A las siete de la tarde empezamos una cena que se alargó hasta pasadas las diez y media. No fue por el menú pantagruélico, que no lo era, sino porque habían venido viejos amigos de Roswitha y la sobremesa se hizo reposada. Era una pareja con una hija de veintisiete años. El marido se llamaba Ron y la mujer Louise, que se pronuncia igual que Luis. Cuando el personal se percató de lo problemático del nombre, optaron, por un acuerdo tácito, en afrancesarme, y me empezaron a llamar Luí y le cedieron la ese a la señora. Yo, Conchita entre franceses y con nombre de mujer entre anglosajones, me senté al lado de la veinteañera, quizá para comprobar si aún me quedaba algo de hombría después de tanta coña marinera. El caso es que Leslie, que así se llamaba la muchacha, no paró de hablar en toda la cena con esa voz de pito que tienen muchas chicas anglófonas. En la mesa también había otra pareja que había venido para hospedarse dos días en este caserío. Ella era una cantante canadiense de veintilargos que se llama Christina Martin y él su novio fagotizado por el don de gentes y desenvoltura que la cantante demostraba en el trato con los demás. Al parecer la cantante de pop-folk es relativamente famosa por estas latitudes, digamos que su fama estaría en un punto intermedio entre Estrellita la Moderna y Madonna. Había venido aquí porque actuaba en Golden la noche siguiente. La artista iba vestida de artista, con su camiseta de manga corta y escotada y su bufanda de lana enrollada al cuello, para no perder agudos. Me di cuenta de que estaba compartiendo mesa con un vietnamita, una pareja de austriacos, una cantante de Nueva Escocia, su novio de origen ucraniano y los tres amigos de Alberta. Pero a pesar de lo colorido del grupo, lo cierto es que la conversación se mantuvo en unos tonos de gris muy aburrido. Situación que me obligó a permanecer callado, mientras me acariciaba la barba que me he ido dejando estos días. Para muestra, incluyo un extracto de conversación que se mantuvo allá por el segundo plato:
En un momento de silencio, la cantante se fijó en el vietnamita y le preguntó:
- Tú eres de Vietnam, ¿verdad?.
- Sí. - contestó Tuan.
- Debe de ser muy diferente de esto. Dime, ¿qué animales hay en Vietnam?
Y entonces Tuan se puso a recitar los nombres de todos los animalitos de la selva.
- Pues...tenemos serpientes...eh...escorpiones, ratas, peces, ranas, pájaros exóticos...no sé...
- ¿Tenéis osos? - preguntó la cantante. Para el lector que no lo sepa, en Canadá todo el mundo tiene una fijación extraña por los osos, siempre se acaba hablando de ellos. Incluso te llevan a verlos, como a mí, que me llevaron ayer a ver un grizzly en una montaña.
- No, osos no. - contestó Tuan con su risita oriental.
- ¡Y os coméis las serpientes! - gritó uno desde el otro lado de la mesa alegremente. Tuan se rió con su risita oriental y nerviosa, como siempre que tiene que hacer frente a una situación social.
- Sí, sí...Sobre todo las venenosas, es un plato muy sabroso. - contestó el vietnamita hablando en serio.
- Roswitha, no habrás puesto serpiente en el menú de hoy, ¿eh? - dijo uno de los graciosos de la mesa. Roswitha había estado en Vietnam el verano pasado, ella sola, con la mochila al hombro y sus sesenta y cuatro años de peso a la espalda.
- Sí, ¡la más venenosa! - gritó Leslie. Y todos se rieron.
- Eso se lo tenéis que preguntar a Luí, que ha sido el chef.- dijo Roswitha señalándome con el dedo. Aquel dedo acusador dirigió todas las miradas hacia mí. ¡Mierda! pensé, ahora tendré que torear todas las gracias que me hagan. Yo, que estaba aquí sentado tan tranquilo intentando pasar desapercibido.
