Había llegado a una granja a sesenta kilómetros al norte de Calgary, en la provincia de Alberta. Aunque bien podría estar en cualquier otro lugar del mundo donde no hubiera nada. Estoy en medio de una planicie despojada de la frondosidad de los bosques de la Columbia Británica y revestida por un manto cuadriculado de patrones verdes, marrones y negros. Alberta es el granero de Canadá y aquí no hay más que campos de cultivo. Cuando bajo del coche de Andy, ese viernes tarde lluvioso y frío, veo una línea recta que divide el cielo y la tierra y una casa prefabricada vieja y fea que rompe esa línea en dos. Parece el dibujo de un niño pequeño que dibuja sin perspectiva, sin dimensión, con las líneas temblorosas de una casa hecha a trozos y ratos libres por manos aficionadas. Entre los cristales de la casa se distingue la silueta de un hombre alto y corpulento. Abre la puerta y sale a recibirme. Es Kris, el alemán con el que hablé por teléfono, que me extiende la mano y me la estrecha con toda la fuerza de su oficio. Tiene treinta y cinco años. Lleva una barba larguísima que cubre todo su cuello. Sus manos, sus pies, sus brazos, su barriga, todo en él es enorme, como si su cuerpo hubiera absorbido todo el volumen de aquel paisaje vacío y plano. Andy es un amigo de Kris. Tiene cincuenta y siete años, y por el camino me explicaba que estaba divorciado, que tenía dos hijos, una novia y un gato. Ahora vive solo, en Carstairs, el pueblecito que está a ocho kilómetros de la granja, y en sus ratos libres pinta con acuarelas. Me dijo que se divorció porque su mujer se hizo Testigo de Jehová. Eso destruyó mi matrimonio, un matrimonio en el que yo era feliz, me confesó. Su hijo, de veinticinco años, también lo es, pero su hija, de veintiuno, no. Conocí a sus hijos en un bar, antes de dejar Calgary camino de la granja. Andy se reúne con ellos en ese bar cada viernes para hablar un poco. Me invitó a una cerveza y asistí a la reunión como uno más. Hablaron un poco de todo, de lo cotidiano, mientras yo permanecía callado el mayor tiempo. Al cabo de un rato, Andy sacó el tema del acelerador de partículas que hay en Suiza. En un primer momento me sorprendió ese cambio de tema tan radical, pero después lo comprendí. Acelerando las partículas a la velocidad de la luz y chocándolas cuando viajan en sentidos opuestos, podrán recrear el Big Bang y lo que pasó instantes antes de él, dijo Andy. Su hijo, educado y entrenado dominicalmente para hacer frente a estas situaciones, desplegó todo su arsenal teológico y, con citas de la Biblia incluidas, desanimó a su padre a seguir por esa camino. Pobre Andy, pensé, mil veces habrá intentado volver atrás y mil veces se habrá chocado contra las ruinas de lo que fue una vida feliz que nunca recuperará. Cada vez que su hijo predicaba el Edén para el mañana, Andy, con amargura, comprobaba que el suyo desapareció irremediablemente en el ayer.
Con su hija hablaba de ropa y coches caros, que era lo único que al parecer le interesaba a la chica. A Andy no le interesaba esa conversación, pero la seguía porque era su hija y la quería, y porque le relajaba pensar que sólo les separaban gustos y aficiones, pero nada de irreconciliable trascendencia.
