viernes, 25 de julio de 2008

Cata de ajos.

En un lugar de mi mancha, de cuyo pigmento ya olvido acomplejarme, ha aparecido un bulto rojizo y picante, delator del robo de sangre de un mosquito sonámbulo. Escuché su vuelo metido en la cama, y mi benevolencia, hermanada con la natural vagancia que a esas horas corretea por mis sábanas, dejaron al ladrón libre de pena capital. La picadura es de rencor, o quizá de desafío. He pasado toda la semana recogiendo y pelando ajos, y su perfume antivírico permanece incrustado en cada poro de mi piel. Quizá por ello he recibido sólo un picotazo, o quizá sea porque prefieren seguir frecuentando a la chica de Minnesota, que tiene en sus piernas la escuela de esgrima de todos los mosquitos de esta isla. Por si no tuviera bastante con el aroma a sofrito mediterráneo que desprendo, y que me aísla de todo bicho viviente, Katherine ha tenido la brillante idea de organizar una cata de ajos dos días antes de que abandone su casa, a la hora de la cena.

Resulta que estos dos jubilados, que padecen de tiempo libre ilimitado, tienen sembrado en su huerto catorce tipos diferentes de ajo, cada uno separado con un letrero y su nombre. Ajo de Ucrania, ajo yugoslavo, ruso, checo, eslovaco, alemán rojo, ajo del norte del Quebec, español criollo, y un largo etcétera que me costó días arrancar.
Sentado en una mesa de madera, y a la sombre de un avellano, pasábamos las tardes depilando las cabezas de los ajos y atándolos en fajos de diez para dejarlos secar en el granero colgados de unas cuerdas. Allí se quedaban unos días antes de venderlos en el mercado. Y en ese decorado de zarzuela, Katherine, que sostenía un ajo por su largo tronco, como si de un báculo se tratara, nos dio a conocer la idea que se le acababa de ocurrir: a probar catorce ajos para la cena.
Y por decreto, Glen preparó al día siguiente las catorce muestras en catorce bolsitas de papel, con dos o tres dientes de ajo en cada una.

Si me salto unos cuantos episodios sin importancia de mis días en aquella granja, invito al respetable a que sea testigo de mi última cena.

- Tomad y comed, porque este es el fruto de mi huerto. - dijo Katherine acercándonos una bandeja de madera con dos dientes de ajo troceados.
- Ajo de Ucrania. - nos dijo Glen. Comenzaba un largo y abrasador paseo gastronómico.
Cada uno de nosotros cogíamos un trocito de ajo y nos lo comíamos. La idea de Su Majestad era que después diésemos nuestra opinión sobre el sabor, intensidad y características del picazón, y ella lo anotaría en una libretita que tenía ya preparada.

- Ajo de Polonia. - anunció de nuevo Glen en la siguiente ronda.
- Ajo checo. Ajo eslovaco. Ajo bielorruso. Ajo lituano.
A estas alturas mi lengua ardía, y me estaba empezando a acordar de la madre de Gorbachov, porque si no hubiera sido por él (y sus circunstancias), ahora llevaría en mi paladar una sola muestra: ajo soviético.
Por suerte, las recientes guerras y genocidios acaecidos allá por los noventa en los Balcanes, en nada habían modificado el mapa político que Glen había dibujado a golpe de pico y pala en su huerto.

- Ajo yugoslavo. - dijo Glen. Me alegré. Sabía que bajo ese nombre me estaba ahorrando mucha lágrima.

Nos llenaron las copas de vino neozelandés, en honor al chico de esas tierras que había llegado a la casa hacía dos días, y que me estaba acompañando en tan sufrida travesía por todo el mapamundi.

- Tomad y bebed, woofers míos, porque este es el alivio que encontrarán vuestras ardientes bocas.- dijo Katherine mientras Glen preparaba la siguiente bomba.
- Ajo alemán.- Si hasta ahora la cata se había acompañado de alguna alusión casi graciosa al sabor del ajo en relación al comunismo (siempre por parte de Glen), ahora, en esta toma, no hubieron chascarrillos de carácter político, ni de ninguna clase. ¿Por qué?
El ajo aleman picaba como un condenado.

- Pica, ¿eh? - me dice Glen mirándome con los ojos llorosos y haciendo gárgaras con el vino.

Shane, el neozelandés, no decía nada, salvo algún Uh, ah cuando el ajo le flagelaba con furia la lengua. Su cara y su voz susurrante que empleaba siempre al hablar, eran casi inexpresivas, anglosajonamente aburridas. Entrenado a conciencia para aburrir, Shane emplea un tono de voz monótono, casi inaudible, extirpando cualquier atisvo de emoción en su garganta, con el nervio de un lirón en mitad de una siesta veraniega.
Pero todo lo que Shane tiene de soporífero, lo compensa con su buena educación y su caracter afable. El día anterior nos fuimos a Chemainus, el pequeño pueblo de mansiones de madera a tres kilómetros de casa. Allí, en una cafetería, me explicó una por una todas las ventajas que tiene el Macintosh sobre el PC. Me convenció con su infinita sapiencia informática, hasta el punto que ahora mismo le estoy dando a la tecla de mi MacBook para escribir esta entrega de hoy, en un escritorio improvisado en la habitacion del albergue en el que me encuentro.

- Ajo de España. - dice Glen. Y yo me decía: si pica mucho; carantoña de todos mirándome a mí y bromita sobre España, y si no pica; lo mismo. Y acerté.

- Uh, ah. - hace Shane abanicándose la boca con la mano.
- Oh, interesting...spicy...- dice Katherine.
- Oh, Luis, los españoles picáis mucho. - dice Glen en un arrebato de ingenio. Y sonrisita bilateral.