- Venga, Luí, dinos la verdad, ¿en qué plato has puesto la serpiente? - Me dijo Willy, el marido de Roswitha. Los ocho comensales se me quedaron mirando, esperando mi respuesta. Y díganme ustedes, queridos lectores, cómo podía yo, que hacía un segundo rumiaba mi planto despreocupadamente, ordenar a todas mis neuronas que se pusieran en marcha y me diesen una chorrada ingeniosa en un instante y en un idioma que no es el mío para deleite del personal. Tras unos microsegundos esperando con agonía el disparo de algún neurotransmisor que encendiera la bombilla, opté por la salida más fácil y cobarde.
- Oh, lo siento, no entiendo, no entiendo. - dije con una sonrisita piadosa.
Pero es sabido que el Maligno se esconde en lo baladí, y la cantante, pensando que me ayudaba, volvió a formular la pregunta con lentitud, vocalizando y gesticulando.
- ¿En-qué-plato-tú-poner-serpiente? - y señaló su plato cuando dijo plato, y me señaló a mí cuando dijo tú y retorció su brazo cuando dijo serpiente. No tenía escapatoria, esto era un inglés muy básico, no podía fingir no entender nada después de haber hablado con Roswitha largo y tendido sobre la ocupación nazi en Austria la semana pasada.
- Ah, ok, ok...entiendo...eh...No, en ninguno, no, en ningún plato...no.
Y durante unos segundos todos se quedaron mirándome, probablemente pensando que yo debía de ser medio retrasado o algo así.
Por suerte, la señorita Leslie no tardó en desviar la atención de todos con una de sus historias, referente a no sé qué cosa que le pasó a una amiga cuando quiso devolver un pantalón que le venía estrecho.
Hay un tema recurrente que me lleva persiguiendo media vida. Me di cuenta en esa cena, cuando uno de los comensales lo sacó sin venir a cuento. Es el tema: "En Alemania no hay límite de velocidad". Yo no sé cuántas veces habré estado en una reunión donde no haya uno que diga esta frase. Es una frase que levanta pasiones. Como si el límite de velocidad fuese una represión del espíritu humano y las autopistas alemanas la catarsis que todo conductor frustrado ansía. Yo, que detesto los coches y mucho más conducir, me mantuve en silencio, observando el transcurso de la conversación, acariciando mi barba y dejando que la asociación libre de ideas se fuese sucediendo entre el grupo. Como casi todos los presentes habíamos estado al menos una vez en Alemania, empezó la tanda de anécdotas. Uno aseguró haber visto un coche en la autopista que iba a más de doscientos, otro afirmó haber sido testigo de una carrera ilegal en las inmediaciones de Berlín, otro, que nunca estuvo en Alemania, dijo que había oído decir que en Italia también había carreras de esas. Las historias se salpicaban con algún ¡Oh, my God! proferidos por el público de vez en cuando, que significa oh, Dios mío. Yo también lancé alguna exclamación de ese tipo sin saber muy bien si era el momento adecuado o no, pero servía para alborotar y para hacer ver que me integraba.
Para cuando llegó el postre - tarta de calabaza -, Willy me dijo que me había buscado una novia. Una viuda de setenta y seis años que le gustaba los jovencitos, y que él y Roswitha conocían de no sé qué. Yo le dije que con señoras de sesenta y siete todavía, pero que de setenta y seis nada. Luego uno dijo que China estaba creciendo mucho, y otro dijo que sí, que eso era bien cierto. Después, casi a las diez y media, la cantante dijo que un día, dando un concierto en un bar, un hombre empezó a gritar y ella tuvo que parar y decirle que por favor se comportara, pero el hombre no hizo caso y le tuvieron que echar. Y luego otro, que miraba callado y se acariciaba la barba, simulo que iba al servicio. Y como uno de esos maridos que un buen día desaparecen al ir a comprar tabaco, ya no volvió.
sábado, 6 de septiembre de 2008
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