Andy y Kris fumaban un cigarrillo en el porche cerrado y acristalado de la casa, mientras yo bebía una cerveza. Al tiempo que conversaba con ellos, miraba a mi alrededor. Una bañera negra llena de agua y plantas acuáticas en un lado del porche con peces de colores me estremecía de dolor estético. Un sofá viejo, gastado y descolorido me escupía su polvo cada vez que Kris se dejaba caer en él. El suelo estaba sucio, lleno de trozos de barro endurecido, de tierra, de polvo, de trozos de papel y demás restos que el tiempo había hecho irreconocibles. En cada rincón se amontonaban objetos de todo tipo: libros colocados unos encima de otros cubiertos de ese polvo omnívoro, cajas de cartón llenadas por el mero afán de acumular, zapatos viejos, zapatos rotos, zapatos del número cincuenta, el pie que calza el hermano menor de Kris. Las paredes eran de madera, de una madera agrietada y vieja que servían de fondo para este museo del mal gusto. Pedí permiso para ir al servicio, sin otro motivo que el de echar un vistazo al interior de la casa. Al entrar me encuentro con el salón y la cocina, todo de una pieza pero hecho a piezas. La primera sensación que uno tiene al entrar en la casa es de que parece más bien un campamento levantado precipitadamente para un uso temporal. La mesa vieja de madera en el centro del salón está rodeada de cuatro sillas también de madera, cada una de un color, de un tamaño y de un diseño diferentes. Un televisor antiguo y grande puesto directamente en el suelo, semienterrado por carátulas de películas abiertas, mandos a distancia y cajas de cartón puestas a sus lados. El suelo está hecho de planchas de madera, cada una de una tonalidad diferente, y cada pared es de un color también diferente. Del techo cuelgan lámparas de todas las formas, desperdigadas por diferentes puntos: una pequeña alógena allí, una gran lámpara de brazos metálicos allá, un globo de cristal que cuelga de un cable en otra esquina... Llego al cuarto de baño y enciendo la luz. Una bombilla colgada sobre el espejo despide una luz muertecina, haciendo más triste la visión de aquel lavabo de presidio soviético. El suelo era un plástico que llevaba impreso el dibujo en relieve de unas baldosas blancas y negras. Las paredes eran de color verde ceniciento, mitigando aún más la espantosa iluminación que apenas dejaba ver. Una pequeña mesa de madera al lado de la bañera acumulaba un par de docenas de toallas de todos los colores y formas, enrolladas algunas y dobladas otras, pero todas mal colocadas. La toalla que colgaba al lado de la pila para secarse las manos era blanca, o mejor dicho, fue, en un pasado remoto, de ese color. Ahora lucía las manchas negras y marrones de unas manos de uñas negras y piel de lagarto. Pero lo pero fue la visión escalofriante de la bañera, el retrete y la pila. La primogénita blancura de aquellos tres objetos para la higiene había quedado arrasada para siempre por un manto de mugre marrón que cubría especialmente las zonas donde más suele caer el agua. Ese manto marrón había penetrado en la cerámica con la paciencia de años, se había comido el brillo, el lustre y hasta la materia misma, la había digerido y ahora la devolvía transformándola en esa prueba titánica a mi sistema inmunológico y mis escrúpulos. Salí del lavabo y me dirigí a la cocina. También allí campaba a sus anchas la anarquía de formas y colores en cada rincón. La cubertería estaba compuesta de retales de otras cuberterías. Un par de cucharas de mango negro, otras dos más estrechas y de mango rojo, tres tenedores con tres dientes, dos con cuatro dientes, un cuchillo torcido y pequeño, otro alargado y dorado... Así era todo en esta casa, como un álbum de cromos que no admite repetidos. La única nota de uniformidad la ponía la suciedad, esa suciedad que hermanaba a todos los objetos venidos de todas partes y los hacía iguales ante mis ojos.
Kris entró en casa y se dirigió a la cocina. Me dijo que iba a hacer té y me preguntó si yo también quería. Le dije que sí y me dio la tetera para llenarla de agua. La tetera, orgullosa, lucía la bandera negra de la suciedad en su pecho, y al abrirla para llenarla de agua, vi que su base estaba cubierta de una capa espesa y dura de algo blanco que no logré identificar. ¿Y esto? le dije a Kris enseñándole ese poso ectoplasmático. Oh, yes, es cal, el agua aquí tiene mucha cal, me respondió. De modo que lo único que uno podía encontrarse aquí de color blanco era perjudicial para la salud.
Comenzaba a oscurecer cuando nos terminamos el té sentados en el porche acristalado de la casa. Kris se levantó, recogió las tazas y se las llevó a la cocina. Al poco volvió con una bandeja llena de chuletones de cerdo. La cena, vamos a hacerlas a la barbacoa, nos dijo. Salimos afuera, cerca de la pared de la casa había una barbacoa metálica que se encendía con gas. Kris cocinó las chuletas casi a oscuras mientras nos bebíamos otra cerveza. Estábamos apoyados en un coche aparcado a cinco metros de la casa, enfrente de la barbacoa. Me fijé en que ese coche viejo y cubierto de polvo hacía las veces de armario. Miré por la ventanilla del asiento del conductor y vi que su interior estaba lleno de cajas de cartón con libros viejos y descoloridos, de ropa, de juguetes, de papeles por el suelo y otros objetos que no pude identificar por falta de luz. Después miré al otro lado del camino de tierra que cruza la granja y vi otro coche, también viejo y destartalado. Luego vi otro, más grande y sin ruedas, varios metros más allá. Y cuando eché un vistazo general a todo lo que me rodeaba, pude contar ocho coches, cada uno de diferente color, tamaño y estado de descomposición. Me pareció increíble, ocho coches desperdigados por toda la granja y, sin duda alguna, no funcionaba ninguno. Al paso de los días en aquella granja, me di cuenta de que no eran ocho los coches que servían de armario, baúl de los recuerdos y criadero de polillas y ácaros, sino dieciséis. ¡Dieciéseis coches llegué a contar en la granja! Había días que me levantaba de la cama sin otro aliciente que el de descubrir un nuevo coche entre esos pocos acres de terreno. Pero no sólo tenía coches, también tenía varios tractores de varios modelos y dimensiones que se iban enterrando ellos mismos bajo el polvo, el barro, las hojas secas y las balas de heno mohosas que se replegaban a su alrededor.
