el cuarto yogur, esta vez salsa refrita con setas. Y después, buscando entre los tarros de mermeladas, salsas, mayonesas, mostazas y demás mierda americana, me encuentro el quinto yogur de medio litro. Lo abro con un sentimiento difuso, con una sensación de esperanza y derrota a la vez. Lo abro lentamente, regocijándome en ese sentimiento casi masoquista, como si las pocas horas de cautiverio en ese Gulag me hubieran trastornado irremediablemente. Y cuando lo abro...¡Aleluya! ¡El envase de yogur contiene yogur! Es cierto que no contenía ni la mitad de su capacidad, pero eso ya me bastaba para poder tener un desayuno medianamente decente. Lo vierto con alegría renovada en mi tazón lleno de muesly y lo mezclo bien con la cuchara haciendo una pasta uniforme que me hizo salivar. Entonces me meto en la boca la primera cucharada y de inmediato lo escupo de nuevo al tazón en una reacción rápida e instintiva. El yogur estaba amargo como mi carácter y caducado como mi paciencia. Me levanto de la mesa cagándome en la madre que parió a Kris y salgo de nuevo en busca de ese germano cabrón.
- Kris, el único yogur que he encontrado en la nevera está pasado.
- Oh, sorry.
Se levantó de la hamaca tirándose un pedo y se fue a otra habitación donde tiene un congelador enorme y buscó en su interior. Al rato me trae un yogur igualito al resto.
- Toma, -éste está sin empezar. Lo que pasa es que tendrás que descongelarlo.
Kris se vuelve a la hamaca, a terminarse el cigarrillo mientras el termómetro marca cero grados. Yo sigo en la cocina, esta vez con un cuchillo grande y acabado en punta dándole golpes al yogur para hacerme el granizado de muesly. Veo que así no consigo nada y se me ocurre poner un cazo con agua a calentar. Meto el yogur dentro del agua que comienza a hervir hasta que consigo que se descongele, apago el fuego, con una cuchara grande hago un mini-trasvase zapateril de yogur hervido a mi tazón con muesly, veo que el envase de plástico del yogur se ha deformado por el calor y amenaza con romperse, vuelvo a acordarme de la madre de Kris, intento sacar el envase con el yogur restante del cazo ardiente, lo cierro y lo meto en la nevera con el cuidado de un cirujano, cierro la puerta de la nevera y vuelvo a respirar. No podía creerlo, tenía mi desayuno en la mano a punto de comérmelo.
Cuando por fin había conseguido engañar un poco las tripas con un desayuno que me reportó menos energías de las que gasté para hacérmelo, me voy a buscar a Kris, que ya hacía rato que se terminó el cigarrillo y había empezado la jornada laboral. Me paseo por la granja buscándolo. Todavía no había tenido oportunidad de ver la granja, así que me entretuve fisgoneando por aquí y por allá. Lo que me llamó la atención es que a pocos metros del cuchitril de Kris, se levantaba una casa de madera blanca, amplia y de buenas condiciones. En ese momento ignoraba para qué o quién estaba erigido ese monumento a la vida humana digna, pero en breve lo sabría. Después de la casa blanca había un montón de barracones de madera con techos a dos aguas que no sabía para qué eran, y que después supe, fisgoneando, siempre fisgoneando, que servían para acumular más mierda dentro de ellos, nada más. Luego estaba la pocilga, donde seis cerdos se pasaban el día durmiendo, comiendo y peleándose entre ellos produciendo unos gritos ensordecedores, como si los estuvieran matando. Luego había tres corrales con gallinas. Muchas de ellas tenían la mitad del cuerpo sin plumas, a causa de las peleas con otras gallinas. A continuación, y para acabar, había tres establos: uno para cinco cabras, otro para cinco cabrones y otro para seis cabritillos de tierna carne y edad. Allí me encontré a Kris, ordeñando a una cabra sentado en un taburete. Con sus enormes manos en las ubres y la práctica de veinte años, conseguía que la cabra despidiese unos chorretones que salían disparados con fuerza al cubo que recogía la leche.
- Anda, Luis, prueba tú.
Y yo probé.
- No sale nada.
- Porque lo haces muy flojo. No tengas miedo que no le vas a hacer daño.
- Tampoco sale.
- Porque aprietas demasiado el agujero de salida. Prueba otra vez.
Entonces recordé las palabras de un maestro de música que Buda escuchó cuando meditaba a orillas de un río. Las palabras iban dirigidas a un discípulo que aprendía a tocar un instrumento de cuerda y en aquel momento discípulo y maestro pasaban por el río en una barca. "Si tensas demasiado la cuerda se romperá, si dejas la cuerda demasiado floja no sonará". Inspiré hondo, cerré los ojos, enderecé mi espalda y me concentré profundamente mientras colocaba mis manos en las ubres de la cabra. Comencé a mover los dedos con templanza, mientras repetía como un mantra las palabras del maestro de música en mi mente. De pronto se oyó el primer chorro de leche cae con fuerza en el cubo.
- Bien, bien. - dijo serenamente Kris.
Yo esbocé una pequeña sonrisa libre de apego a mi éxito mundano.
- Te dejo las siguientes cabras para ti.
- Ok. - le contesté gustosamente. Y después desapareció.