Ahora que hago memoria, no recuerdo haberme topado con nadie que se gastase un humor no apto para menores de trece años. Por lo visto, aquí el humor negro no se estila, y no digamos ya el de contenido erótico o abiertamente sexual.
Aquí el humor es de catequesis, diametralmente opuesto al que solemos gastarnos en España. Quiza por eso se rian a veces tanto, y con verdadera cara de sorpresa, cuando suelto alguna ocurrencia.

- Cuando estés en Victoria, las chicas se van a apartar de ti, Luis. - dice Glen sonriendo.
- Puede ser, - digo yo - pero tengo una técnica.
- ¿Cuál? - Se quedan todos mirándome.
- En la puerta de mi habitación del albergue voy a poner un letrero que diga: "Chicas; queréis dormir a salvo de mosquitos? Dormid con Garlicman" (el hombre ajo). - dije con voz de anuncio televisivo.
Por primera vez los veía reir con ganas, despojados de sonrisa social, poniendo en jaque a sus arterias, desacostumbradas a la risa sin control que yo había provocado sin pretenderlo.
Envalentonado por el éxito, decidí regalarles otra perla.

- O mejor aún, - dije - pondré un letrero que diga: "Cansada de mordiscos? Ven y duerme con Garlicman, y cambia esos mordiscos sanguinarios por besos de placer intenso".

Apoteósico. Cualquiera que hubiese entrado en esos momentos por la puerta, hubiera pensado que la mezcla de vino neozelandés con ajos soviéticos producía efectos psicotrópicos. Pero no, el enteógeno era yo, el LSD era sólo yo; LSG, y mis chistes de sobremesa de domingo. Nada más.
Creo que hay una estrecha relación entre la calidad del humor de una persona y su capacidad de imaginar. La broma o el chiste se crea a partir de un pensamiento no convencional, un pensamiento o idea "en paralelo" a una idea o situación cotidiana. Para crear ese pensamiento es necesario transgredir momentaneamente la corriente de pensamiento habitual, el lógico, y tratar de observar una situación desde un punto de vista inusual. Se podría establecer esta regla: A mayor capacidad de pensamiento paralelo de un individuo, mejor calidad de sus chistes. A menor capacidad de pensamiento paralelo de su público, un chiste malo puede convertirse en una orgía de carcajadas.
Sin ir más lejos, y en relación con el pensar en paralelo, el otro día estábamos con Glen trabajando en el jardín. Éramos una canadiense, un alemán, la chica de Minnesota y yo. Estábamos cortando las zarzas que se habían comido un sendero. Al terminar, Glen, el capataz, mandó a todos a cortar zarzas de otro sitio y a mí me dijo:

- Me temo que lo que vas a tener que hacer ahora es sacar todas las zarzas cortadas y amontonarlas alli, donde está ese montón de ojas secas.
- De acuerdo. - le digo yo.
- Vas a tardar bastante, hay mucha zarza, así que cuando acabes ya puedes ir a comer, que será cuando nosotros terminemos de despejar el otro camino.
Dicho esto, Glen se fue con los demás al otro sendero.
Al cuarto de hora me voy a su encuentro.

- Ya he terminado. - le digo.
- ¿Cómo? ¿Ya? - me dice con cara de incrédulo.
- Sí. He cogido una cuerda y he atado las zarzas en fajos, y en tres viajes me las he llevado todas arrastras.

El invento era tosco, primitivo, simple como el mecanismo de un botijo, propio de animal unicelular.

- Oh, really? - me decían sorprendidos.
- Very good! good idea! - decían todos.

Yo estaba de pie, delante de ellos, y mi sombra se proyectaba alargada sobre las zarzas. El sol, sobre mi cabeza, cegaba los ojos que trataban de escudriñar mi rostro. Aquella tribu, en cuclillas unos y de rodillas otros, se decían entre ellos "good, good, good, good", mientras me miraban como si fuese el monolito de la película "2001".

Aquel salto evolutivo caló hondo entre los habitantes de la granja. Desdes entonces, no hubo chapucilla de jardín sin que faltara una cuerda, por si acaso.

- Ajo francés.

Glen, con el ajo en la boca, esperando la envestida en su lengua, canturreó La Marsellesa.
- Allons enfants de la Patriiie...
- Uh, ah...- hace Shane.
- Oh...interesting...spicy...- decía Su Majestad mientras trataba de describir la intensidad del ajo en su cuaderno.

Y así transcurrió la velada hasta que llegamos al decimocuarto ajo. Habíamos acabado la botella de tinto neozelandés, y Glen se apresuró para traer otra botella; tinto sudafricano. Lo probé.

- ¿Qué tal el vino de Nelson Mandela? - me dice el ingenioso hidalgo.
- Very good.
- Bueno, pues éste era el último. - dijo Katherine. Y de este modo dio por concluido el experimento. El vasallaje había llegado a su fin, dos días después me iría a Victoria, a trabajar en el albergue de antes, desde donde escribo estas líneas. Aquí la cosa esta tranquila. Comparto habitación con cinco camaradas más. El otro día se fue un viejo que hacía la siesta en pelota picada encima de la cama. Cuando entré y le vi, le miré con una cara que le obligó a flexionar un poco las rodillas para tapar sensiblemente sus canosas intimidades, pero creo que más que importarle que le viesen le estimulaba, al muy cabrón. En fin, las cosas que tiene el viajar...

1 comentario:

Andrea dijo...

Bueno, bueno, una vez muerta de la risa por la historia de los 14 ajos te doy las gracias por comentarnos todo con tantos detalles sabrosos. :)un besito, la húngara