Nos sentamos los tres en la mesa para cenar. Los chuletones de cerdo eran enormes: gruesos, carnosos y largos. Los acompañábamos con arroz hervido que Kris tenía preparado. Y en el tiempo que yo tardé en comerme un chuletón y un poco de arroz, Kris se tragó cuatro y repitió con el arroz. Comía a una velocidad de vértigo y con voracidad. Mientras yo cortaba un pedazo de carne y me lo dirigía a la boca, él ya se había llenado la boca con media chuleta, un generoso trago de cerveza y un eructo seguido de su clásico "excuse me".
Y en medio de la cena oí llegar un coche. Oí apagar el motor, un portazo y la puerta del porche que se abría. Mi hermano, dijo Kris con la boca llena y sin apartar la vista de su plato. Como la casa es prefabricada y se sustenta sobre unos finos pilares a medio metro sobre el nivel del suelo, los pasos siempre provocan un temblor en el suelo que se siente por toda la casa. El hermano de Kris provocó un terremoto al entrar en el porche y un maremoto en mi pequeño vaso de agua con cal que tenía sobre la mesa. Dos golpes secos sobre el suelo me dijeron que acaba de desplomar sus zapatos para entrar descalzo en casa. Abrió la puerta y apareció. Good evening, nos dijo. Si Kris me había parecido grande en el momento en que le vi, su hermano me pareció gigantesco. A un palmo para rozar el techo con su cabeza, el hermano se presentó ante mí y me dijo: Hola, soy Erik. Le estreché el trozo de mano que cupo en la mía e inmediatamente bajé la vista a sus pies. Quería ver cómo era un pie número cincuenta. Pero era tan grande este ejemplar de neanderthal, que el pie, en proporción con el resto de su cuerpo, no parecía tan grande. Me voy a la cama, good night, nos dijo. Y sin decir nada más, desapareció por el pasillo camino de su gruta.
Tras unos minutos de calma, se oyó llegar otro coche. Alguien entró por la puerta del porche. Tamara, dijo Kris. Tamara es la novia de Kris, vive en Calgary y suele venir un par de veces a la semana. Hola, soy Tamara, me dijo. Yo me levanté y le di la mano. Tamara es una chica normal: ni fea ni guapa, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni muy habladora ni muy callada. Por el aspecto debe de ser siete u ocho años menor que Kris y trabaja en el mercado de Calgary vendiendo verdura de cultivo ecológico, probablemente fue allí donde Kris le echó el guante.
Al rato de terminar la cena, cuando ya nos íbamos todos a acostar, Kris me dijo que me iba a enseñar mi habitación. Le acompañé con mi mochila al hombro por el pasillo oscuro por donde había desaparecido Erik hasta que se paró delante de una de las puertas. Aquí, me dijo. Abrió la puerta, encendió la luz y se apartó para dejarme paso. La visión no pudo ser más escalofriante. No hacía ni cuarenta y ocho horas que había dejado el paradisíaco lodge de Roswitha en las Rocosas, de modo que el golpe con la realidad que mis ojos atestiguaban fue todavía más fuerte. La habitación era un cubículo de unos siete metros cuadrados con suelo enmoquetado de color verde. Las paredes estaban empapeladas con un papel blanco con flores de color rosa. Aunque lo cierto es que de blanco le quedaba poco, como todo aquí. El papel tenía ese color amarillento que, junto al diseño kitsch de las flores, la moqueta y el mobiliario compuesto por un armario empotrado y una mesita de noche sucia, rota y llena de revistas viejas, te indicaba sin lugar a dudas que aquella habitación tenía más de treinta años de uso y abuso. Todo estaba roto: El papel de las paredes levantado en las esquinas, la mesita desconchada, el techo con manchas de humedad y grietas, y la cama chirriaba con sólo respirar. Allí permanecí largo rato, tumbado en la cama boca arriba y con las manos en la nuca, contemplando lo que me rodeaba. Se me ocurrió mirar debajo de la cama, y encontré lo que me temía: basura. Cajas de cartón abiertas y llenas de polvo y ropa vieja, una videoconsola de los años ochenta con los cables de los mandos liados a una de las patas de la cama, una tortuga ninja de plástico y no sé cuántas cosas más. A los pies de la cama había dos bolsas de basura blancas atadas con un lazo rojo llenas de objetos. Eché un vistazo y vi que estaban llenas de películas de video, videojuegos y ropa vieja, siempre ropa vieja.