Pero la siguiente cabra no fue tan fácil de ordeñar. Por lo visto, según la forma de las ubres se ordeñan con mayor o menor facilidad. Pero no voy a entrar en detalles. El caso es que ordeñar cinco cabras me costó una hora y diez minutos y acabé con los dedos destrozados por la fuerza que tenía que ejercer. Pero a Kris le daba lo mismo si tardaba una hora como si tardaba cinco. Él cada mañana me daba el cubo y me mandaba a ordeñar y a las seis de la tarde otra vez. Acabé con las manos tan doloridas, que por las noches, si me desvelaba en la cama, sentía cierto dolor si las movía. Para colmo las cabras son animales muy miedosos, y cada vez que me acercaba a cualquiera de ellas para cogerlas y ordeñarlas, me tenía que hacer una buena carrerita a lo Benny Hill por todo el establo hasta que atrapaba una.
- ¡Puta! ¡Ayer comías heno de mi mano y hoy me rehuyes!
Pero era inútil. Si les gritaba todavía se asustaban más. En aquellas dos semanas llegué a jurarles odio a todas ellas hasta el día del Juicio por la tarde.
Al acabar con las cabras (aunque no de la forma que a mí me hubiera gustado acabar con ellas), le pregunté a Kris que qué era lo siguiente. Él me dio una caja de plástico y me dijo que me fuera al huerto y la llenase de lechugas. La caja era de dimensiones considerables, de modo que supuse que me llevaría tiempo.
Y me llevó dos horas. Tiempo que pasé de rodillas y con la espalda encorvada cogiendo lechugas y quitándoles las hojas feas. Cuando le entregué la caja llena a Kris, me dijo que ahora lo que tenía que hacer era llenar el fregadero de agua con la manguera y lavar las lechugas una a una. El fregadero estaba al aire libre, pegado a la pared de la pocilga, bajo el cielo color hipotermia y entre vientos que venían del territorio Yukon. Pensé que, a pesar del frío, el trabajito sería fácil y casi placentero, pero me volvía a equivocar. En cuanto metí las manos en el agua del fregadero, supe que el trabajo albergaba una pequeña tortura más. El agua estaba helada, y tenía que lavar una por una y hoja por hoja todas las lechugas. Me llevó otra interminable hora. Y la mezcla del agua gélida con el viento del Yukon, me mantuvo con una sensación constante de dolor en las manos. Huesos, piel y uñas incluidas. La sensación era como si te estuvieran clavando miles de cuchillos en las manos, y los movimientos de los dedos se relentizaban por el agarrotamiento. Luego me dijo que tenía que hacer grupos de seis onzas, pesarlas en una pequeña báscula y meterlas en bolsas de plástico para venderlas luego en el mercado. Este último paso en la cadena de preparación de lechugas para su venta me llevó otra hora más. Habían pasado cinco horas desde mi penoso desayuno, que más recordaba una tira cómica de Mortadelo y Filemón que un suceso real, y ahora quería almorzar como Obélix. Pero cuando le dije a Kris que iba a hacer una pausa para almorzar y que me dijera qué podía prepararme, él me dijo:
- Oh, there are a lot of leftovers in the fridge. (Oh, hay un montón de sobras en la nevera)
Leftovers. Esa sería la palabra que más oiría de boca del negrero. Cuando le preguntaba si íbamos a hacer algo para cenar, la mayoría de las veces recibía como respuesta esta maldita palabra; leftovers.
Ese día, el primer día que me lo dijo, me fui a la cocina con ese sentimiento difuso que oscila entre la esperanza y la derrota absoluta, ese sentimiento que había desarrollado el primer día que llegué. Y cuando abrí la nevera, efectivamente, no había ni leftovers ni hostias en vinagre. Había, como era lógico, lo mismo que por la mañana: tarritos de mostaza, tarritos de tomate, tarritos de mermelada y tarritos de mermemierda.
- Kris, ¿dónde están los leftovers? - le pregunté al volver a la pocilga.
- En los envases de yogur, los que has visto esta mañana.
Regresé a la cocina. Abrí todos los yogures que vi en la nevera y lo más comestible que encontré en ellos fue unos restos de la chuletada de la noche anterior. Al menos estaba seguro de que eran las sobras más recientes. Cogí una y quise calentármela un poco, pero el sentimiento de derrota era tan intenso que ni siquiera hice eso. La saqué del envase de plástico tiesa y la tiré al plato. Menú Carpanta. Con la cremallera de la chaqueta subida hasta rozarme la barbilla, la barba de tres días y el estómago dando coces, me senté a la mesa con la suela de zapato sazonada con un poco de sal y un chorrito de aceite de oliva Borges que encontré de casualidad. Agua con cal en un vaso de plástico amarillo fue mi único acompañamiento.
Y en esas estaba, tragándome como podía el trozo de carne dura y deshidratada, absorto en mis pensamientos depresivos, cuando oigo un ruidito detrás de mí. Me giro rápidamente para ver de qué se trata, pero no veo nada. Sigo comiendo. Vuelvo a regalarme con una nueva tanda de pensamientos de fatalidad y vuelvo a escuchar el mismo ruidito tras de mí. Me vuelvo a girar y lo veo. En medio del salón, a escasos metros de mí, un ratón paralizado me mira con ojos saltones.
- Hale, y encima ratas.- mascullo sin enfado mientras masco mi zapato de ayer.
El ratón, al oírme hablar, se fue corriendo a esconderse detrás de las cajas de cartón que rodeaban la televisión y ya no lo volví a ver.
Cuando terminé el almuerzo volví en busca de Kris. Me esperaba más trabajo, más frío, más hambre y más suciedad.
Continuará...
La habitación de Erik, hermano de Kris, un día cualquiera.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)