La primera impresión de todo aquello no podía ser peor. Decidí no alargar más ese día fatídico y apagué la luz para no seguir mirando. Cogí mi ordenador portátil para escribir algo y me acordé de que Tuan me había grabado algunas películas de Walt Disney, películas que no pensaba ver nunca, pero en un momento de máxima decadencia y miseria humana, se me antojó apetecible endulzar mis ojos y borrar, con la inocencia de estas películas para niños y vietnamitas raros, las grotescas imágenes que aún se agolpaban en mi retina y me obligaban a permanecer despierto. Así que me puse los auriculares y me calcé El Jorobado de Notre-Dame en dibujos animados y en inglés. Lo cierto es que la película me ayudó a evadirme de la cruda y sucia realidad que me rodeaba. Me identifiqué con el pobre Quasimodo, encerrado de por vida en esa catedral lúgubre, fría y solitaria de la ciudad del Amor, en la que pasaba las horas esperando la oportunidad que le hiciera escapar de allí. Y fue entonces, cuando no llevaba ni media hora de película, cuando sucedió algo del todo inesperado. De repente mi cama comenzó a moverse. Primero de forma muy suave y después más fuerte. Al principio pensé que Erik se había levantado para ir al lavabo, y el temblor del suelo hacía mover la cama. Pero después la cama se movió más bruscamente, como si hubiera un verdadero terremoto sacudiendo todo aquel altiplano canadiense. Yo, que aún estaba con los auriculares puesto y sin oir nada del exterior, me los quité de golpe para averiguar lo que sucedía. Mi cama seguía moviéndose, cada vez con más fuerza, con el sonido chirriante de los muelles oxidados que soportaban mi peso, y no lograba averiguar el por qué, todo permanecía en silencio. Me incorporé lentamente con la intención de levantarme y salir afuera, y fue entonces cuando escuché. Tamara gemía de placer en la habitación de Kris. Entre su habitación y la mía quedaba el mísero labavo de paredes de cartón piedra, y la casa prefabricada, incapaz de resisitir los rítmicos embates del corpachón de Kris, parecía que se iba a desmontar de un momento a otro. Allí estaba yo, en la granja ecológica en medio de la nada, enterrado entre basura, a oscuras, con un primer plano de la cara de Quasimodo en pausa, pensando que la casa se caía, sintiéndome protagonista de la versión porno de los tres cerditos, soportando las sacudidas del ario y escuchando la aria de la soprano de medianoche. Volviéndome a poner los auriculares, deseando más que nunca el despuntar del alba, volví a la película de Walt Disney. Y mientras mis ojos se llenaban de infantil inocencia, mi cama siguió temblando de lujuria. Poco a poco, mecido en esa cuna en que se había convirtido mi cama, mis párpados bajaron el telón de aquella tragicomedia. Y de este modo llegó a su fin mi primer día de lo que iban a ser unas largas dos semanas de trabajo intenso y lucha diaria por la supervivencia.
Continuará...
La granja. (Zona de reeducación de prisioneros)
sábado, 27 de septiembre de 2008
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3 comentarios:
Luis Suárez será el primer premio Nobel de Literatura por la creación de un blog.
- Octavio Aceves (Visionario)-
Aunque no creo mucho en visionarios, tarotistas, adivinos y todo su gremio, en este caso concreto y dada la calidad literaria de todo lo que narra este autor en su blog, no me extrañaría nada que Octavio Aceves acertara de pleno; que, además, sería muy merecidamente.
Pero para empezar, yo le propondría para el Premio Planeta 2009, para el Príncipe de Asturias 2010 y así sucesivamente hasta alzarse con el Nobel.
Suerte, Luis, y sigue escribiendo.
Dedicado a Kris y a Erik:
"En agua de colonia
bañaba doña Antonia
a su cochino,
y a pesar de su cuido
excelente y admirado,
nunca logró verlo limpio y aseado,
porque dice el refrán
y cumple el destino,
que el que nace para puerco
muere cochino".
Estos dos hermanos-granjeros-alemanes deben pensar que por tener una granja de cerdos su casa ha de ser una pocilga.
¿Cómo pueden ofrecer a los cooperantes voluntarios que les visitan tanta cantidad de suciedad?. Merecen quedarse solos revolcándose en su mierda.
Y menos mal que dos veces por semana les visitaba Tamara, la novia de Kris, y "le quitaba el polvo".
En fin, Luis, si has sobrevivido a ese medio tan anti-higiénico, habrás salido inmune de por vida y verificando que lo que no te mata te hace más fuerte.
Seguimos pendientes de tus dos capítulos siguientes hasta terminar la trilogía prometida.
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